Bayona (País Vasco francés), 7 de mayo de 1808. El rey Fernando VII —el sexto Borbón hispánico— le vendía la Corona española a Napoleón Bonaparte. Sí, tal como suena. En una operación negociada y pactada con plena satisfacción de las dos partes, Bonaparte se convertía en el nuevo y legítimo propietario del reino de España. Napoleón (es decir, el Imperio Francés) se comprometía a pagar al Borbón una pensión vitalicia de cuatro millones de reales anuales (el equivalente a doscientos millones de euros), a adjudicarle la corona del reino de Etruria (un estado ficticio en la península italiana, dibujado en las mesas de la cancillería de París) y a arreglarle un matrimonio con alguna princesa europea.
Se diga lo que se diga, Fernando VII es el verdadero protagonista de aquella historia. El recorrido desde que pone las nalgas en el trono de Madrid hasta que le vende la corona a Napoleón es un sospechoso rosario de hechos que ilustran su figura y desenmascaran sus propósitos. Ocho semanas antes había liderado un golpe de estado —el llamado Motín de Aranjuez (19 de marzo de 1808)—, que se había saldado con el destronamiento y exilio de su padre Carlos IV, y que había conducido sus reales posaderas al trono. También, se diga lo que se diga (que aquel motín tenía el único propósito de hacer caer al corrupto ministro Godoy), lo que es más que evidente es que el golpe de estado es la maniobra que precede la operación de venta.
Tan evidente es que la correspondencia que, durante años (1808-1814), Fernando le dirigió a Napoleón, era la versión ilustrada del Manual del Lameculos. En aquellas ridículas misivas Fernando felicitaba efusivamente a Napoleón por sus incontestables victorias militares en Europa (las masacres napoleónicas de Girona, Tarragona y Zaragoza, por ejemplo, también) y no se privaba de recordarle los pactos suscritos. Fernando estaba en Valençay (País del Loira-Francia), pendiente de cobrar el reino etrusco y la princesa desconocida, y la historiografía francesa revela que Napoleón —que lo despreciaba profundamente— no las contestaba, pero las leía en voz alta en la cancillería para diversión y hazmerreír general.
Uno de los pactos más sorprendentes de la operación de Bayona es el que hacía referencia al compromiso de buscar a una esposa a Fernando. Sorprende que un rey ficticio de un estado satélite, pero con una cuantiosa pensión, no consiguiera una pareja de su condición social. Pero el misterio se revela cuando sabemos que Fernando VII tenía un grave problema físico, que era el terror de las princesas europeas y el hazmerreír de las cancillerías continentales. Fernando no fue renombrado como el "rey falón" por su falo, sino porque quería decir traidor. Pero, coincidentemente, sufría macrogenitosomia; una enfermedad que había convertido su pene en algo similar a un doner kebab girando en torno al fuego.
Tanto las fuentes francesas como las españolas coinciden en que este problema explicaría su personalidad y su política. La investigación francesa pone de relieve que Napoleón le explicó a su ministro Talleyrand sobre Fernando VII: "Es indiferente a todo, muy material, es un tragón y no tiene ni idea de nada, es muy estúpido y muy mezquino". Y la investigación española revela: “Su campechanía, junto con su vulgaridad (usaba un lenguaje propio de tabernas y de prostíbulos) y su capacidad para el disimulo le permitió mostrarse como un rey próximo a sus súbditos, incluso amable”, pero frecuentemente “se escudaba en el silencio, uno de sus habituales recursos ante situaciones adversas”.
Derrotado Napoleón (1814), no le quedó ningún otro remedio que renunciar a su jubilación anticipada. A partir de aquel momento Fernando VII y su pene se manifestaron en toda su dimensión: restauró la Inquisición (abolida por los Bonaparte), impuso un régimen político de terror, y se entregó a la persecución y exterminio de todo lo que oliera a cultura y progreso. Aunque, como buen rey de España, fue un gran aficionado a la tauromaquia (que algunos celebraron para justificar la españolidad del "falón"), los historiadores españoles del XIX lo describen como un "cobarde, vengativo, despiadado, ingrato, desleal, mentiroso, mujeriego, soez y chabacano". Una joya, vaya.
Fernando VII y su cuarta esposa —y sobrina— María Cristina de Borbón (la única que sobrevivió a las embestidas del rey) trascenderían como los arquitectos y máximos beneficiarios del bolsillo secreto, un fondo reservado con cargo al erario público que era el instrumento de enriquecimiento de la real pareja y de la camarilla de Palacio (un contubernio de políticos, militares y financieros que orbitaban en torno al trono). Naturalmente, aquel bolsillo secreto no era el primero ni sería el último, pero la filtración de su existencia (nunca constó en la contabilidad oficial del Reino de España) provocó un monumental descalabro que, por fin, explicaba la implicación de María Cristina de Borbón en todos los grandes negocios (limpios y sucios) de la España del siglo XIX.
El año 1833 Fernando y su pene pasaban a mejor vida. En aquel momento, la joven viuda y regente María Cristina de Borbón iniciaría en solitario una espectacular carrera que la convertiría en la campeona de la corrupción. Concluida la primera guerra carlista (1840), el general liberal Espartero —el gran vencedor de aquel conflicto y, posteriormente, el carnicero que bombardearía Barcelona— ordenó investigar el bolsillo secreto. Martín de los Heros —el contable de Espartero— estimó que contenía 78 millones de reales (el equivalente a 3.900 millones de euros). Pero, a pesar de las necesidades financieras del Estado, Espartero renunciaría a expropiarlo por miedo a dinamitar el nuevo régimen liberal de 1840.
El monumental saldo del bolsillo secreto era el resultado de la donación de Fernando VII a su esposa y a sus dos hijas (la futura reina Isabel II y la infanta Luisa) engordado con los particulares negocios de la familia real. Durante medio siglo, la reina-madre y la camarilla de Palacio —desde su atalaya de poder y con el capital del bolsillo— se autoadjudicaron casi todos los grandes negocios (limpios y sucios) que se hicieron en España durante buena parte del siglo XIX. La escandalosa manipulación de algunas de aquellas concesiones —a través de testaferros y de sociedades fantasma— popularizaría la cita "no hay negocio en el que la reina-madre no tenga intereses".
En la metrópoli y en las colonias (en las escasas colonias que le quedaban al "Imperio donde nunca se pone el sol"). María Cristina de Borbón, la regente de la corrupción, fue expulsada de España (1854) cuando se filtró que, con el general Narváez (figura bandera de los liberales españoles) y con su segundo marido Agustín Muñoz, dirigía una trama ilegal de comercio de esclavos.