Zalamea de la Serena (Extremadura-Corona Castellano-Leonesa), 18 de agosto de 1492. Antonio de Nebrija completaba su Gramática de la lengua castellana y proclamaba "la lengua fue siempre compañera del Imperio". Trece años antes (1479) la sociedad política formada por los Reyes Católicos había inaugurado la unión dinástica de los dos principales dominios peninsulares. Pero Nebrija, persona del entorno de Isabel la Católica, no inventaba nada. En aquel contexto de difíciles equilibrios entre Barcelona y Toledo, simplemente ponía de relieve el nervio ideológico del dibujo castellano de España: convertir la lengua en un instrumento al servicio de un proyecto político. Por obra y gracia de la cancillería de Isabel, el castellano fue renombrado como español y, con la religión, se los presentó como elementos indispensables para superar la unión dinástica y culminar el proyecto de unificación social, política y cultural.
¿Por qué el castellano, y no el catalán o el gallego?
El año 1492 el castellano no era, ni mucho menos, la lengua mayoritaria en los dominios de la monarquía hispánica. A nivel popular era una lengua totalmente desconocida en Catalunya, País Valencià, Illes Balears, Galicia, Asturias y en la mitad oriental de Andalucía. Tan sólo era en parte conocida en León, en Aragón, en Navarra y en Euskadi. Y dentro de su dominio lingüístico estaba fragmentada en dialectos tan diferenciados que un ganadero manchego podía tener muchas dificultades para entenderse con un comerciante andaluz. Esta sería una de las causas que explican la Gramática de la lengua castellana de Nebrija: poner orden y unificar criterios. Pero en cambio, el castellano palatino era el elemento común —materno o adquirido— de un poderosísimo lobby medieval —una potente comunión de intereses personales y familiares— que gravitaba en torno a aquella rama de los Trastámara que, décadas antes, se habían sentado en los dos principales tronos peninsulares. Cuando menos, de una parte importante de aquel lobby.
La balanza se inclina
La elevación del castellano a la categoría de lengua del poder y de la cultura no se explica sin la durísima lucha entre las dos familias del lobby Trastámara: las oligarquías latifundistas castellanas del partido de Isabel versus las clases mercantiles catalano-valencianas del partido de Fernando. Aquella guerra sorda no tenía la lengua como elemento en disputa, pero sí la supercategorización del castellano; y —coincidiendo en el tiempo— la creación de un nuevo relato, totalmente impostado, que ocultó la participación catalano-valenciana en la empresa americana revelan que la balanza se había inclinado a favor del partido de los Torquemada (inquisidor general), Nebrija (la lengua y el imperio) o Fernández de Bobadilla (el juez que encarceló a los Colón). Curiosamente, estos tres paradigmáticos personajes tenían en común la lengua, la adscripción al círculo de amistades de Isabel, y el repudio —público y notorio— a sus orígenes culturales y familiares judíos.
Los Borbones no inventaron nada
Felipe V, el primer Borbón hispánico, es también el primer rey de España. Este detalle no es una cuestión anodina: Felipe V culmina a sangre y fuego el proyecto de Torquemada, Nebrija y Fernández de Bobadilla. En este caso “por justo derecho de conquista”. Entre Felipe V (1707) y Fernando VII (1808), el castellano fue impuesto por la fuerza —y como lengua única— en la escuela, en la justicia, en el teatro, en los oficios religiosos, en los actos comerciales, en la administración y en las publicaciones. La unidad nacional española, la divisa del régimen borbónico, personificada en la figura de un rey absolutista, se fundamentaba en la arquitectura de una España dibujada por el poder castellano: las oligarquías latifundistas herederas ideológicas del partido de Isabel la Católica. Claramente contrapuesta a la tradicional idea catalana de España, la que representa Rafel Casanova, en 1714, cuando en la defensa de Barcelona clama: "per la llibertat dels pobles d’Espanya” —en plural y en catalán.
¡Viva la Pepa!
Un siglo de prohibiciones y persecuciones no habían acabado con la lengua catalana. Ni siquiera se había producido la castellanización (es decir, la españolización castellana) de las élites dirigentes del país. Pero sí se había producido una transformación estética de la ideología castellana de España: el liberalismo español (la versión castiza y cañí del jacobinismo revolucionario francés), imaginó la patria española (en su versión castellana) como la única y verdadera madre de sus hijos. En Cádiz, el año 1812, las oligarquías antibonapartistas que proclamaron la Pepa (la primera Constitución española), acusaban de rústicos y de iletrados a sus compañeros catalanes, valencianos y mallorquines por su escaso conocimiento del español. En cambio, en Barcelona, también en 1812, el superprefecto francés Argereau (Catalunya había sido incorporada al Imperio francés) restauraba la oficialidad de la lengua catalana.
"¡Arriba España!"
Por mucho que les pese a unos cuantos, la Pepa es la madre del nacionalismo español. Durante el siglo XIX los gobiernos liberales españoles dictaron tantas leyes de imposición del castellano como lo había hecho el régimen absolutista borbónico durante el siglo anterior. El castellano, con una idea renovada de españolidad, fue reforzado como lengua del poder y de la cultura; y, en aquel paisaje de pretendido liberalismo, fue consagrado como la única lengua posible de la patria. En aquel salto cualitativo, los militares tuvieron mucho que decir: la expresión ¡Arriba España! de la etapa franquista (1939-1975) no es más que la evolución histórica del precedente ¡Arriba el Rey!, que utilizaban los soldados borbónicos que combatían la resistencia catalana en 1714, o los soldados realistas que combatían a los ejércitos independentistas americanos durante las primeras décadas del siglo XIX. Por razones obvias, nunca el catalán, el euskera o el gallego fueron una lengua del ejército español.
"... y viva Franco"
Y también, por mucho que les pese a unos cuantos la Pepa es la abuela del fascismo español, en la medida en que el nacionalismo español es el padre del fascismo español. El año 1939, completada la ocupación franquista de Catalunya, la primera ley que dictó el nuevo régimen fue la de prohibición del uso público del catalán. En aquel contexto, sin embargo, curiosamente se reprodujeron —con las lógicas distancias cronológicas— ciertos esquemas de la época de Nebrija que dejarían curiosísimas anécdotas. Aquella guerra sorda entre franquistas catalanes y el núcleo duro del régimen, no se entregó en el campo de la lengua, pero sí que la progresiva intensidad de la persecución tenía una relación directa con aquella escalada de tensión. No hay que olvidar que muchos catalanes que se habían sumado a la rebelión franquista —y que se habían convertido en el brazo civil del régimen en Catalunya— procedían del sector más conservador de la extinta Liga Regionalista.
"Si eres español, habla español".
Ramon Serrano-Súñer, el número dos del régimen y conocido popularmente como el "cuñadísimo", lo intentó parar, y en un consejo de ministros (1939) propuso mantener la oficialidad del catalán, oficialmente con el objetivo de ganar a los catalanes a la causa franquista, y extraoficialmente con el propósito de beneficiar a la gente de Cambó. El cuñadísimo había nacido en Cartagena, pero había pasado todos los veranos de la infancia y de la juventud en Gandesa, en casa Sunyer —su familia materna—, y conocía muy bien el paisaje sociológico catalán. Sobre todo el carlista. Franco y su núcleo duro lo resolvieron con un golpe de ideario: “La unidad nacional la queremos absoluta; con una sola lengua, el español; y una sola personalidad, la española”. Al mismo tiempo las grandes ciudades del país fueron invadidas por una campaña propagandística que proclamaba "Si eres español, habla español" (grafitis, carteles en vía pública y en locales privados y anuncios en prensa).
“Perros catalanes, no merecéis ni el sol que os ilumina"
Aquella guerra soterrada dejó también otras anécdotas: en la primera misa que se celebró en la catedral de Tarragona después de la ocupación franquista de la ciudad (enero de 1939), el canónigo castellano José Artero amenazaba desde el púlpito: “Perros catalanes, no os merecéis ni el sol que os ilumina". Y en Reus, el alcalde Josep Amézaga Botet, nombrado personalmente por Franco, era cesado fulminantemente (junio de 1939) por el gobernador civil de Tarragona, el coronel Machado Méndez, acusado de reaprovechar unos "estadillos" de la época republicana imprimidos en catalán. Son sólo dos entre miles de anécdotas. No obstante, algo debió de quedar del intento de Serrano-Suñer, o de la capacidad de maniobra del carlismo catalán. El régimen franquista confirmaría la categoría de "lengua nacional" que el castellano había ganado con los gobiernos liberales del XIX, pero toleraría el uso del catalán de puertas hacia dentro, allí donde no ilumina el sol.
"... que sea la última vez que ocurre"
Y esa idea se ha transportado hasta la actualidad. Oportunamente trasvestida de liberalidad, modernidad y universalidad. Cuando menos, a propósito de unas declaraciones recientes del presidente de la Cámara de Barcelona, es lo que se desprende del tuit de un político que en Francia deporta a los gitanos y en la capital catalana decide mayorías. Un recorte de Solidaridad Nacional, el órgano de prensa del régimen franquista en Barcelona (edición del 13/04/1939), titulado "Una queja" —y que parece el relato de un chiste malo— resulta muy ilustrativo. Se explica que dos "camaradas" van a misa en Anglesola (Urgell) y se marchan sin haber entendido nada porque el rector ha oficiado en catalán. El articulista se desata "pueden hablar particularmente como las plazca (...) pero en actos públicos (...) en la que haya (...) gente [no] docta en el dialecto, es un acto contra la cultura y contra la educación expresarse en catalán (...) Y culmina amenazando: "que esta sea la última vez que ocurre cosa semejante".