Fuerte Saint-Augustine (colonia británica de Florida), 26 de junio de 1768. Hace dos siglos y medio, llegaba al puerto del fuerte un contingente de 1.500 menorquines. Una semana más tarde desembarcaban en New Smyrna, el primer emplazamiento (situado 100 kilómetros en el sur de Saint-Augustin), y se convertían en la colonia europea más numerosa hasta entonces que, de golpe, llegaba a Norteamérica. Solo para poner un ejemplo, los menorquines de Florida multiplicaban por dieciséis el mítico contingente de los pioneros del Mayflower (1620).
Los minorquians (voz inglesa que se refería al colectivo catalanohablante de la Florida británica) escribirían una de las páginas más trágicas y épicas a la vez de la historia de los Estados Unidos. Fueron los primeros y únicos esclavos blancos y europeos —cuando menos, tratados como tales— de las trece colonias británicas del nuevo continente. Caminaron la primera Marcha por los Derechos Civiles de la historia americana. Y en Saint-Augustine forjaron la primera y única ciudad mayoritariamente catalanohablante de los Estados Unidos.
La historia de los minorquians empieza a inicios de 1768. Poco antes, la corona británica había concedido al médico y científico escocés Andrew Turnbull un paraje yermo de unos 100.000 acres (el equivalente en la superficie de Menorca) a la Florida. La idea inicial de Turnbull era emplazar colonos griegos que vivían bajo la dominación del imperio otomano. Su esposa, Maria Gràcia Dura, era originaria de Esmirna, un puerto del mar Egeo poblado por griegos y dominado por los turcos. Y eso explica el nombre del emplazamiento: New Smyrna.
Pero aquel proyecto chocó con la oposición frontal de las autoridades otomanas, que no estaban dispuestas a abrir la puerta del éxodo a uno de los colectivos más dinámicos de su imperio. Turnbull, lejos de desanimarse, acudió a Sir Richard Lyttelton, gobernador británico de Menorca. En este punto hay que aclarar que Menorca era una posesión británica desde que en 1706, al inicio de la Guerra de Sucesión hispánica (1705-1715), había sido ocupada por los ejércitos de la alianza internacional austriacista.
A diferencia de lo que había pasado en Esmirna, Lyttelton no solo autorizó los planes de Turnbull sino que, incluso, colaboró. Desde la ocupación de 1706 la administración británica había impulsado medidas modernizadoras que habían revolucionado el aparato económico tradicional, pero que, a la vez, habían creado un problema demográfico. La 1768 Menorca superaba a los 30.000 habitantes (un tercio del censo actual) que, en aquel contexto histórico, marcaba claramente el techo poblacional de la isla.
Naturalmente había una parte de la población que había quedado al margen de aquella inercia de progreso. Era la capa más humilde de la sociedad, formada por jornaleros de la tierra y de los oficios, el equivalente a la clase obrera actual. Sería la que, por razones obvias, engrosaría el proyecto Turnbull. Las condiciones iniciales eran —en aquel contexto histórico-— muy tentadoras: tres años de trabajo en la finca que, a vencimiento, se remuneraban con la propiedad de una vivienda y de una parcela de terreno de unos 200 acres (unas 8 hectáreas).
Lo que parecía una gran oportunidad se revelaría como una trágica estafa. El trayecto entre Menorca y Florida fue el anticipo de la tragedia. Turnbull amontonó 1.500 personas en un espacio donde no cabía ni la mitad de aquel pasaje. La larga travesía y las malas condiciones se convirtieron en un cóctel letal: 150 muertos. Pero lo peor todavía tenía que llegar. Cuando tocaron tierra, se dieron cuenta de que Turnbull no había cumplido la parte inicial del trato: ni había deforestado los terrenos, ni había construido las casas.
Los menorquians tuvieron que partir de cero en unas condiciones durísimas: la primera cosecha que aseguraría la alimentación de aquellas 300 familias pioneras no llegaría hasta pasados unos meses. En todo eso se sumaría la difícil adaptación a unas condiciones climáticas subtropicales muy adversas al organismo de aquellos pioneros: las enfermedades propias de una zona calurosa y húmeda y las añadidas por la infralimentació. Y, por si no era suficiente, los maltratos de los capataces: lo peor de cada casa británica.
Las fuentes documentales revelan que los minorquians fueron, prácticamente, transformados en esclavos. Turnbull no cumplió ninguna de las condiciones previamente pactadas y documentada. Aprovechó el aislamiento y la lejanía de New Smyrna para convertir aquel asentamiento en un infierno. En una plantación de esclavos. Los minorquians no solo tuvieron que deforestar los terrenos, secar las albercas, allanar las fincas y construir las viviendas, sino que Turnbull les cobraba los alimentos prorrogando el plazo del contrato.
Los maltratos merecen un capítulo aparte. Son centenares los casos de maltratos documentados. Probablemente uno de los más chocantes es el de una pionera llamada Paula Llorens. Relatan que: "Un capataz quería yacer con Paula. Cuando ella se negó, el capataz la miró de hito en hito y le dijo 'lo pagarás', y acto seguido la molió a palos. Ella le imploraba 'señor, no me peguéis que estoy encinta'. Pero el capataz no se detuvo hasta que ella casi no respiraba. Tres días después, Paula dio a luz a un niño muerto".
El año 1777, pasados nueve años de la llegada a New Smyrna, tres miembros de la comunidad minorquian se escaparon de la finca Turnbull. Por tierra ignota, siguiendo la línea de la costa, hasta Fort Saint-Augustine, consiguieron entrevistarse con el gobernador británico Patrick Tonyn y le relataron el infierno de New Smyrna. Tonyn, asustado, ordenó una inspección en la finca de Turnbull que resultaría demoledora: dejó en suspensión la concesión de las tierras y decretó la libertad de los minorquians.
No quedó nadie. De los capataces no hay ningun noticia. El que sí que se sabe se que los seiscientos supervivientes de New Smyrna, a pesar de la dura experiencia vivida, decidieron no volver a Menorca. Iniciaron un éxodo hacia Fort Saint-Augustine, la capital de la colonia, que el profesor Philip Rasico —miembro fundador de la North American Catalan Society y uno de los académicos que más exhaustivamente ha estudiado el fenómeno minorquian- llamaría la primera Marcha por los Derechos Civiles de la historia de los Estados Unidos.
El gobernador Tonyn se comprometió a acoger los minorquians en las afueras del Fuerte Saint-Augustin. Solo les imponía la condición de crear una comunidad estable. La primera y única ciudad mayoritariamente catalanohablante nacía en los alrededores del actual cementerio católico de Tolomato. Y es precisamente esta necrópolis la que nos revela la rápida progresión demográfica y económica de la comunidad catalanohablante de la ciudad. La práctica totalidad de sus tumbas pertenecen a los minorquians del siglo XIX.
Las lápidas de Tolomato nos dibujan una comunidad que habría sido formada por un mínimo de cuarenta estirpes minorquians: Alemany, Andreu, Arnau, Bagués, Baya, Bonet, Bonelli, Cànova, Capella, Capó, Carrera, Casanovas, Caulas, Fallani, Famanias, Genovar (o Genovès), Hernàndez, Joaneda, Leonardi, Llambiàs, Llorens, López, Manuci, Mercadal, Mestres, Pellicer, Perpaul, Pomar, Pons, Reys, Rogero (o Rogeró), Sabaté, Salom, Seguí, Serra, Sintes, Usina (o Alzina), Vens (o Vents), Vila y Vilallonga.
Según el profesor Rasico, el catalán de Florida fue la lengua habitual de las calles y de las plazas de Saint-Augustine hasta el año 1900. Durante aquel siglo largo —entre 1777 y 1900— los minorquians pasaron de la condición de súbditos de la corona británica a la española durante un corto espacio de tiempo (1781-1821), hasta que el rey Fernando VII (en la enèsima quiebra económica hispánica) vendió la colonia en los Estados Unidos. Desde 1821 hasta aproximadamente el año 1900 sería la ciudad catalanohablante de los Estados Unidos.
También según el profesor Rasico, actualmente un 30% de la población de Saint-Augustine tiene una raíz menorquina. Es un porcentaje muy respetable en una ciudad que se ha convertido en un destino residencial de jubilados (de los que cobran una pensión, naturalmente) del resto del país. La lengua de Saint-Augustine —la variante dialectal más occidental del dominio lingüístico catalán— desapareció devorada por el inglés, como han desaparecido tantas lenguas nacionales en la corta historia de los Estados Unidos.
Pero en cambio no ha desaparecido la conciencia de identidad. Los descendientes de los minorquians conservan la cultura gastronómica de sus antepasados: la formatjada —adaptada al paladar norteamericano— es el elemento más popular. Como también han conservado la tradición musical: las canciones populares menorquinas —cantos en un catalán con un pintoresco acento cow-boy— son presentes en todas las celebraciones familiares, especialmente cada 26 de junio, el aniversario de la llegada de aquellos pioneros catalanohablantes. De eso ya hace más de 250 años.