Madrid, 8 de diciembre de 1640. Hace 381 años. La Revolución de los Segadores que había conducido a la Guerra de Separación de Catalunya (1640-1652/59) ya se había iniciado. Y la Junta Grande de la monarquía hispánica (el equivalente al actual Consejo de Ministros) recibía la noticia de que Portugal también se había rebelado contra Felipe IV. En aquel momento se inició un debate entre los elementos de aquel organismo para decidir las prioridades de la monarquía hispánica: Catalunya o Portugal. Debate que puso de relieve la existencia de dos corrientes claramente contrapuestas: los partidarios de una negociación con Catalunya, que permitiría a Felipe IV concentrar todos los esfuerzos bélicos en el oeste peninsular, y los del ala dura, que con el mismo objetivo proponían resolver la cuestión catalana por la vía rápida: "Moler a palos a los catalanes".
¿Quién era quién? Los partidarios de una solución negociada
En el partido "negociador" las figuras más destacadas eran Felipe Spínola, marqués de Los Balbases; Fernando Manuel de Aragón, duque de Villahermosa, y Juan de Avellaneda, conde de Castrillo, quienes tenían en común una avanzada edad y un funesto historial militar. Estos tres personajes defendieron que, dadas las circunstancias, la salida más prudente era buscar y encontrar un acuerdo con los catalanes: “El nuevo accidente de Portugal (la revolución independentista portuguesa liderada por Juan de Braganza) obliga a que precisamente se acomode lo de Cataluña sin esperar la experiencia de los progresos con las armas”. Olivares, el ministro plenipotenciario, bien fuera por miedo, bien fuera por turbios intereses particulares (la esposa de Braganza era su sobrina), inicialmente no se opuso a abrir una vía negociadora con los catalanes.
¿Quién era quién? Los partidarios de "moler a palos a los catalanes"
Por otra parte, en aquella Junta Grande había una serie de personajes, liderados por Antonio Enríquez de Porres, censor de la Inquisición y predicador real de Felipe IV, que se manifestaban radicalmente partidarios de mantener ―e, incluso, intensificar― la campaña militar contra los catalanes, y que fundamentaban su causa en los informes que García Alvárez de Toledo, marqués de Villafranca, y Pedro Fajardo de Zúñiga, marqués de Los Vélez, enviaban desde el frente de guerra de Catalunya. En uno de aquellos informes, Villafranca afirmaba que la revolución catalana era una amenaza que se podía extender “a todos los reynos de su Magestad” y provocar la pérdida de "España toda"; y reveladoramente afirmaba que “jamás me combendré en ningún concierto con Cataluña”. Villafranca proclamó que los catalanes merecían un castigo ejemplar: "A palos".
Al brasero de Olivares o al lecho del rey
Durante unas semanas (entre el 8 de diciembre de 1640 y el 26 de enero de 1641), Olivares y su Junta Grande debatieron intensamente qué hacer con los informes de Villafranca: quemarlos o enviarlos al rey Felipe IV. La apocalíptica advertencia de Villafranca (la pérdida de "España toda" y que no le quedara al rey "tierra en que pisar") impedía que prosperara la propuesta negociada. Y mientras tanto, y con pleno conocimiento de la Junta Grande, Los Vélez, al frente de un ejército de 26.000 efectivos, avanzaba desde Tortosa hacia Barcelona, dejando a su paso un paisaje de desolación y muerte. En aquel camino de sangre y fuego, había ordenado una represión brutal en Tortosa, en Xerta, en Tivenys y en Aldover, y unas masacres dantescas en El Perelló, en L'Hospitalet de l'Infant, en Cambrils y en Tarragona. Mientras la Junta Grande debatía, sobre el terreno se imponía la tesis de "moler a palos".
El doble juego de Felipe IV y de Olivares
Los hechos demuestran que Olivares y Felipe IV jugaban a dos bandas. Y que los miles de civiles catalanes desarmados que el ejército hispánico de Los Vélez asesinó en su camino a sangre y fuego hacia Barcelona, no tan sólo no les importaban nada, sino que formaban parte de su estrategia. Mientras la Junta Grande debatía qué hacer con el informe de Villafranca, o en qué rincón de palacio plantarían el belén de Navidad, Olivares ―secretamente― filtró el informe en Felipe IV y el ministro y el rey decidieron que negociarían con los catalanes desde una posición de fuerza: con miles de cadáveres sobre la mesa y con el ejército hispánico acampado en las puertas de Barcelona, amenazando la vida y los bienes de los habitantes de la capital catalana. Si bien las circunstancias obligaban, Felipe IV y Olivares querían dejar claro que la "traición catalana" no podía quedar impune.
La escasa altura política de Felipe IV y de Olivares
Y otra cosa que Felipe IV y Olivares querían dejar clara era que la oferta que la monarquía hispánica estaba dispuesta a presentar a los catalanes tenía que estar ceñida a la legalidad del régimen. El rey y el ministro lanzaron cuatro propuestas disfrazadas de falsa magnanimidad, como quien lanza cuatro migajas a las palomas hambrientas, que ponían de relieve más que nunca la escasa altura política del uno y del otro. Felipe IV y Olivares, después de la estela de devastación que había dejado Los Vélez, no eran capaces de ofrecer nada más que un perdón general, es decir, un retorno ―sin más― al convulso paisaje social y político que había provocado la revolución (junio 1640). Y, a cambio y sorprendentemente, exigían a los catalanes que aceptaran ―también sin más― todos los abusos fiscales y militares que violentaban la ley y la sociedad catalanas y que habían provocado la Guerra de Separación.
"Con un canto en los dientes"
Con lo que no contaban Felipe IV y Olivares era que un combinado militar catalán y francés derrotaría y humillaría a los hispánicos en la falda de Montjuïc (26 de enero de 1641). Los hispánicos perdieron a los principales oficiales de su ejército y la posibilidad de liquidar el conflicto catalán por una vía rápida y violenta. Las fuerzas en conflicto se equilibraron y la guerra entró en la fase más intensa. La derrota hispánica de Montjuïc fue el principio del fin de Los Vélez y de Olivares. Y el principio del fin del liderazgo hispánico continental, que se confirmaría a la conclusión del conflicto (Paz de los Pirineos, 1659). Pero la política de "moler a palos" a los catalanes se mantendría durante toda la guerra (1640-1652/59). Y la historia revela que, en ausencia del mito del "moro infiel" y del "perro judío", aparecería el nervio ideológico del "España toda" y la versión primigenia del "¡a por ellos, oe!": 1714 (Felipe V), 1843 (Espartero), 1939 (Franco), 2017 (Felipe VI).