Imagen principal: Retrato coetáneo de Isabel la Católica, obra de Juan de Flandes (1500) / Fuente: Palacio Real de Madrid

Cervera, 5 de marzo de 1469. Los representantes de Fernando de Trastámara (heredero al trono catalanoaragonés) y de Isabel de Trastámara (candidata al trono castellanoleonés) firmaban las capitulaciones matrimoniales. El viejo proyecto de concentración de todas las coronas peninsulares sobre una sola cabeza, esbozado en Caspe medio siglo antes (1412), se transformaba en un dibujo conciso que marcaba con precisión los obstáculos a salvar. Isabel todavía no era, ni siquiera, heredera al trono de Toledo.

Inmersa en una cruenta guerra civil contra la legítima heredera y sus poderosos aliados portugueses, las circunstancias la pondrían en la difícil tesitura de aceptar la interesada ayuda catalanoaragonesa con el propósito de desequilibrar las fuerzas a su favor. Isabel, que a diferencia de Fernando, no estaría presente en las negociaciones de Cervera, aceptaría aquellas capitulaciones masticando cristales. Y, definitivamente, incubaría un odio profundo hacia los catalanes que se manifestaría de forma regular y permanente en el transcurso de su reinado.

Retratos coetáneos de Juan II de Aragón, el príncipe Fernando y la princesa Isabel

La historia de Isabel de Trastámara (Isabel I de Castilla y de León), sobre todo el sinuoso recorrido que la condujo hasta el trono de Toledo, si alguna cosa nos muestra, al margen del reguero de sangre que dejó por el camino, es la evidencia de que la monarquía hispánica sería una obra de ingeniería política catalana y valenciana. La unión dinástica entre las dos principales coronas peninsulares se gestó en el transcurso del Compromiso de Caspe (1412) que condujo a una rama de la casa real castellana a la cancillería de Barcelona.

El Compromiso de Caspe, también, pone de relieve que la rivalidad entre Catalunya, por un lado, y Aragón y el País Valencià, por el otro, no es más que un falso mito fabricado por la historiografía romántica catalana del siglo XIX. En Caspe, las potentes clases mercantiles de Barcelona y de València se conjuraron con los Trastámara para cerrar el paso a Jaime de Urgell, la primera fortuna patrimonial de la Corona catalanoaragonesa y el candidato preferido de las clases aristocráticas militares. Al menos, al principio.

Entre 1412 ―entronización de Fernando I― y 1469 ―capitulaciones matrimoniales de Fernando e Isabel― la casa "catalana" de los Trastámara ganó nuevos adeptos y, de rebote, reforzó su posición en perjuicio de sus opositores. Las guerras de remensas (entre 1462 y 1486), que enfrentaron al campesinado contra la nobleza propietaria, fueron convertidas en una oportunidad para laminar el poder de aquellas viejas clases militares que, en Catalunya, durante siglos habían compartido el poder con la monarquía.

Grabado de Barcelona (1563) / Fuente: Wikipedia

Difícilmente, si no, se explicaría la alianza contra natura entre los sindicatos campesinos remensa y la corona, que desequilibró la balanza a favor de los primeros y que condenó al precipicio a los segundos. La estrategia de los Trastámara "catalanes", en el transcurso de sus más de cien años de reinado (1412-1516), estaría del todo entregada a la destrucción del poder nobiliario; con el claro propósito de afianzar posición y autoridad. El proyecto hispánico catalán avanzaba a golpe de conflicto. Lentamente, pero con un objetivo claro y a largo plazo.

El 1469 ―el año de las capitulaciones matrimoniales de Cervera― Castilla estaba inmersa en una sanguinaria guerra civil que enfrentaba la corona ―representada por Enrique IV, hermanastro de Isabel― contra un potente partido nobiliario que pilotaba en torno a la figura de la futura reina católica. Las causas que justificaban ―si es que una guerra se puede justificar― aquel conflicto eran diversas. Pero la que más y mejor lo explica es el ascendiente de Enrique y de Isabel.

El rey era hijo de Juan II y de María de Aragón (hija del primer Trastámara "catalán"). Había nombrado sucesora al trono a su hija Juana ―llamada la Beltraneja― y, por lo tanto, legítima heredera. Porque la investigación reciente, contrariamente a lo que había pregonado la historiografía nacionalista española, apunta que el famoso tratado de los Toros de Guisando (1468), que nombra a Isabel heredera al trono castellano, es más falso que un "duro de Sevilla". Sería, según estas investigaciones, un documento fabricado posteriormente.

El partido portugués. Retratos coetáneos de Enrique IV, la princesa Juana y Alfonso V de Portugal

En cambio, Isabel era hija también de Juan II, pero por parte de madre lo era de la segunda esposa del rey: Isabel de Portugal. Con estos elementos, y considerando que portugueses y catalanes se miraban la guerra castellana con indisimulado interés, resulta fácil fabricar los binomios: Enrique y Juana con los catalanes e Isabel con los portugueses. Pues nada más lejos de la realidad. El rey Enrique hizo buenas migas con las oligarquías de Lisboa y casó a su heredera con el rey Alfonso V de Portugal, que era tío de Fernando.

Aquella maniobra tenía el claro propósito de reforzar a Juana y de aislar definitivamente a Isabel. El partido isabelino se encontró con lo que vulgarmente se dice "los meados en el vientre". Y en este punto es donde entrarían, de lleno, los catalanes. O mejor dicho, las élites mercantiles catalanas situadas en torno a la figura del rey Juan II de Aragón ―enemigo declarado de las oligarquías nobiliarias del Principado― y de la de su heredero Fernando. La cancillería de Barcelona hizo lo imposible para desequilibrar la guerra civil castellana.

Isabel se abrió paso hasta el trono a golpe de hacha. Y en aquel particular y sanguinario camino tuvieron mucho que ver las clases mercantiles catalanas. Sobre todo sus recursos dinerarios. La guerra civil castellana entró en una espiral de violencia que culminaría con la muerte del rey Enrique (1474), bajo la sospecha de haber sido envenenado por orden de su cuñado Fernando, entonces ya casado con Isabel. Si se confirma este extremo, sería el principio de una larga carrera de envenenamientos que marcaría la obra política del Católico.

Mapa de la península Ibérica (principios del siglo XVI) / Fuente: Junta de Andalucía

La Castilla rica, llena y ufana de la centuria de 1400 que lideró el proyecto hispánico es un falso mito. Las guerras civiles entre Enrique e Isabel que se remontaban al reinado de su padre; y la represión de la revuelta irmandiña de Galicia (entonces el territorio más dinámico de la corona castellanoleonesa) habían convertido el país en un páramo. La guerra de Granada (1482-1492) fue una escapada hacia adelante para satisfacer una monarquía y una nobleza arruinadas que, históricamente, se había enriquecido con el negocio de la guerra.

Con Isabel en el trono (1474) las élites catalanas que habían trazado la empresa hispánica se posicionaron en sus parcelas de fuerza. La guerra de Granada (1482-1492) que completó el mapa peninsular cristiano y la empresa americana (1492-1493) ―primer y segundo viaje colombinos― fueron financiadas por las élites catalanovalencianas. Los banqueros valencianos y barceloneses se convirtieron en los financieros de los Reyes Católicos. Y València fue convertida en la capital de facto de la monarquía hispánica.

Grabado de Granada, principios del siglo XVI / Fuente: Patronato del Alhambra

Sería en este punto donde estallaría la mala opinión que Isabel la Católica tenía de los catalanes y, también, de los valencianos. Isabel, criada y formada en un entorno extremadamente clasista y religioso ―casi integrista―, no entendía que los plebeyos ―algunes de origen judío― alcanzaran cotas de poder imposibles en su imaginario. No entendía que los Santàngel, por ejemplo, judíos conversos valencianos, tuvieran la capacidad de proponer ―casi imponer― los términos y las condiciones de las grandes empresas militares de la monarquía hispánica.

Y sería, también, en este punto que Isabel y su entorno castellano trazarían su particular maniobra. La cancillería toledana de Isabel que, en virtud de las capitulaciones matrimoniales de Cervera, operaba independientemente de la barcelonesa de Fernando, haría lo imposible para fabricar el estigma del catalán ―y del valenciano― mezquino, traidor y manipulador. Y se valdría de "la amenaza catalana" convertida en cultura para, sorprendentemente y reveladoramente, cohesionar nuevamente el estamento nobiliario castellano.

Grabado de València (1563) / Fuente: Wikipedia

Las Capitulaciones de Santa Fe (1491) ―el contrato entre la monarquía, Colón y los banqueros valencianos y barceloneses que financiaron el primero y segundo viajes― y la violenta reversión del pacto ―difamación, descrédito, acusaciones de malversación y de traición, y persecución, encarcelamiento de los Colón y de su administración colonial en manos del juez Fernández de Bobadilla, miembro del entorno personal de la reina― son el ejemplo más claro de las políticas anticatalanas que desplegó la cancillería de Isabel.

Isabel y su cancillería se sirvieron también de la Inquisición. El papel de aquel organismo, teóricamente destinado a la persecución de la disidencia religiosa, explica, en cambio, como la reina y su castellana cancillería desataron un auténtico régimen de terror contra las élites mercantiles e intelectuales valencianas, con el propósito no tan sólo de expulsarlas del poder, sino incluso de arruinarlas y decapitarlas. Isabel la Católica detestaba a los catalanes y a los valencianos, también, porque era profundamente antisemita.