Madrid, 25 de julio de 1626. Hace 393 años. Gaspar Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares y ministro plenipotenciario de Felipe IV, decretaba la constitución de la Unión de Armas, con el propósito final de convertir, definitivamente, la monarquía hispánica en un estado unitario y centralizado. La imposición, por la fuerza y sin consenso, de la Unión de Armas revela la desconfianza de catalanes, valencianos y aragoneses al proyecto "español" de Olivares; el proyecto de las oligarquías castellanas. La Unión de Armas acabaría en un monumental fracaso y sería el origen de las revoluciones independentistas de Catalunya y de Portugal (1640).
Cuando Olivares fue nombrado ministro plenipotenciario de la monarquía hispánica (1621) se encontró con las arcas reales en precario. Y con 140.000 tercios de Castilla dispersos por toda Europa que cobraban a toro pasado. A Felipe II y a Felipe III ―abuelo y padre de Felipe IV― no les había preocupado nunca demasiado que los tercios cobraran con puntualidad. De hecho, cuando eso pasaba, los tercios se lo cobraban saqueando y masacrando a la población civil. Los Felipes confiaban en las remesas de oro y plata que, más tarde o más temprano, llegaban de las colonias. Y confiaban en que aquellos excesos ―teóricamente incontrolados― aterraban a la población civil y la disuadían ―al menos, de momento― de rebelarse nuevamente.
Pero cuando Olivares puso los pies en el Alcázar de Madrid, el oro y la plata americanos ya no llegaban con el mismo ritmo. De hecho, ya hacía veintiún años (1600) que las remesas americanas habían caído repentinamente y espectacularmente. Las nuevas circunstancias obligaban a redistribuir el gasto. Cuando menos, era lo que pensaba Olivares. Las oligarquías castellanas también lo pensaban, pero no estaban dispuestas a renunciar a los privilegios y a los beneficios derivados de aquel negocio. Desde que Carlos I (bisabuelo de Felipe IV) había aplastado la revolución de los Comuneros (1521), las oligarquías castellanas se habían convertido en el brazo ejecutor de la monarquía hispánica; y en los únicos beneficiarios de los negocios de su Imperio.
La derrota de los Comuneros castellanos (1521) había sido la gran tragedia de Castilla. Destruyó a las clases mercantiles y populares y marcó el futuro de Castilla. Incluso se puede afirmar que la realidad actual de Castilla ―y, por extensión, de la España actual de fábrica castellana― es el resultado de la derrota de aquella revolución. La monarquía hispánica y las oligarquías castellanas consagraron una alianza que explotaba en exclusiva los beneficios del edificio imperial hispánico. Las aventuras imperiales se pagaban, exclusivamente, con los metales americanos. Y los beneficios ―en la forma que fuera― se repartían, exclusivamente, entre los elementos de aquella alianza.
Y a Olivares no se le ocurrió otra cosa que mantener los privilegios de los beneficiados (el coto castellano en la provisión de cargos políticos, militares y eclesiásticos, es decir, en el control del negocio), pero repartir el gasto (imponer un reparto al resto de países de la monarquía hispánica). En este punto es importante destacar la definición que Juan de Solórzano ―un prestigioso de la época― había hecho de la monarquía hispánica: “Los reinos se han de regir, y governar como si el rey que los tiene juntos, lo fuera solamanente de cada uno de ellos”. Era el aeque principaliter de la unión dinástica de los Reyes Católicos (1469) y era el principal obstáculo que Felipe IV y Olivares se proponían liquidar.
El aeque principaliter fue la verdadera piedra de toque de la política de Olivares. El año anterior al Decretazo (1625), Felipe IV convocó a cortes ―y por este orden― a aragoneses, valencianos y catalanes. En aquellas cortes se les informó de que el nuevo plan de la monarquía hispánica consistía en repartir el principal gasto de la corona: de los 140.000 soldados hispánicos, Castilla tendría que aportar 44.000; Catalunya, Portugal y Nápoles, 16.000 cada país; los Países Bajos hispánicos, 10.000; Milán, 8.000; y el País Valencià, Mallorca, Cerdeña y Sicilia, 6.000 cada territorio. Navarra quedaba exenta. Pero que eso no significaba la desaparición del coto castellano en el control del negocio.
Aragón y el País Valencià no aprobaron el proyecto de Olivares. Se limitaron a conceder un "donativo" del todo insuficiente que permitiría sostener 1.000 tercios anuales durante un quinquenio. Y los catalanes, ni eso. Le dijeron a Felipe IV que ni harían levas, ni le entregarían dinero si no juraba las Constituciones de Catalunya, es decir, si no garantizaba el aeque principaliter. Esta postura se explica por la desconfianza de los catalanes al aparato político de Felipe IV. Es decir, en la parte oculta del proyecto, Olivares blindaba cargos y privilegios a unas oligarquías ávidas de unificar el imperio con el objetivo primero de incrementar su poder y el propósito segundo de ocultar la colosal corrupción.
El año 1626 todavía coleaban los escándalos de corrupción que habían dejado en precario la monarquía hispánica. Especialmente el caso Lerma y Franqueza. Se puede decir que Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma y ministro plenipotenciario antecesor de Olivares, y su secretario Pedro Franqueza son los inventores del fenómeno de la burbuja inmobiliaria. Con el uso de información privilegiada y con el concurso de una sórdida y extensa red de beneficiados, oportunamente situados en la corte, el entramado de corrupción y especulación Lerma-Franqueza se había convertido en la segunda fortuna patrimonial del edificio político hispánico. Rivalizando por el liderato con la corona.
Pero también había otro motivo que justificaba la postura catalana, y la aragonesa y la valenciana: la chulesca respuesta de las oligarquías castellanas a la crisis hispánica. El año 1614, en plena ola de corrupción y con las remesas de metales americanos en caída libre, el funcionario cortesano y escritor Baltasar Alamos de Barrientos (autor del Tácito español) proclamaba: “En otras monarquías todos los miembros contribuyen para la conservación y grandeza de la cabeza y naturales de ella (referido a Castilla y, particularmente, a las oligarquías castellanas), como es justo...; y en la nuestra es la cabeza la que trabaja y da para que los demás miembros se alimenten y duren”.
Aquella ideología fue oportunamente travestida y divulgada apelando al sentimiento nacional de las clases populares castellanas. Las oligarquías se sirvieron de las figuras más populares, como Quevedo ―el gran propagandista a sueldo del régimen― que publicaba: “En Navarra y Aragón, no hay quien tribute un real; Cataluña y Portugal son de la misma opinión; solo Castilla y León, y el noble pueblo andaluz, lleva a cuesta la cruz”. Curiosamente, Andalucía estaba inmersa en un paisaje de extrema conflictividad provocada por las brutales desigualdades sociales y económicas que había impuesto el sistema latifundista castellano. Un tema que no era del interés de Quevedo, ni de quien lo pagaba.
Las proclamas de los autores del Tácito español y de El Buscón no eran más que la propaganda ideológica de las oligarquías castellanas. Las mismas que habían arruinado a la sociedad castellana y habían convertido el país en la versión postmedieval del filme contemporáneo Los Santos Inocentes. En cambio, el paisaje económico y sociológico catalán era radicalmente diferente. Desde la Revolución Remensa (1486) ―que a diferencia de los Comuneros se había saldado con una ajustadísima victoria popular―, Catalunya había duplicado población y cuadruplicado producción: se había transformado en una sociedad próspera, formada por una extensísima masa de pequeños propietarios agrarios y menestrales.
Felipe IV se marchó precipitadamente de Barcelona sin cerrar las cortes, es decir, sin alcanzar ningún acuerdo. Y acabaría cumpliendo la amenaza de Olivares: o Unión de Armas o alojamientos forzosos. En 1635, en caída libre, Felipe IV daba una patada hacia adelante y declaraba la guerra a Luis XIII de Francia. Y Olivares situaba el principal frente de guerra en los Pirineos catalanes. Catalunya, con 500.000 habitantes, tendría que soportar la carga de 40.000 tercios extranjeros alojados en las casas particulares, que durante cinco años (1635-1640) se librarían al robo, al saqueo, a los incendios, a las violaciones y a los asesinatos; como lo habrían hecho en cualquier territorio enemigo.
No obstante, el fracaso político de Olivares queda patente en una carta que, en 1638, le envía a Dalmau de Queralt, virrey hispánico en Catalunya, para justificar los crímenes de los tercios sobre la población civil: "Cataluña es una provincia que (...) si la acometen los enemigos, la ha de defender su rey sin obrar ellos de su parte lo que deben ni exponer su gente a los peligros. Ha de traer ejército de fuera, le ha de sustentar, ha de cobrar las plazas que se perdieren, y este ejército, ni echado el enemigo ni antes de echarle el tiempo que no se puede campear, no le ha de alojar la provincia... Que se ha de mirar si la constitución dijo esto o aquello, y el usaje cuando se trata de la suprema ley”.
Catalunya sería la tumba de Olivares. En junio de 1640, estallaba la Revolución de los Segadores. En septiembre de 1640, Catalunya firmaba una alianza internacional con Francia. En noviembre de 1640, Portugal proclamaba su independencia. En enero de 1641, Pau Claris ―president de la Generalitat― proclamaba la I República catalana. Y en enero de 1643, Felipe IV lo destituía y lo desterraba. Pero la cultura punitiva que había cultivado quedaría plenamente arraigada en la cultura política hispánica. En noviembre de 1659, su sobrino y sucesor Luis de Haro, amputaba Catalunya y entregaba los condados del Rosselló y la Cerdanya a la monarquía francesa.