Barcelona, 6 de agosto de 1914. Enric Prat de la Riba, líder de la Lliga Regionalista y presidente de la Diputació de Barcelona, proclama la constitución de la Mancomunitat de Catalunya, la federación voluntaria de las cuatro diputaciones catalanas. El precedente del autogobierno. Prat de la Riba, primer presidente, en el discurso inaugural proclamaba que la misión de la Mancomunitat era “recuperar la capacidad de gestión de las antiguas Corts catalanas” y de forma prioritaria “dotar todos los municipios de su escuela, de su biblioteca, de su teléfono y de su carretera”, en un momento en que muchos pueblos del país no tenían, todavía, ninguno de estos equipamientos. Las escuelas primarias, las bibliotecas y las Escuelas Profesionales y Escuelas Técnicas respondían a una demanda social, cultural y empresarial que proyectaba situar Catalunya en los estandartes educativos y profesionales europeos. Una obra gigantesca impulsada con recursos muy limitados —pero con una gran determinación política y una gran dosis de imaginación para salvar los obstáculos— que, diez años más tarde (1924) y en pleno crecimiento, sería la primera víctima del régimen dictatorial de Primo de Rivera.

Antes de la Mancomunidad

El año 1914 Catalunya ya había abrazado plenamente la Revolución Industrial. Las chimeneas de las fábricas habían suplantado los campanarios de las iglesias como elementos destacados del skyline de las ciudades. Y las sirenas de las fábricas habían desplazado las campanas parroquiales en la misión de marcar las jornadas laborales. Pero estas alteraciones no habían repercutido positivamente sobre las condiciones de vida de las clases populares. Las calles y las plazas de los grandes centros industriales del país (Barcelona, Sabadell, Terrassa, Reus, Lleida, Mataró, Tarragona, Girona, y Manresa) eran charcos de miseria y conflictividad. El amontonamiento habitacional, la falta de higiene, la desnutrición y las enfermedades (la tuberculosis, el alcoholismo y las venéreas, sobre todo) causaban estragos. Y a todo eso se sumaba el analfabetismo —o en el mejor de los casos el deterioro de la poca cultura adquirida en la escuela— mientras el sector secundario se había convertido en el protagonista de la actividad económica del país y reclamaba la formación y la incorporación de obreros y de técnicos especializados que transportaran la industria catalana hacia la Segunda Revolución Industrial.

En aquel 1914, hace escasamente un siglo, la tasa de analfabetismo era del 60%. El Estado español había desarrollado tarde y mal el sistema de instrucción pública y las diferencias de alfabetización con respecto a los países de la Europa Occidental eran abismales. La escuela pública (el elemental) era la suma de los resultados de un panorama político dominado por el caciquismo y de un escenario social carcomido por la miseria. Falta de maestros, usos precarios de técnicas pedagógicas, carencias económicas y necesidad del trabajo infantil, habían fabricado un cóctel letal que perpetuaba el analfabetismo. La escuela privada, instaurada por las órdenes religiosas, no ofrecía mejores condiciones. Y las academias privadas, creadas por iniciativa particular de algunos maestros, intentaban, como podían, cubrir aquellos déficits. Con este cuadro resulta fácil imaginar que la educación superior era, todavía, patrimonio exclusivo de las clases privilegiadas. Para los hijos de las clases populares los estudios universitarios eran una quimera. El acceso universal a la cultura y a la capacitación profesional, con el objetivo de formar cuadros técnicos, se convertirían en la piedra angular de la política de la Mancomunidad.

El desafío de Prat de la Riba

Para hacer realidad el proyecto de la Mancomunitat, Prat de la Riba y su gobierno se inspiraron en los principios de la Escola Nova, que había postulado la reconocida pedagógica, feminista y humanista italiana Maria Montessori. La Escola Nova, conocida también como educación democrática, era un movimiento que repensaba el sistema educativo desde los fundamentos y lo entendía no como un proceso reglado de instrucción sino como un ambiente de libertad —de exposición y de debate de ideas— que favorecía el aprendizaje de las materias y la formación humana y técnica de los alumnos. En 1914 se creaban las Escoles d’Estiu para formar a los maestros en activo en las innovaciones pedagógicas. En 1915 la Mancomunidad inauguraba en Barcelona su primera Escola Montessori que, a diferencia del sistema de instrucción estatal, impartiría la enseñanza en catalán. Y en 1919 se ponía en funcionamiento la Escola Normal, una institución de formación pedagógica destinada a proveer las escuelas. Formación, modernidad, libertad, democracia y cultura catalana sería el eje principal de aquel proyecto que, poco a poco y con mucha determinación, se iría extendiendo por el conjunto del país.

El segundo peldaño de aquella innovadora escalera sería la creación de escuelas de capacitación profesional y escuelas técnicas, que implementarían las técnicas académicas y científicas más modernas e innovadoras y que impartirían las materias en catalán. Otra vez el eje formación-modernidad-libertad-democracia-cultura catalana. La Mancomunidad asumiría la coordinación de las Escuelas Técnicas creadas en los años precedentes a iniciativa de la propia sociedad.  Al Elemental del Trabajo, de Ingeniería Industrial, de Directores Técnicos de Industrias Textiles, de Blanqueo (no de capitales), de Tintorería, de Estampación y de Curtiduría de Pieles, se sumarían la creación, durante el gobierno de la Mancomunitat, del Instituto de Química Aplicada, el de Orientación Profesional y de las escuelas de Altos Estudios Comerciales, de Industrias Mecánicas y de Directores de Industrias Químicas y de Industrias Eléctricas, absolutamente necesarios para dar atención a la multisectorialidad de la industria catalana y para garantizar el viaje hacia la Segunda Revolución Industrial.

La crisis como argumento recurrente

El final de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) sumió el Estado español en una profunda crisis de naturaleza estructural. El esquema económico español, fundamentado en la neutralidad política durante el conflicto mundial, se revelaba del todo inútil en un nuevo escenario de paz. La huelga de La Canadiense (1919), que haría de Catalunya el primer país de Europa en alcanzar la jornada laboral de ocho horas, ponía de relieve la fuerza de un movimiento obrero cohesionado y potente que dispararía todas las alarmas en la tradicional pinza formada por los elementos más reaccionarios de la sociedad catalana y las oligarquías agrarias y bancarias españolas. Puig i Cadafalch, líder de la Lliga Regionalista y presidente de la Mancomunitat desde la prematura muerte de Prat de la Riba (1917), mantuvo firme el timón, a pesar del escenario de violencia —alimentado por las cloacas del Estado— que alcanzaría el punto culminante con los asesinatos del abogado laboralista Francesc Layret (1920), y del dirigente sindical Salvador Seguí,“el Noi del Sucre” (1923), y las detenciones, deportaciones y encarcelamientos masivos de activistas obreros, condenados con juicios sin garantías procesales.

En este escenario de crisis y violencia, en buena parte fabricado a propósito y que se conoce como “los años del pistolerismo de la patronal”, se produjo el golpe de estado (1923) del general Primo de Rivera, capitán general de Catalunya, con el visto bueno entusiástico del rey Alfonso XIII, de una parte de la alta burguesía catalana y de las oligarquías agrarias y bancarias españolas. La pinza reaccionaria. El golpe de estado se traduciría con la inmediata disolución de las Cortes españolas y con la intervención de la Mancomunitat de Catalunya. Puig i Cadafalch y Cambó, que en aquellos momentos compartían el liderazgo de la Lliga Regionalista, aunque inicialmente habían confiado en Primo de Rivera —convencidos de que el golpe de estado era una operación regeneracionista—, acabarían excluidos del nuevo orden político. Primo de Rivera, que reveladoramente conservó el cargo de capitán general de Catalunya, destituyó Puig i Cadafalch y nombró en su lugar al militar Carlos Lossada Cantenac, de origen catalán, con la misión concreta de desbaratar toda la estructura de gobierno y toda la obra política de la Mancomunitat.

El desbaratamiento de la escuela catalana

Lossada, un militar que había ganado las medallas en las guerras de las colonias y que vivía instalado en un pasado de apolilladas glorias imperiales, se reveló, a pesar de su corta estancia, como un eficaz elemento para aplicar el decálogo del nacionalismo español. La Mancomunitat había creado un sistema educativo moderno e innovador presidido por el eje formación-modernidad-libertad-democracia-cultura catalana que chocaba frontalmente con la idea atávica y eterna de España que lideraban las oligarquías agrarias y bancarias españolas. A propósito del debate en las Cortes españolas del proyecto de Estatut d'Autonomia catalán (1920) que contenía el artículo que oficializaba la lengua catalana para, entre otras cosas, dar plena cobertura jurídica a la enseñanza en catalán, que ya se llevaba a cabo en las escuelas de la Mancomunitat, Milans del Bosch —otro elemento que tendría un protagonismo destacado en el golpe de estado de 1923 y la posterior represión— publicó en un rotativo de Madrid que “en vez de elevar a esos analfabetos al nivel de la cultura española, si se da auge al catalán, se rebajará la cultura en Cataluña al nivel de la que tienen sus rabadanes”.

Desbaratar la red educativa de la Mancomunitat sería la prioridad del golpista Primo de Rivera y su régimen dictatorial. Siempre con la complicidad entusiástica de la pinza reaccionaría (monarquía, oligarquías españolas, alta burguesía catalana), que se resumía en la máxima del propio Primo de Rivera: “la labor de la Mancomunidad ayudaba a deshacer la gran obra nacional”. Una curiosa y reveladora cita que ponía de relieve el conflicto entre modernidad y eternidad, entre innovación y atavismo y entre políticas sociales e intereses de clase; que ilustraban claramente cual era el posicionamiento de la Mancomunitat de Catalunya —de la sociedad catalana— y la del gobierno de España —de las oligarquías dominantes. La lengua catalana y el modelo de escuela catalana fueron el blanco principal, el objetivo prioritario a destruir, de un nacionalismo español reaccionario, clasista, antisocial, atávico y apolillado instalado en los contravalores de un pasado de supremacía e imperialismo que no admitía otra arquitectura de España que la propia, a pesar de los costes sociales, políticos y económicos, y la hipoteca de futuro que comportaban.

La caza de brujas

Lossada sería sustituido poco después por otro personaje siniestro y reaccionario. Alfons Sala Argemí, un furibundo anticatalanista y antiobrerista ávido de poder, completaría la misión de desbaratar la Mancomunitat. Sala, con el apoyo de las autoridades gubernativas de Madrid y el aparato policial y militar del Estado español, iniciaría y completaría un terrible proceso de depuración —una auténtica caza de brujas— contra los maestros y pedagógicos más implicados en la obra educativa de la Mancomunitat. Durante el bienio 1924-1925 se abrieron centenares de expedientes disciplinarios contra maestros, pedagogos y gestores que acabaría con centenares de despidos, sanciones económicas e inhabilitaciones para ejercer la docencia o la dirección de centros educativos. La dictadura de Primo de Rivera —y de Alfonso XIII, no lo olvidamos— depuró y desnaturalizó la escuela catalana, vista como una amenaza en su idea de España y, en ares del patrioterismo españolista —o sea, de los intereses de las clases privilegiadas— la cubrió por el oscuro atavismo doctrinario que imperaba en un sistema educativo que censaba un 60% de analfabetismo.