Imagen principal: Grabado de un interrogatorio inquisitorial / Fuente: Enciclopedia Británica

Barcelona, 26 de febrero de 1528. Hace 491 años. La Generalitat comisionaba a Joan Canyelles ante la corte hispánica para intervenir en el conflicto que enfrentaba al Govern de Catalunya con la Inquisición. Poco antes los oficiales del Santo Oficio, en un episodio más de la escalada de tensión, habían detenido, encarcelado y condenado por el pretendido delito de herejía al médico Gabriel Miró. El Tribunal de la Inquisición hispánica en Catalunya había reclamado a la Generalitat la transferencia de los censales —el capital y los intereses de unos títulos de deuda pública— que regularmente cobraba Miró. La negativa de Jaume Bofill, tesorero de la Generalitat decidido a seguir pagando a la familia Miró, abriría un capítulo más de un conflicto que ocultaba una verdadera guerra: la monarquía hispánica, a través de la Inquisición, contra el estado foral catalán.

El conflicto entre la Generalitat y la Inquisición —que equivale a decir entre Catalunya y la monarquía hispánica— se remontaba a la época en que los Reyes Católicos habían instaurado aquella máquina represiva en el Principado (1484). La Inquisición había sido inoculada aprovechando la severa crisis social, política y económica que afectaba sobre todo a Barcelona: escenario de un enfrentamiento permanente entre una minoría elitista (la oligarquía rentista) liderada por Jaume Destorrent y partidaria del derribo del edificio político catalán; y una mayoría plebeya (las clases mercantiles y jornaleras) liderada por Pere Conomines, que pretendía reforzar el estado foral catalán. No hay que decir hacia donde se inclinaba el rey Fernando el Católico: había nombrado a Alonso de Espina (1487) que, con el pretexto de depurar el paisaje religioso, se había entregado a una caza de disidentes del régimen hispánico.

Representación moderna de los Reyes Católicos y el inquisidor general Torquemada (1887) / Fuente: Wikipedia

Esta idea es muy importante porque explica el verdadero papel que jugó la Inquisición en Catalunya durante la centuria de 1500: fue la suma de una tenebrosa policía política (una silenciosa telaraña delatora) y de un tétrico aparato judicial (destinado a la sentencia condenatoria). Fue juez y parte de miles de causas que, oportunamente vestidas con los cargos delictivos morales o religiosos más recurrentes, perseguiría implacablemente la oposición política (casi disidencia semiclandestina) al régimen monárquico hispánico. En las mazmorras inquisitoriales no solo fueron recluidos, torturados y condenados los herejes (judíos conversos acusados de judaizar secretamente); los gays y las lesbianas; y los librepensadores (científicos y académicos). La disidencia política, también y especialmente, sería víctima de aquel clima de terror.

En Catalunya, históricamente, los aparatos policial y judicial habían formado un entramado que dibujaba con precisión el tradicional equilibrio de poderes c​atalán. A grandes rasgos —y con notorias excepciones que, todavía, complicaban más el dibujo— se podría decir que los consejos municipales y la Generalitat gestionaban la tarea policial (prevención, detención y custodia). Y el poder real se reservaba la administración de justicia. Este juego de equilibrios era, precisamente, la piedra en medio del camino en el objetivo que perseguía el proyecto hispánico: concentrar la totalidad del poder en la figura del Rey. Y eso explica el porque los Reyes Católicos fueron directamente e inocularon la Inquisición: el virus destructor que tenía que convertir el modelo foral en un zombi. El año 1505, Fernando el Católico proclamaba que la Inquisición tenía que prevalecer sobre las justicias forales ordinarias.

En aquella carrera desbocada, la Inquisición se acabaría convirtiendo en un Frankenstein incontrolado. Muerte el inquisidor Espina (1496), el rey Fernando proveería, sucesivamente, el cargo con elementos cada vez más radicalizados: Páez, Palacios, Saldaña... Las fuentes relatan que los azotes públicos pasarían a formar parte del paisaje habitual de Barcelona. Y las reclamaciones por causas abiertas con pruebas fabricadas, serían el cuadro dominante en los despachos del contrapoder civil. En aquella tormenta de represión y de violencia, una de las acusaciones más recurrentes sería la de blasfemia (una tercera parte de las causas abiertas); un cargo genérico que reunía una larga serie de pretendidos delitos: desde cagarse (en el sentido metafórico del término) en la divinidad o en alguna figura del santoral hasta maldecir la sangre, la salud y la descendencia de los ocupantes del trono real.

Mapa de la península Ibérica (1540) / Fuente: Cartoteca de Catalunya

La nómina de reclamaciones se escandalosa. En los trágicos Autos de Fe, hay que añadir el terror de baja intensidad pero de profundo calado. En 1511 un comerciante de Barcelona fue brutalmente azotado y desprendido —ejecutada la condena— se demostró que las pruebas que fundamentaban la acusación eran falsas. El católico Fernando se dio por enterado, pero no exigió nunca responsabilidades. En 1514, en Perpinyà, los inquisidores actuaban contra delitos de herejía que estaban prescritos, y saqueaban impunemente las propiedades de los acusados. O en 1517 practicaron detenciones indiscriminadas en el barrio barcelonés de la Ribera, a causa de unos carteles anónimos que habían aparecido enganchados a la plaza Sant Jaume que denunciaban la represión inquisitorial. En este último caso a los detenidos no se les imputaría el delito de blasfemia; sino, reveladoramente, el de rebelión.

Este detalle es muy importante, porque delata de una forma rotunda y definitiva que el Tribunal de la Inquisición era alguna cosa más que un instrumento de persecución religiosa. Revela su auténtica misión: el papel que desde un buen comienzo se le había asignado. Y la culminación de aquella espiral de conflicto llegaría poco tiempo después. El 15 de septiembre de 1532, los consellers de la Generalitat y los del Consell de Cent se reunían y votaban abrir un proceso judicial contra Fernando de Loanzes, fiscal del Tribunal de la Inquisición en Catalunya. Una declaración de guerra —un choque de trenes— con todas las letras de la expresión que, cuando llegó a oídos de los ministros de Carlos I (Fernando ya hacía dieciséis años que estaba muerto), provocó un terremoto político de dimensiones extraordinarias.

Fernando II y Carlos I / Fuente: Wikipedia

Durante un tiempo considerable Loanzes y los otros elementos del aparato judicial inquisitorial, envalentonados por la impunidad que les regalaba el régimen, se habían embolsado la parte de los impuestos de aquello que confiscaban a los condenados. En aquel contexto de siniestra corrupción, algunos consellers de la Generalitat denunciarían públicamente aquellas prácticas: la Inquisición defraudaba a la Generalitat. Y Loanzes, desenmascarado, lo resolvería a la tradicional manera hispánica: encarcelaría a los denunciantes con el doble propósito de silenciar el escándalo y enviar una turbia amenaza al resto de consellers. El conflicto estaba servido, y las fuentes revelan que Loanzes, estaba dispuesto a imputarlos por rebeldía. Carlos I, asustado por el cariz de la crisis, obligó a las partes a retirar los contenciosos. El conflicto quedó latente. Las espadas en alto. Por saecula saeculorum.