El cambio del primer al segundo milenio llegó como pudo. Para empezar, la ausencia de un calendario único impidió la celebración -urbi et orbi- de las uvas y las campanadas. El año 1000 de la era cristiana tuvo una longevidad inusual y especialmente pesada. Y para acabar, el mito del fin del mundo -repetido profundamente desde que la humanidad tiene la capacidad de crear fantasías- encontró el terreno abonado a medida que los calendarios se preparaban para alcanzar la cifra mágica. Las cosas no han cambiado demasiado, y en la historia reciente, pudimos celebrar al unísono la llegada del 2000, pero en cambio no supimos ahorrarnos los mitos apocalípticos. Aquellos que explicaban el fin del mundo causado por el colapso que la cifra mágica tenía que provocar en las tecnologías. Una evidencia, si se quiere, que en el año 1000 aquellas sociedades no eran tan distintas como imaginamos. La cuestión reside en saber cómo se organizaban. Políticamente. Y cómo se proyectaban. Territorialmente. En un tiempo que hace bueno el dicho catalán "cada terra fa sa guerra".
¿España o Hispania?
La respuesta a la pregunta del titular es no. Rotundamente no. Lo que sí que existía era Hispania, pero no como una idea de nación, sino como un concepto físico referido al conjunto de territorios peninsulares. Hispania era un equivalente a "Península Ibérica". Un término puramente geográfico -creado por los romanos- para referirse al subcontinente situado en el extremo del mundo conocido. Lo que para nosotros puede significar, por ejemplo, un término como "Antártida". Asociar la idea España al concepto Hispania -justificar que una es la simple evolución lingüística de la otra- revela una ignorancia supina además de ocultar el oscuro propósito de, cuanto menos, no reconocer el derecho a existir de Portugal y Andorra, ni el estatu quo de Gibraltar. Ni reconocer el derecho a existir -y a decidir- de las comunidades nacionales que en la actualidad conviven -o malviven- dentro del perímetro del Estado español. Las que no participaron -se las sometió o se las marginó- en la construcción de la idea "España" de fábrica castellana.
¿Cómo estaba dividida Hispania en el año 1000?
Hispania era un escenario muy interesante. Era el teatro de operaciones del "choque de civilizaciones". Islam versus cristianismo. Que equivale a decir Oriente versus Occidente. Una prueba más que las cosas -en los últimos mil años- no han cambiado tanto. Dos mundos separados por la línea Duero-Ebro. En el sur, Al-Andalus -el califato de Córdoba-, que ya se había independizado del poder central de Damasco y había creado una particular y genuina cultura islámica muy influida por el sustrato ibérico. Algún día se explicará que, cuando los ejércitos de Tarik pusieron los pies en la Península (711), las capas más humildes de la sociedad del sur y del levante peninsular ya estaban islamizadas. En el norte, un universo de pequeños reinos independientes -los cristianos- inmersos en una dinámica de afirmación propia y de proyección expansiva -hacia el sur de la media luna o hacia el este/oeste de los supuestos hermanos de la cruz-. En guerra permanente, forjando alianzas a veces lógicas y en otras ocasiones extrañamente perversas.
¿Cerdos o cabritos?
En resumidas cuentas, múltiples dominios plenamente diferenciados e identificados: León (con el reino de Galicia y el condado de Portugal); Pamplona (con las repúblicas vascas y el condado de Castilla); Aragón (que se afanaba por no ser víctima de la antropofagia cristiana); y Barcelona (con los condados catalanes a ambos lados de los Pirineos). Y un potente crecimiento demográfico que impulsaba lo que, falsamente, se ha querido llamar Reconquista. En esta fuerza demográfica -el potencial reproductivo- contó decisivamente la dieta. En los dominios de la cruz el consumo de cerdo se había convertido en la principal fuente proteínica. Los cerdos -muy adaptables y resistentes a la miseria generalizada que campaba libremente en aquellas sociedades- fueron primordiales en la alimentación, lo que explica el potencial demográfico de los cristianos. A diferencia del cabrito -más delicado-, la fuente proteínica de los musulmanes, que Darwin habría relegado, sin contemplaciones, al banquillo de los reservas.
Covadonga y el presunto origen de España
Otra particularidad reside en las grandes diferencias que separaban a los reinos cantábricos de los pirenaicos. O si se quiere, a los atlánticos -celtas- de los mediterráneos -ibéricos. León -el relevo de Asturias en la carrera para poner los pies en las aguas del Duero- era el receptáculo de la tradición política visigótica. El antiguo reino de Wamba y familia había sido una olla de grillos donde las diferencias se dirimían a puñetazos y a golpes de estado. Curiosamente el nacional-catolicismo contemporáneo lo presentó como el origen de la nación española: la lista de los 33 reyes godos. Los reyes leoneses eran unos caudillos locales que se habían intitulado herederos de Wamba. El fundador de la estirpe real leonesa, el mítico Pelayo de Covadonga -más asturiano que la fabada-, se quería nacido y criado en la corte toledana. Un detalle que explica la tirada de los leoneses -Castilla entonces no era más que una provincia condal subordinada- hacia el sur. Una ambición que -en el año 1000- había llegado al delirio de pretender recuperar el Imperio romano de Occidente.
Carlomagno y la supuesta Marca Hispánica
La Marca Hispánica no existió nunca. Por lo menos, como unidad política o militar. El término se refería abstractamente a un espacio incontrolado con un poblamiento inestable y una organización precaria. Una especie de "tierra de nadie" que sugiere, por ejemplo, las caravanas de pioneros que colonizaron el oeste americano y que hemos visto a través de los westerns de fábrica contemporánea. Los condados catalanes nacieron como unidades del Imperio franco -la superpotencia europea- para encuadrar a la población que se había adentrado en la tierra de nadie, huyendo de la miseria y de la dureza feudal. El año 1000 los condados catalanes ya se habían independizado de la tutela franca. La amenaza andalusí y el probable despertar de los francos -entonces muy centrados en resolver las cuentas de palacio- obligó a buscar abrigo en la otra superpotencia continental: el pontificado. Barcelona miró hacia Roma, y recibió las cuatro barras -el estandarte de los dominios que estaban bajo protección vaticana-.
Los vascos, los no alineados
El reino de Navarra -el año 1000 se denominaba reino de Pamplona- era el resultado de la reunión de las tribus vascas que se habían declarado del todo independientes cuando el imperio romano se hundía, en la centuria del 400. Los vascos -que habían sido los más fieles colaboradores de Roma y los más recompensados por su posicionamiento- cuando enterraron el patrón se sintieron amos de su destino. Combatieron con éxito primero a los visigodos, después los francos y finalmente a los árabes. Y construyeron un reino sobre el solar histórico del pueblo vasco. Los Arista -la estirpe real- era una familia destacada de las élites locales que se coronaron amparándose en la tradición romana: reyes navarros en sustitución de los emperadores romanos. Pero la empresa vasca -a pesar de las campañas del rey Sancho- no tenía una orientación hispánica. En los siglos precedentes habían colonizado las Landas, entre Bayona y Burdeos. Navarra ambicionaba convertirse en un pequeño imperio-tapón entre la media luna y la cruz.
Las malas lenguas
Naturalmente la evolución del latín vulgar universal -la mala lengua de las clases populares- siguió, muerta y enterrada la loba capitolina, un camino diferenciado en cada caso. Los sustratos -la herencia de las lenguas pre-romanas- emergieron con una fuerza colosal. El año 1000, en los dominios de la media luna, había desaparecido la lengua latina, sustituida por el árabe andalusí. Y en los dominios de la cruz, ya estaban plenamente formadas las lenguas románicas: el gallego-portugués, el asturiano-leonés, el castellano (creado por vascos romanizados), el navarro-aragonés (próximo al castellano) y, finalmente, el catalán (con fuertes influencias del occitano). Y aparte, el euskera. Sistemas lingüísticos que se convirtieron en lenguas nacionales. Elementos de identidad de las naciones peninsulares que han llegado hasta nuestros días. En algunos casos con una salud vigorosa, y en otros, tocados de muerte. Pero que son una prueba más -probablemente la más contundente- que España ni existía, ni se construyó en el año 1000.