Barcelona, 6 de julio de 1713. Reunión de los Tres Comunes, la máxima representación política de la sociedad catalana. Tres meses antes (abril de 1713), las potencias aliadas de la causa austriacista habían firmado la retirada de un conflicto que, contra todos los pronósticos iniciales, se había revelado excesivamente largo y costoso. Lo hacían a cambio de importantes compensaciones territoriales y comerciales que, por una parte los amortizaba la gran inversión de la guerra, y por otra certificaba el descenso definitivo de la monarquía hispánica a la segunda división del concierto internacional europeo. Y, sólo seis días antes, las últimas tropas austríacas e inglesas habían sido evacuadas del territorio catalán. Catalunya se enfrentaba sola a la Alianza borbónica de las Dos Coronas. En aquel nuevo y tenso escenario, los Tres Comunes votarían la posición de Catalunya en la última y decisiva fase de la Guerra de Sucesión hispánica (1705-1714), la que internacionalmente se denominaría la Guerra de los Catalanes (1713-1714): resistencia a ultranza o capitulación negociada.
Se impone la resistencia a ultranza
La resistencia a ultranza se impondría con 75 votos enfrente a los 43 de la capitulación negociada. La historiografía romántica catalana ha hecho una ingenua lectura patriótica de aquel resultado, en la medida en que la historiografía nacionalista española se ha obsesionado con la interesada idea de que no había una voluntad rupturista. Ambos son extremos que no explican la realidad: ni la del debate previo ni la del resultado definitivo. Catalunya votaría resistir hasta las últimas consecuencias contra una alianza borbónica sedienta de venganza (como posteriormente quedaría patente) que multiplicaba por veinte la capacidad militar del Principado. Pierre Vilar, el gran investigador occitano del siglo XVIII catalán, dijo que "Nunca el sentimiento catalán ha tenido tanta fuerza y combatividad". Sin embargo, esta cita, lejos de transportarnos a un escenario de arrebato patriótico, revela una compleja arquitectura política y unos sólidos argumentos económicos que explicarían la posición de aquellos resistentes.
Las clases mercantiles, clases rectoras del país
Es el mismo Pierre Vilar quien explica que a diferencia de lo que había pasado anteriormente a la Revolución de los Segadores (1640), el posicionamiento austriacista de 1705 "no era un movimiento espontáneo, violento, popular y defensivo", sino que era el resultado de complejos pactos políticos entre las clases rectoras del país. Catalunya, gracias a la acertada alianza entre una innovadora clase campesina y una emprendedora clase mercantil, había recuperado su aparato productivo —devastado durante la guerra de los Segadores (1640-1652)— y ya era el motor económico de las Españas peninsulares. Exportaba textiles y alcoholes a Inglaterra, a los Países Bajos y a sus colonias. Una vigorosa pujanza claramente contrapuesta al imparable declive castellano. Y las clases mercantiles catalanas —que Vilar nombra "las clases medias de la época" — se habían consolidado como las clases rectoras del país, también en clara contraposición en lo que pasaba en el resto de dominios hispánicos peninsulares, dominados por las decadentes aristocracias latifundistas castellanas.
El espejo atlántico
Pierre Vilar, a partir del estudio de los textos coetáneos de Feliu de la Penya y de Martí Piles —comerciantes y autores del "Fenix de Cataluña", el retrato más significativo de la sociedad catalana de la época—, apunta claramente que el posicionamiento antiborbónico de Catalunya tenía una motivación social, económica, y política. La Catalunya de 1705 tenía un perfil de país más similar a los Países Bajos o a Inglaterra que en Castilla. Las clases mercantiles catalanas —las clases rectoras del país— no tan sólo se inspiraban en el modelo económico de las potencias atlánticas, sino también en su modelo político. Inglaterra y los Países Bajos habían conocido unas revoluciones liberales —la de Cromwell y la de los hermanos de Witt, cronológicamente paralelas a la revolución catalana de los Segadores— que, después de muchos descalabros, acabarían consagrando un sistema político y económico que favorecía claramente las clases mercantiles (las clases medias de Vilar). Eso las transportaría y consolidaría en el poder de sus reinos.
La ambición catalana
Desde aquellas revoluciones, Inglaterra y los Países Bajos habían pasado de la categoría de simples actores a la de potencias continentales. Y eso era lo que inspiraba las clases rectoras catalanas. Vilar dice: "En aquella España decadente, sólo los catalanes se sentían cada vez con más derecho y con más fuerzas para intervenir". Una cita que revela que aquellos catalanes, los de 1705, no eran independentistas, sino que eran liberales en el sentido coetáneo del término. Vilar explica que la ambición catalana pasaba por ganar la centralidad del edificio político hispánico, y que había una corriente muy decidida a instalar la corte en Barcelona. Así, abrirían la puerta a las clases mercantiles de los países de la Corona de Aragón, a los de la península ibérica, a los de la península italiana, y a los insulares del Mediterráneo occidental. Por otra parte, la golpearían en las narices de las oligarquías latifundistas castellanas (las clases cortesanas madrileñas), paradigma del parasitismo y de la corrupción, responsables del saqueo y la quiebra del que había el imperio más rico de la historia.
La coherencia de las ideas
Este detalle es muy importante, porque explica el Tratado de Génova (1705), "cuándo las instituciones catalanas firman un tratado internacional de tú a tú con Inglaterra", que marcaría los posicionamiento definitivo del Principado a favor de la causa austriacista. Y explica, también, la declaración de resistencia a ultranza. A pesar de las circunstancias especialmente adversas que rodeaban el momento, se convertiría en un ejercicio de coherencia ideológica (entendido como un conjunto inseparable de ideas económicas y políticas). La tradicional inclinación catalana a la praxis, lo que se ha querido denominar "seny", no podía obviar que la España borbónica que venía era la que lideraban las clases cortesanas madrileñas. Lo harían junto con las clases mercantiles parisinas, que habían previsto convertir las Españas en una pseudocolonia económica francesa. Los "temores catalanes", en términos de Vilar, se revelarían en el Tratado de Utrecht (previamente a la votación de los Tres Comunes), y se confirmarían en la Nueva Planta (posterior a la ocupación del Principado).
La idea hispánica de las élites catalanas
Es en este punto donde se intensifica el debate. La cuestión que se plantea es: ¿las clases mercantiles catalanas —que fueron las que desequilibraron el voto a favor de la resistencia a ultranza— habían transitado de una idea hispánica hacia una idea antihispánica? ¿Si es así, podríamos definirles como independentistas? Las fuentes documentales confirman que la idea hispánica inicial no había desaparecido. Y eso, según cómo se interprete, puede provocar caer en la trampa del nacionalismo español. Porque la idea hispánica de Casanova y de Villarroel, arengando a luchar "por la libertad de los pueblos de España" no se puede relacionar, de ninguna manera, con las Españas de los últimos Habsburgo, ni mucho menos con la gran mazmorra borbónica surgida de aquel conflicto. La España de fábrica borbónica de 1717 (la de la Nueva Planta), o la de 1978 (la de la actual Constitución) no tienen ninguna relación con la idea hispánica del Fenix de Cataluña, o con la de Vilana-Perlas, de Dalmases, de Ferran, de Berardo o del Carrasclet.
La internacionalización de la causa catalana
A propósito de Dalmases, Ferran y Berardo, embajadores de Catalunya ante los gobiernos de Londres, de La Haya y de Viena respectivamente, hay que decir que las expectativas que generaban sus misiones diplomáticas contribuyeron muchísimo a reforzar el sentido del voto. Dalmases, Ferran y Berardo, intentaron por todos los medios varias fórmulas. Una era repartir el pastel hispánico entre los contendientes: la corona castellanoleonesa y las colonias americanas para el Borbón, y la corona catalanoaragonesa con los estados italianos para el Habsburgo. Otra era que el Principado y Mallorca quedaran como países del edificio político austro-húngaro de los Habsburgo. Y otra era constituir Catalunya y Mallorca como una república bajo la protección militar de Gran Bretaña. En cualquiera de los casos, uno de los propósitos principales era salvaguardar el aparato productivo catalán de la amenaza francesa. Y el otro era salvaguardar el sistema institucional catalán de la amenaza española. Es difícil saber cuál priorizaba al otro.
Catalunya versus Castilla
Con estos elementos, se puede afirmar que ni la Guerra de Sucesión ni la Guerra de los Catalanes fueron un simple conflicto entre dos dinastías reales que se disputaban el trono de Madrid, como le gusta pontificar a la historiografía española. Detrás había en juego dos modelos políticos, económicos y sociales de estado, liderados por las respectivas clases rectoras. Un enfrentamiento, en toda regla, entre una Catalunya ascendente y ambiciosa y una Castilla decadente y decrépita. La distribución del voto de los miembros de los Tres Comunes lo revela: el brazo popular formado por los comerciantes, los profesionales liberales, los menestrales y los representantes de las ciudades, votó en masa la resistencia a ultranza. Y los acontecimientos posteriores lo confirman. Vilar dice que "los grandes mercaderes catalanes firmarían arriesgadísimas cartas de crédito a favor de las instituciones del país —cómo habían hecho las clases mercantiles de los Países Bajos (1582) y de Portugal (1640) en sus respectivas revoluciones— para levar a la tropa y adquirir armamento".
Latifundismo nobiliario contra mercantilismo plebeyo
Borbones contra Habsburgos. La vieja España, atávica y eterna, encarnada en la figura de un rey absolutista, contra unas Españas nuevas y renovadas, donde el poder monárquico estaba limitado por la acción de las clases productivas e intelectuales. Oligarquías latifundistas aristocráticas contra burguesías mercantiles plebeyas. Decadencia contra pujanza. Sucumbir contra liderar. Castilla contra Catalunya. Madrid contra Barcelona. Esta es la gradación que explica el conflicto y que explica el resultado de la votación de los Tres Comunes el 6 de julio de 1713. Y si bien es cierto que la idea catalana de España no había desaparecido, también lo es que los acontecimientos la habían erosionado. Las múltiples gestiones de los embajadores catalanes —las diversas propuestas formuladas a Londres, La Haya y Viena— ponen de relieve que ya sobre el ambiente de aquella votación se cernía la convicción —el "pesimismo" de lo que habla Vilar— que aquella idea había entrado en un proceso inevitable de agotamiento. La convicción de que España, definitivamente, no tenía remedio. Y piensen que hablamos de 1713.