La milenaria historia de Catalunya es también la historia de sus inmigraciones. El paisaje social y cultural de la Catalunya actual es el resultado de grandes inmigraciones que cambiaron para siempre la fisonomía del país. La inmigración languedociana, al principio del año 1000, asentó los cimientos de la nación catalana. La inmigración occitana, durante la centuria de 1500, llenó Catalunya de fuerza de trabajo e impulsó el enderezamiento de un país masacrado por las cuatro guerras civiles del siglo anterior. La inmigración neerlandesa e inglesa, durante la centuria de 1600, orientó el país hacia modelos de producción precapitalistas. Las inmigraciones aragonesa y valenciana, de la centuria de 1800; y murciana, andaluza, gallega, extremeña y castellana de la centuria de 1900, contribuirían decisivamente a consolidar la Revolución Industrial y a articular las clases trabajadoras del país. Y las inmigraciones del siglo XXI —africana, americana y asiática— han situado Catalunya en el centro de la globalización. Catalunya es un país construido a golpe de inmigraciones. Las inmigraciones son, con la lengua catalana y con la resistencia de país, una de las tres patas que explican Catalunya. Pero hubo una época que Catalunya fue un país de emigración. Una parte mal conocida y poco divulgada de nuestra historia, que también explica la Catalunya actual.

La gran crisis de 1750

Fraga Iribarne no se cansaba de repetir "Spain is different". Y tenía razón. La historia avala la cita del exministro franquista y fundador del PP. Hacia el año 1750, Europa emergía de una larga crisis económica que había provocado dos grandes guerras de alcance continental: la de los Treinta Años (1618-1648) y la de Sucesión hispánica (1701, en el continente-1715, con hostilidades hasta 1725). El año 1750 las potencias europeas manifestaban síntomas claros de enderezamiento económico y demográfico. Las políticas mercantilistas y agrarias habían transportado aquellas sociedades al umbral de la Revolución Industrial. En cambio, en los dominios peninsulares de los Borbones hispánicos, las guerras de camarillas en la corte de Madrid, agravadas por la enfermedad mental de Felipe V, habían alimentado el secular caos político y la arraigada cultura de corrupción. Cádiz monopolizaba la parte del comercio con las colonias americanas que el primer Borbón hispánico no había regalado a la corona francesa en la última fase de la guerra sucesoria. Y mientras tanto, los grandes puertos peninsulares se morían de asco. Y en Castilla se ejecutaron —con recursos públicos— más de doscientos kilómetros de canales navegables —que acabarían explotados por sociedades privadas— mientras los planos de los canales de Urgell y del Ebro, que tenían que garantizar la independencia alimenticia del Principat, cogían polvo en algún cajón de la administración borbónica.

Pablo de Olavide, retrato coetáneo / Fuente: Universidad Pablo de Olavide, Sevilla

Catalunya, crisis y emigración

El año 1750 Catalunya rozaba los 800.000 habitantes. Había recuperado los máximos demográficos anteriores a la guerra sucesoria (1705-1715) y casi los había doblado. Sólo Galicia y Andalucía, que tocaban al millón de habitantes, la superaban en el ranking demográfico peninsular. Pero aquella Catalunya era un país inmerso en la miseria más absoluta. Las fuentes documentales citan, por ejemplo, Casas de Caridad (orfanatos) llenas a tope. O los relatos que nos regalan los viajeros ilustrados de la época nos dibujan unas ciudades que eran verdaderos contenedores de patologías sociales: hambre, delincuencia, prostitución, alcoholismo y desestructuración familiar. El castellano Zamora, por ejemplo, después de haber estado en varias ciudades del Principat escribía "las mujeres beven mucho y por lo general van puercas". Las causas que explicaban aquel paisaje social y económico las encontramos en la presión fiscal que el régimen borbónico ejercía sobre el Principado. El historiador Pierre Vilar, en la indispensable Catalunya dentro de la España moderna, explica que pasadas cuatro décadas de la ocupación borbónica, el Principat todavía estaba sometido a una tributación de guerra, similar a la que se aplicaba a las colonias que habían sido conquistadas militarmente. La demografía catalana se había recuperado, en buena parte, por el esfuerzo de las clases campesinas en la recuperación de páramos. Pero la economía, no.

Acta capitular de Isla Cristina (1869) / Fuente: Archivo municipal de Isla Cristina

Los pescadores catalanes de Isla Cristina

El año 1755 un gran terremoto con epicentro en el oeste de la península alteró la costa atlántica portuguesa y andaluza. Cerca de la desembocadura del río Guadiana surgió un islote, y sus primeros pobladores (1757) serían, según las fuentes documentales, las familias pescadoras Arnau —de Canet de Mar— y Faneca i Salarich —de Mataró. Las mismas fuentes certifican que en los años inmediatamente posteriores se sumó una extensa colonia de pescadores procedentes de las comarcas catalanas del Maresme y del Garraf, y de las valencianas de la Safor y de la Marina. Según la crónica coetánea del rector Miravent —el primero de la colonia—, Isla Cristina sería nombrada, inicialmente, la Figuereta por aquellas doscientas familias pioneras (1.000 habitantes a principios del siglo XIX). Otras fuentes documentales revelan que el catalán sería la lengua de uso habitual de las tres primeras generaciones, hasta que desaparecería, progresivamente, durante el siglo XIX. Aquella emigración, impulsada por la tributación de guerra que impedía renovar el aparato pesquero catalán, seguía una estela que, según el profesor Francesc Roca Rossell —de la Universitat de Barcelona— remontaba a los días inmediatamente posteriores a la caída de Barcelona (1714). Los catalanes y los valencianos introducirían técnicas de pesca y de conservación que revolucionarían la economía de aquel territorio.

Mapa parcial de Isla Cristina (1887) / Fuente: Archivo municipal de Isla Cristina

La colonización catalana de Sierra Morena

El año 1767, en plena crisis política y económica, el ministro de Hacienda del rey Carlos III —hijo y heredero de Felipe V—, el asturiano Pedro Rodríguez de Campomanes, autorizaba un proyecto de colonización de las tierras yermas y despobladas del interior de Andalucía. Reclutó a 6.000 familias procedentes de Baviera y de Suiza que, en buena parte, no resistieron ni el rigor climático, ni las enfermedades derivadas del calor, ni la violencia de la población autóctona, que se sentía perjudicada por los privilegios que habían sido otorgados a los nuevos colonos. Entonces, el responsable del sector de Sierra Morena, Pablo de Olavide, un navarro perseguido, reveladoramente, por la Justicia y por la Inquisición; del cual Voltaire —filósofo y escritor, y figura bandera de la Ilustración— dijo que "es de los pocos españoles que sabe pensar"; reclutó, según el estudio del profesor Adolfo Hammer —de la Universidad de Córdoba— en torno a 1.000 familias catalanas y valencianas procedentes de Lleida y de Alacant, y de profesión campesina y artesana. En aquella decisión influyó mucho Antoni de Capmany, un economista barcelonés con un pasado familiar austriacista, y director de agricultura del proyecto colonizador. Capmany y Olavide serían los introductores de los catalanes y de los valencianos, convencidos de que su proverbial fama de laboriosidad y capacidad de innovar revolucionaría la economía de aquel territorio.

Mapa de las nueves poblaciones de Sierra Morena (1782) / Fuente: Real Academia de Historia

Los conserveros catalanes de Vigo

De la huella catalana en Sierra Morena no quedó ningún testimonio más que ciertos elementos del vestuario. Las fuentes revelan que, a finales de la centuria de 1700, en algunos pueblos de la sierra de Cazorla "los hombres y las mujeres visten a la catalana". La lengua se perdería rápidamente. Y los apellidos, como pasó también en Isla Cristina, serían castellanizados por los oficiales de los registros civiles a finales del siglo XIX. En cambio, en Vigo quedó una colonia de industriales, que se convertirían en la élite de la ciudad y que conservarían, cuando menos, su conciencia de origen. El año 1760 Buenaventura Marcó del Pont, de Calella (Maresme), se establecía en Bueu, en la ría de Vigo, y creaba una pequeña factoría de salazón. Era el pionero. Pasarían algunos años hasta que los pescadores del Maresme y de la Selva que disponían de capitales darían el salto hacia las Rías Bajas gallegas. Esta era la diferencia con respecto a los pescadores de la Figuereta. La emigración catalana en Galicia tenía un componente capitalista. El historiador Pierre Vilar explica que la clausura del monopolio comercial castellano con las colonias americanas (1778) generó la aparición en Catalunya de los primeros capitales desde 1714. A Marcó del Pont y sus descendientes se sumaron, a principios de la centuria de 1800, los Massó, los Puig, los Barrera, los Capont, los Romaní o los Portals, que crearían un potente entramado comercial e industrial que comprendía flotas de barcos, factorías de salazón y redes de distribución.

Vigo, rua do Principe (mediados del siglo XIX) / Fuente: Vigopedia

Los profesores Francisco López Capont y Arturo Romaní Garcia —de la Universidad de Santiago— descendientes de aquellos pioneros catalanes de la industria conservera gallega, nos revelan que su trayectoria no estuvo exenta de dificultades. La factoría de Salvador Massó Palau —originario de Blanes— establecida en el Arenal de Vigo fue repetidamente atacada y destruida por los pescadores de Cangas de O Morrazo —en el otro lado de la ría de Vigo—; que consideraban que, tanto el sistema de pesca como el de conservación que utilizaban los catalanes, rompía el equilibrio secular que habían consagrado las cofradías. Pero los conserveros catalanes resistirían y, aliados con los estamentos de poder locales a través de políticas matrimoniales que se revelaron muy efectivas, acabarían convertidos en la élite industrial y social de la ciudad. López Capont y Romaní Garcia revelan en sus estudios que los industriales conserveros catalanes pasaron a ser los promotores de los edificios más emblemáticos de la ciudad, y de los panteones más lujosos del cementerio de Pereiro; en el periodo de tiempo que Vigo pasó de ser un pueblo de 6.000 habitantes a una ciudad de 30.000 residentes; contribuyendo, de esta forma, a crear la señal de identidad arquitectónica y urbanística de la que, actualmente, es la ciudad más poblada de Galicia.

Imagen principal: Antoni de Capmany, retrato coetáneo / Fuente: Casa Lonja de Mar