La derrota catalana de 1714 y el desguace de su sistema institucional no tuvieron una única repercusión política. Semanas antes de la promulgación del Decreto de Nueva Planta (1716) —la culminación del "justo derecho de conquista"— la administración ocupante impondría un sistema tributario nuevo, superpuesto al existente, de naturaleza claramente punitiva. El Real Catastro se impuso inicialmente como una contribución de guerra, y posteriormente, como un tributo por la derrota. Sería la primera piedra del histórico espolio fiscal en Catalunya. Durante un siglo y medio, hasta su modificación en 1845, las fuentes revelan que los catalanes pagaron a la hacienda pública española hasta ocho veces más de lo que tributaban los contribuyentes de la Corona de Castilla. Se trata de unos datos que desenmascaran el falso mito de la historiografía española que, durante siglos, ha defendido que la prosperidad económica catalana de la posguerra de Sucesión (a partir de 1715) que impulsó la Revolución Industrial del siglo XIX, se debía a las pretendidamente ilustradas políticas económicas y tributarias de la administración borbónica. Catalunya, ni rica ni plena, sino sometida y castigada.
El cajón de los cuartos
También la historiografía española ha querido enmascarar el castigo fiscal en Catalunya —el espolio borbónico— como una práctica generalizada por toda Europa que consistía en liquidar las haciendas forales y centralizar los recursos. El nervio ideológico de las monarquías absolutistas de las centurias de 1600 y de 1700. Lo cierto, sin embargo, es que la obsesión hispánica para meter la mano en el cajón de los cuartos de los catalanes venía de lejos. Setenta y siete años antes de la entronización del primer Borbón hispánico (1626), el conde-duque de Olivares (ministro plenipotenciario del rey foral Felipe IV) provocó una crisis económica (1627-1640) y una revolución social (1635-1641) en Catalunya que culminaría con la guerra de los Segadores (1640-1652), en su propósito, entre otras cosas, de intervenir los recursos fiscales de los catalanes. Este detalle es muy importante, porque nos revela que hasta 1715 (promulgación del Real Catastro) las instituciones del Principado tenían la competencia exclusiva en materia de legislación y recaudación de tributos y se entendían con el poder central, en una relación bilateral para pactar las aportaciones catalanas al cajón de la monarquía hispánica.
La tributación del castigo
El sistema impositivo borbónico sería algo más que una intervención de la fiscalidad catalana, es decir, algo más que un "155" con música barroca. Por una parte, confiscó los impuestos que habían sido de la Generalitat (el estado catalán) y del Consejo de Ciento (la municipalidad de Barcelona), y los destinó a sostener el aparato represor —político y militar— borbónico. Por otra parte, fulminó el histórico sistema paccionado de aportaciones catalanas a las arcas de la monarquía. En su lugar se impuso el Real Catastro, que presupuestaría y recaudaría a conveniencia y necesidades de la monarquía que, en aquel caso, equivalía a decir las del estado hispánico. El Real Catastro gravaría sobre bienes inmuebles, ingresos derivados de la actividad profesional y no profesional y los beneficios de las actividades comerciales e industriales. Corto y raso, multiplicaría por siete la presión fiscal sobre los catalanes supervivientes a la derrota de 1714, en un país arrasado por una guerra de nueve años de duración que había causado la invalidez, el exilio o la muerte de una buena parte de la población, y la ruina de los aparatos agrario, comercial e industrial.
La tributación se multiplica por siete
Para tener una idea del impacto, solo hay que echar un vistazo a los datos que publican los profesores Agustí Alcoberro, Joaquim Albareda y Joaquim Nadal. El año 1701, cuatro años antes del estallido de la guerra, las Corts catalanas pactaron con Felipe de Borbón, previo juramento de las Constituciones catalanas, una aportación de 1.200.000 libras en seis años, a razón de 200.000 libras anuales. Catalunya rozaba los 500.000 habitantes y su economía estaba en plena fase expansiva. El año 1706, un año después del inicio de la guerra, las Corts catalanas pactaron con Carlos de Habsburgo, previo juramento de las Constituciones catalanas, una aportación de 2.000.000 de libras en diez años, a razón, también, de 200.000 libras anuales. Catalunya había superado los 500.000 habitantes y su economía había alcanzado el punto de plenitud. El año 1716, un año y pico después de la caída de Barcelona, el Real Catastro presupuestó, sin juramentos a nada ni a nadie, una recaudación de 1.473.213 libras anuales para el ejercicio en curso y para cada una de las anualidades siguientes. Se estima que Catalunya había perdido un 20% de la población y su economía estaba arruinada.
La tributación persecutoria
Para llevar a cabo este horroroso espolio, que condenó a la miseria a la sociedad catalana de la posguerra, el régimen borbónico entregó plenos poderes al ministro José Patiño, que se había ganado el dudoso prestigio de asfixiar a las clases populares extremeñas durante la guerra de Sucesión para sostener al ejército borbónico que luchaba al frente de Portugal. Patiño, nombrado superintendente de Catalunya —con la colaboración de Josep Aparisi, comerciante con conocimientos de cartografía que acarreaba graves problemas económicos desde antes de la guerra—, ordenó hacer el catastro de todo el país y encuestar a todas las autoridades del territorio con el propósito de tener un control absoluto sobre la totalidad de los recursos. Además de la tributación sobre los rendimientos, Patiño impondría una cuota fija anual sobre la población activa, con independencia del salario, de tres libras para los jornaleros agrarios y cinco para los trabajadores de los gremios. Para tener una idea de lo que eso significaba, podemos decir que un asno costaba de 12 a 18 libras; una vaca, de 18 y 24, y un caballo, de 24 a 36. Un jornalero agrario pasaba a tributar directamente al rey un cuarto de asno al año.
La resistencia
Patiño y Aparisi se valieron de una red de comisarios que ejercían la doble función de recaudación e inspección, personajes del país que progresaban económicamente a costa de la miseria de los vecinos, o extranjeros que formaban parte del aparato borbónico de dominación militar. Las fuentes documentales están rellenadas de casos de amenazas, abusos, maltratos y agresiones de estos comisarios, de forma prácticamente impune, sobre aquella parte de la población que no podía pagar, como también de casos de requisa de alimentos, herramientas, animales o maquinaria que, también impunemente, practicaban sobre aquella parte de la población que se resistía a pagar. Estos fenómenos provocaron un rechazo, transformado en resistencia que, a la vez, alimentaría una espiral de violencia. La administración borbónica, consciente de la desafección generalizada del país al nuevo régimen, detendría las revueltas con el despliegue de tropas, la obligación de alojar a los militares en casas particulares, el encarcelamiento de vecinos y autoridades municipales y la aplicación de recargos monstruosos por incumplimiento de las obligaciones tributarias. Todo, en un país agotado y arruinado.
Instrumento de dominación
El Real Catastro era una de las muchas —y siniestras— formas que tenía el régimen borbónico de advertir a los catalanes que habían perdido la guerra. El mismo Patiño había sido protagonista en el proceso de destrucción de las instituciones catalanas, y suya es la reveladora cita que dice: "Como antes todo lo judicial se actuaba en lengua catalana, se escriba en adelante en idioma castellano o latín, como ya así la Real Junta lo practica, pues se logrará la inteligencia de cualesquiera jueces españoles, sin haber de estudiar en lo inusitado de la lengua de este país". Las fuentes revelan que, entre 1720 y 1779, la tributación indirecta creció un 250%, y la total, incluida el Real Catastro, un 150%. Y cuando en 1778 el castellano Chaves (contador del ejército y provincia de Catalunya) pidió una actualización porque la recaudación le parecía insuficiente, diría: "No puede darse esperanza de adelantamiento alguno mientras subsista a las órdenes de la ciudad, manejada por sus regidores y servida por dependientes catalanes, que todos piensan de un mismo modo".