Abadía de Sant Miquel de Cuixà (entonces condado de Conflent, en la órbita política y militar de los condados independientes de Barcelona y de Urgell), 30 de octubre de 1046. Hace 975 años. Moría Oliba, abad del monasterio. Durante su existencia, Oliba (971-1046) vivió en primera persona el paisaje de violencia y de terror que, a la entrada del año 1000, se desató por toda Europa y que culminaría con la transformación de los viejos regímenes señoriales en los nuevos regímenes feudales. Sin embargo, y con todos los elementos en contra, Oliba sería capaz de importar y promover las asambleas de paz y tregua, unos espacios de diálogo y de negociación, reconocidos y validados por todos los actores de aquella sociedad, que no tan sólo limitarían la acción de aquellos avariciosos y violentos barones feudales, sino que se convertirían en el precedente más remoto del actual sistema político parlamentario.
¿Quién era y de dónde venía Oliba?
Oliba era un personaje de la minoritaria oligarquía de su época. De lo contrario, en una sociedad que no conocía el ascensor social, nunca habría sido ni siquiera abad y, sobra decir, el promotor de las asambleas de paz y tregua en los condados catalanes. Oliba era el tercer hijo de Oliba Cabreta, conde de la Cerdanya y de Conflent, y miembro de una rama menor de la casa condal Bellónida de Barcelona. Y era hermano del mítico Bernardo Tallaferro, que había sido uno de los elementos más destacados en la primera gran incursión catalana en territorio andalusí: el año 1010 habían saqueado Córdoba y habían obtenido un cuantioso botín que se destinaría a la primera gran fortificación del país después de que el conde Borrell declinara renovar el vasallaje con la monarquía francesa (987). Aquella campaña tuvo una importancia primordial en la consolidación de la independencia de los condados catalanes.
¿Qué más era Oliba?
Oliba era un engranaje más de esta ideología del poder primigenio catalán. Pero su perfil intelectual lo había separado del mundo de las picas, de las mallas y de las hachas, y lo había conducido hacia la carrera eclesiástica, que, en aquel momento, era el único camino posible para un hombre con sus inquietudes. Oliba acabaría siendo el abad de Ripoll y de Sant Miquel de Cuixà, que, como todos los monasterios de la Europa de la época, eran islas de cultura en medio de un océano de rusticidad. Esta idea es muy importante, porque Oliba la trasladó a otro plano: en aquel contexto de violencia, propondría y conseguiría que los edificios religiosos tuvieran la consideración de islotes de paz y de refugio en medio de aquel océano de violencia y de terror. Serían las célebres sagreras (un espacio de libertad formado por un radio de treinta pasos en torno a los edificios religiosos).
¿Por qué aquel paisaje de violencia y de terror?
A finales de la centuria del 800 se había producido una crisis general del poder central (la monarquía) por todos los territorios del antiguo Imperio Carolingio. Es la época en qué Wifredo el Velloso (840-897) ―conde dependiente de Barcelona― se suma a una inercia generalizada y convierte el cargo en hereditario. Este proceso se aceleró durante la centuria del 900: los barones feudales (el último peldaño del poder delegado) promoverían escenarios permanentes de violencia ―a través de guerras particulares― con el objetivo de usurpar el bien público (el ejército, las infraestructuras defensivas, la administración de justicia, el régimen tributario) en el ámbito territorial de sus dominios. En la entrada del año 1000, el resultado de aquella descomposición del poder central se había impuesto allí donde había arraigado, crecido y espigado. En los condados independientes catalanes, también.
La fase más dura de la violencia feudal
Consolidado el régimen feudal, los avariciosos y violentos barones territoriales pasaron a una segunda fase, la más dura de aquel proceso: la apropiación por la vía de la extorsión de las pequeñas propiedades campesinas. Es la época que los historiadores llaman crisis alodiera (de alodio: pequeña propiedad). En el año 1000 los condados independientes catalanes ―como buena parte de Europa― asistieron a una brutal transformación de su paisaje social y económico: se pasó de una sociedad compuesta, básicamente, por pequeñas unidades de producción familiares a otra formada por grandes latifundios en manos de aquellas avariciosas y violentas clases baroniales. Y de una sociedad que, actual y coloquialmente, llamaríamos de pymes y autónomos, a otra de jornaleros sujetos a unas condiciones que rozaban la esclavitud (sometidos por los famosos malos usos).
El papel mediador de la Iglesia
Naturalmente, aquel proceso de apropiación no fue tan sencillo como, a priori, puede parecer. Los pequeños propietarios campesinos, que eran el corpus social mayoritario en aquella Catalunya primigenia, se resistieron. Pero sin éxito. El país se tiñó de sangre. Y en aquel contexto, que el poder central (en Catalunya, la casa condal barcelonesa) era incapaz de parar, surgieron algunas figuras de la jerarquía eclesiástica dispuestas a mediar en aquel conflicto. Los obispos y abades del ducado de Borgoña ―la entidad política más poderosa del reino de Francia― promovieron las primeras asambleas de paz y tregua (Charroux, 989). El resultado fue decepcionante para los campesinos: el régimen feudal (el resultado de la usurpación del bien público y de la apropiación de las pequeñas propiedades familiares) adquiría plena carta de naturaleza, pero se ponía freno a aquella brutal espiral de violencia.
Oliba y las asambleas de paz y tregua en Catalunya
Oliba importó aquel modelo y consiguió que todas las partes en conflicto aceptaran sentarse, negociar y regular aquella nueva realidad. La primera asamblea en territorio catalán ―y en un dominio cristiano peninsular― fue en Toluges (entonces condado del Rosselló) el año 1027. Hace casi 1.000 años. Oliba no consiguió revertir la situación y volver al paisaje anterior a aquella formidable crisis ―mal denominada Revolución Feudal―. Sin embargo, del mismo modo que sus predecesores borgoñones, consiguió detener aquella brutal sangría y, sobre todo, frenó ―al menos, momentáneamente― la avaricia insaciable de la clase baronial. La tarea de Oliba no fue fácil. El contexto de extrema violencia lo complicaba mucho. Pero los sentó y los obligó a adquirir compromisos que tenían fuerza de ley. En definitiva, el precedente más remoto del sistema parlamentario moderno.