Barcelona, 13 de septiembre de 1714. Las tropas borbónicas francocastellanas del duque de Berwick, después de 414 días de asedio y combates, conseguían vencer la resistencia de Barcelona. Quedaba Cardona, la última plaza austriacista del Principat. Pero la ocupación borbónica de la capital de Catalunya marcaba el punto de inicio de la disolución política, social e institucional del país. El estamento aristocrático, el histórico brazo militar de Catalunya, sería uno de los grandes damnificados de la represión borbónica: la inmensa mayoría de las casas nobiliarias catalanas sufrieron el exilio o la prisión, y en cualquiera de los casos la confiscación de todos los bienes y rentas.
Cuando nos preguntamos el porque de la inexistencia de una tradición militar moderna en Catalunya, la respuesta la encontramos en este punto. Pero eso no significa que en el transcurso de las décadas posteriores la tradición militar catalana, que se remontaba a las centurias del 800 y del 900, desapareciera totalmente. La historia nos revela que entre 1714 (final de la Guerra de Sucesión) y 1808 (inicio de la expansión napoleónica) algunos militares catalanes tuvieron una destacada actuación en los campos de batalla europeos y americanos. Y no siempre defendiendo los intereses de la España borbónica de Felipe V. Algunos tenían una relación directa con el conflicto sucesorio. Pero otros, no.
En aquella Europa de la centuria de 1700, dirigir el cuerpo de un ejército de un rey, de un zar, de un archiduque, de un duque o de un conde que no era el soberano del país de nacimiento del general en cuestión, no tenía la consideración de excepcionalidad. Ni siquiera la de pintoresquismo. Durante la Guerra de Sucesión hispánica (1705-1715), el campo borbónico (el político y el militar) estuvo lleno de "extranjeros". Cuando menos, personal que no era súbdito de la monarquía hispánica. Luis XIV de Francia, el abuelo y valedor de Felipe V, detestaba profundamente las oligarquías castellanas y llenó el estado mayor del ejército castellano de contrastados generales procedentes de Versalles. El caso más relevante sería el del duque de Berwick.
En el caso de los catalanes de la posguerra sucesoria, uno de los más destacados y, al mismo tiempo, más injustamente desconocido, es el de Josep de Ribas i Boyons que, como oficial del ejército ruso, jugaría un papel protagonista en la expansión del imperio de los zares sobre la costa norte del mar Negro, hasta entonces bajo dominación turca. Aquellos conflictos, conocidos como la primera (1768-1774) y segunda (1787-1792) guerras ruso-turcas, transportarían el imperio de los zares a la primera división de las potencias europeas y marcarían el inicio del ocaso de la Puerta Magnífica. En el transcurso de aquellas guerras, Josep de Ribas alcanzaría el grado de almirante del Imperio Ruso y ganaría un lugar y un nombre en la historia de Rusia.
¿Qué tenían en común Berwick y De Ribas? La respuesta es la guerra. O mejor dicho, el destino que les deparaba la guerra. Berwick fue desplazado a la península Ibérica, básicamente porque los dominios de la monarquía hispánica eran el escenario de guerra recurrente donde, durante las primeras décadas del 1700 ―y con el pretexto de la disputa por el trono de Madrid― se dirimía el liderazgo de Europa. Principalmente, de la parte central y occidental del continente. Y De Ribas acabó en Rusia porque la zarina Catalina II y su cancillería, superado el ecuador de la centuria de 1700, se habían propuesto crear un escenario de guerra recurrente que tenía el objetivo de relevar el liderazgo turco en la Europa oriental.
La historia personal de Josep de Ribas es, probablemente, la que mejor explica su destino. Ribas nació en Nápoles el 6 de junio de 1749, durante la efímera dominación hispánica de 1734-1759. Era hijo del barcelonés Miquel de Ribas, entonces oficial de la secretaría borbónica del reino de Nápoles. Lejos de lo que pueda parecer este detalle, no nos indica la filiación de los De Ribas en el conflicto sucesorio hispánico. En este caso y en muchos otros la lógica temporal queda diluida por una realidad oculta: cuando se firmó el Tratado de Utrecht (1713) que marcaba el inicio del fin del conflicto sucesorio, el primer Borbón hispánico cedió Nápoles y Sicilia a Carlos de Habsburgo a cambio de su retirada.
Concluido el conflicto (1714-1715), Viena y Nápoles se convertirían en los principales puntos de destino del exilio catalán austriacista. Pasados veinte años (1734), el primer Borbón iniciaría una guerra por conquistar ("recuperar", dice eufemísticamente la historiografía española) las concesiones de Utrecht. Y en esta empresa ganarían Nápoles y Sicilia; pero, reveladoramente, se olvidarían de Gibraltar y de Menorca, bajo dominación británica. En aquel contexto, las fuentes citan funcionarios de origen catalán en la administración austríaca de Nápoles que, discretamente, pasarían a engrosar el nuevo aparato de dominación borbónico. Los De Ribas podrían ser perfectamente uno de estos diversos casos.
La otra hipótesis, tan buena como la primera, diría que Miquel de Ribas ―padre― sería un funcionario designado por Madrid y, por lo tanto, un elemento del partido "botifler" de Catalunya. Cuando menos, nacido en una familia que durante o después del conflicto se declararía entusiásticamente borbónica. Según las fuentes, este pintoresco proceso de mutación (del partido austriacista al partido borbónico, o del partido "no quiero saber nada" al partido "soy del que ha ganado") era más transitado de lo que, inicialmente, pueda esbozar aquel paisaje de absoluta y dramática represión de la posguerra. Los abuelos de Gaspar de Portolà, el colonizador de California, por ejemplo, serían unos de los habituales en aquel curioso camino.
En cualquier caso, Josep de Ribas inició su carrera militar en el ejército de Nápoles, es decir, en el ejército hispánico. Pero, reveladoramente, abandonaría a las huestes borbónicas y se alistaría en los ejércitos de la zarina de Rusia. Como, reveladoramente también, en algún momento de su vida abandonaría la confesión católica y abrazaría el reformismo, está enterrado en el cementerio luterano de San Petersburgo, "la capital y ventana de Rusia al mundo occidental". Lo cual indica que su conexión personal ―y profesional― con el partido ilustrado de la corte rusa, los "extranjeros" que la zarina Caterina había instalado en el Palacio de Invierno con el propósito de modernizar Rusia, era tan significativa como potente.
La cosa no acaba aquí. Las medallas que le colgaron en la pechera (alcanzaría el grado de almirante) no las ganó en el Caribe, combatiendo a los británicos que fustigaban los puertos coloniales hispánicos. Ni en Extremadura, combatiendo a los portugueses que, un siglo largo después de su declaración de independencia (1640), todavía luchaban contra los españoles para consolidarla. Las ganó en las frías planas de la actual Ucrania, y en las colinas ventosas que perfilan la costa del mar Negro. Combatiendo los turcos y sus aliados locales, entonces convertidos por San Petersburgo en los enemigos del proyecto expansivo de la Rússia de Catalina la Grande.
La gran obra de Josep de Ribas sería el planeamiento, fundación y promoción de la ciudad portuaria de Odesa (1795) que, prácticamente de inmediato, se convertiría en el principal núcleo comercial de la región. Una de las principales vías de la ciudad lleva su nombre. Josep de Ribas, sobre un antiguo campamento tártaro, diseñó una ciudad moderna; una alentada de civilización (naturalmente en el pensamiento ilustrado de la época) que, en el extremo opuesto del territorio ―entonces― del Imperio Ruso, tenía que contrapesar San Petersburgo, tenía que articular el territorio imperial y tenía que consolidar el dominio de los zares en la orilla norte del mar Negro: la segunda ventana de Rusia al mundo occidental.