València, 6 de enero de 1611. Hace 408 años. Juan de Ribera (o de Rivera), conocido como el Patriarca de València, moría en las estancias del Palacio Arzobispal. Ribera había sido uno de los personajes más poderosos de su tiempo, no tan sólo en València sino, también, en el conjunto de los territorios de la monarquía hispánica. Había acumulado los cargos de arzobispo de València (1569-1611), que desde 1577 abarcaba la práctica totalidad del territorio valenciano, y el de virrey hispánico en el reino de València (1602-1604). Máxima autoridad eclesiástica, política y militar durante los trascendentales primeros años de la centuria de 1600, Ribera se convertiría en instrumento y paradigma de una idea unitaria de España sustentada sobre tres patas: la persecución de la diferencia cultural y lingüística, de la disidencia política y de la diferencia étnica y religiosa. Durante su gobierno, Juan de Ribera sería uno de los grandes promotores de la imposición del castellano, de la radicalización de la Inquisición y de la expulsión de la minoría morisca.
La fabricación del proyecto de unificación política de los reinos peninsulares nace mucho antes del matrimonio de los Reyes Católicos (1469). El Compromiso de Caspe (1412) no fue tan sólo una cumbre para dirimir quién tenía que ocupar el trono de Barcelona. Ni tampoco, solamente, un escenario para calibrar las fuerzas de los poderes en conflicto: las élites mercantiles de Barcelona y de València, que daban apoyo al castellano Fernando de Trastámara, y las oligarquías aristocráticas, que se inclinaban a favor de la causa del catalán Jaime de Urgell. Con notables excepciones, a un lado y en el otro. Las candidaturas que optaban al trono, pero sobre todo la marginación de Sicilia, Nápoles y Cerdeña en aquella trascendental cuestión de estado, dibujan un poliedro que, a pesar de su complejidad, no oculta la existencia de un proyecto de unificación hispánica, de arquitectura netamente catalana y valenciana que, hechos posteriores revelarían, causaba verdadera repulsión en Castilla.
Aquel proyecto efímero articulaba las Españas a la manera catalanoaragonesa. Es decir, con el término que, actualmente, denominamos confederación de estados. Aquel proyecto adquirió velocidad y consistencia en el transcurso del reinado de la dinastía Trastámara en el trono de Barcelona (1412-1516), con el inestimable apoyo de los judíos conversos barceloneses, valencianos y mallorquines, que veían en él una forma de desequilibrar la secular correlación de fuerzas del sistema feudal, esta vez en beneficio del estamento monárquico y de las clases mercantiles urbanas y en perjuicio de los estamentos aristocrático y eclesiástico. Las políticas matrimoniales de los Trastámara barceloneses, orientadas hacia el control de los tronos de Pamplona y de Toledo, y sus continuas injerencias en los asuntos internos de esas cortes, son, probablemente, la prueba más evidente de la existencia de aquel proyecto. En cambio, en Castilla, las clases dominantes (las oligarquías nobiliarias y terratenientes) lo percibían como algo más que una amenaza.
Isabel la Católica y sus partidarios (los pocos, pero efectivos, oligarcas castellanos favorables al proyecto catalanovalenciano), antes de alcanzar el trono de Toledo, se emplearon a fondo y sembraron Castilla de cadáveres. Eso no implica, en ningún caso, que consolidados Fernando e Isabel en sus respectivos tronos (1479), sus, también, respectivas cancillerías se pusieran de acuerdo. Curiosamente y reveladoramente, las tensiones entre los entornos de Fernando y de Isabel, que quiere decir entre los respectivos grupos dominantes, crecerían exponencialmente. La implantación de la Inquisición en València y Zaragoza (1484), en Barcelona (1486) o en Mallorca (1488) como un instrumento supranacional al servicio de la monarquía; o el golpe de estado en la Española (1500), perpetrado por el juez Fernández de la Bobadilla en nombre de los Reyes Católicos, para revocar unilateralmente las Capitulaciones de Santa Fe (1492) ―el contrato entre la monarquía y Colón―, son episodios que ilustran sobradamente cómo el autoritarismo real fallaba aquellas tensiones convertidas en conflictos.
¿Cuál es el punto que marca el desequilibrio de la balanza a favor del entorno de Isabel de Castilla? Es decir, ¿a favor de una ideología unificadora castellana, nueva, propia y diferenciada de la catalanovalenciana? Algunos historiadores señalan 1485, cuando Torquemada ―inquisidor de Castilla― urde el asesinato de su homólogo aragonés Pedro Arbués y le usurpa el cargo. Otros señalan 1486, cuando Fernando el Católico dicta la sentencia de Guadalupe, que marca el fin de la revolución Remensa y el inicio del éxodo gradual de las grandes casas aristocráticas catalanas (las grandes derrotadas en aquel conflicto) hacia Castilla. Fernando, en una calculada y cínica maniobra, les procuró matrimonios muy ventajosos y Catalunya quedaría muy diezmada militarmente. Y todavía otros señalan 1504, fecha de la constitución de la Casa de Contratación en Sevilla; que expulsaba a las clases mercantiles barcelonesas, valencianas y mallorquinas del comercio directo con las colonias americanas.
Lo cierto, sin embargo, es que el punto que marca definitivamente el triunfo de la idea castellana de España (unitaria, autoritaria, oligárquica) es el mismo que señala la derrota de la revolución valenciana de las Germanías (1520-1521). Y es lo que explica el inicio del ocaso de la influencia política y cultural catalanovalenciana en el conjunto del edificio hispánico. La derrota de las clases populares, mercantiles e intelectuales valencianas, enfrentadas en aquel conflicto a las clases nobiliarias, tendría que tener una trascendencia primordial. A principios de la centuria de 1500, València era la gran capital demográfica, económica y cultural no tan sólo de los países de la Corona de Aragón, sino también del conjunto de los dominios peninsulares de la monarquía hispánica. Con 100.000 habitantes era la gran urbe de la península Ibérica, centro financiero de la monarquía (con los banqueros Santàngel, que financiaron el primer viaje colombino), cuna de la impresión bibliográfica y pionera en la constitución de instituciones médicas sociales.
Este conjunto de datos son muy importantes y reveladores, porque explican que la furia castellanizadora se desató después de la derrota de las Germanías. Las clases aristocráticas que, para sostenerse en el poder, habían recibido la ayuda inestimable del aparato de Carlos ―el nieto y heredero de los Reyes Católicos― viraron radicalmente hacia la idea castellana de España. Carlos de Gante, a quien cierta historiografía catalana ha justificado injustificadamente, a diferencia de lo que hizo su abuelo Fernando con los revolucionarios remensas catalanes, dio apoyo a la nobleza por la sencilla razón de que su proyecto político ―al menos, por los países peninsulares― se acomodaba mejor a la idea castellana de España (unitaria, autoritaria y oligárquica). Y su hijo y sucesor, el integrista Felipe II, habría sido capaz, como se diría coloquialmente, de poner a su madre de culo a la rotonda y con las bragas en las manos, para reforzar el modelo autoritarista y unitarista de fábrica castellana. El de los partidarios de su bisabuela Isabel.
El siglo de la derrota de las Germanías, que culminan con el gobierno del patriarca Ribera (o Rivera) y que corresponden a los reinados de Carlos de Gante (1516-1556), Felipe II (1556-1598) y Felipe III (1598-1621) explican el proceso de castellanización de la capital del mundo catalán. La primera gran ofensiva contra la cultura y la política catalanas (la máxima expresión de la identidad catalanovalenciana de la época y de la idea catalanovalenciana de España que habían forjado sus élites mercantiles) no se libró en el Principat (entonces devastado por las guerras civiles remensas del siglo anterior), sino que, por razones obvias, se llevó a cabo en València. Desarticuladas y marginadas las clases mercantiles e intelectuales, se empezaría por boicotear la edición de libros en catalán y se acabaría por llenar la ciudad de religiosos castellanos que, como una tenebrosa policía política del régimen, oficiaban a las misas en castellano e imponían la confesión, obligatoriamente en castellano, en cualquier rincón de las calles y en cualquier hora del día.
También sería convertida en la capital de los autos de fe inquisitoriales que provocarían el exilio de las figuras intelectuales más destacadas. El caso de Joan Lluís Vives, judío converso y una de las grandes figuras mundiales del Humanismo, que se exilió para salvar la vida, pero que perdió buena parte de su familia calcinada por las hogueras inquisitoriales, es bastante revelador y paradigmático. Las energías que empleó la monarquía hispánica en aquel proceso de castellanización del centro de la nación cultural y política catalana no tenían traba. Por ejemplo, Ribera, con el apoyo del integrista Felipe II, consiguió que el Pontificado autorizara un tema tan complejo, tan intencionado y tan revelador (en la época y en la actualidad) como un cambio de límites territoriales eclesiásticos: la diócesis de Sogorb, heredera de la de Albarracín, que abarcaba el territorio de las actuales comarcas del centro y sur de Castelló, y que desde 1171 formaba parte de la archidiócesis de Zaragoza, en 1577 era integrada a la de València. Pasaba a formar parte de sus dominios y de las prácticas directas de sus políticas.
El cuarto de vuelta definitivo se produciría en 1609. A la depuración de judíos conversos practicada durante la centuria anterior, se sumaba el decreto de expulsión de los moriscos, que representaría la pérdida de una tercera parte de la población del País Valencià. Los moriscos valencianos, a diferencia de los catalanes o de los aragoneses, no se habían integrado en el mundo cultural de los conquistadores cristianos. Formaban una gran bolsa de población de lengua árabe y de religión musulmana arrinconada, mayoritariamente, en las comarcas interiores y montañosas del país. El patriarca Ribera (o Rivera) sería uno de los principales arquitectos intelectuales y promotores políticos de aquella horrible tragedia. Se les acusó de ser quintacolumnistas de la amenaza otomana y con el pretexto de la unidad religiosa como garante de la seguridad interna, se los masacró salvajemente por el camino y se les embarcó hacia donde pudieran o hacia donde los quisieran. Castellanización, inquisición y limpieza étnica: la idea castellana de España.