Génova, 20 de junio de 1705. Los representantes del partido político austriacista Domènec Perera y Antoni de Peguera ―mayoritario en las instituciones de gobierno del país― y el comerciante y diplomático inglés Mitford Crowe ―documentado en la cancillería catalana con el nombre en clave de L'ocell―, en nombre de la reina Ana de Inglaterra, firmaban un tratado que incorporaba Catalunya en la alianza internacional austriacista, y, automáticamente, la situaba fuera del edificio político hispánico del Borbón. Aquel conflicto, que duraría 9 años (1705-1714), ponía de relieve dos visiones opuestas en relación al papel que tenía que jugar Catalunya en el contexto hispánico. Y los mapas de la época no tan sólo revelan estas diferencias, sino que también la revancha borbónica contra Catalunya.
Las oligarquías políticas europeas de finales de la centuria de 1600 y de principios de la de 1700 estaban inmersas en un proyecto ―un tipo de concentración parcelaria―, que consistía en convertir los viejos conceptos geográficos en nuevas realidades políticas. Los mapas de la época son muy ilustrativos. Trazan una nueva Alemania que reúne la vieja Germania carolingia y que incluye, también, los estados Habsburgo de Austria y de los Balcanes, la Confederación Helvética y los Países Bajos. O dibujan una nueva Italia que reúne todos los principados independientes al sur de los Alpes, incluidos los territorios venecianos de los Balcanes. O imaginan una nueva España que abarca la totalidad de la península Ibérica, incluido Portugal, que, poco antes, se había independizado de la monarquía hispánica.
La diferencia estibaba en la arquitectura de estos gigantes con pies de barro. Mientras que en las cancillerías centroeuropeas y atlánticas se inclinaban por el modelo que, contemporáneamente, se llama confederal; en Versalles, los Borbones ―paradigma del régimen absolutista― se declaraban entusiastas partidarios de la unificación de sus dominios por la sanguinaria vía del autoritarismo. Cuando Felipe V, el primer Borbón hispánico, puso las nalgas en el trono de Madrid (1701), los mapas de la época revelan una realidad plural. Uno de los mapas más paradigmáticos se titula Totus Regni Hispaniae (Todos los reinos de las Españas), que, Felipe V, en su personal cultura e ideología absolutistas, lejos de entenderlo como una oportunidad, lo interpretaría como un desafío.
Durante siglos, Catalunya se había articulado en veguerías, gobernadas por un delegado del conde independiente (el vicarius de las fuentes medievales). Durante sus seis siglos de existencia, el número y los límites de aquellas veguerías había variado, pero cuando el primer Borbón hispánico juró las Constituciones de Catalunya (1701), había diecisiete. Esta distribución del mapa (histórica, social y económica) sería fulminada por el Decreto de Nueva Planta (1717), poco después de la ocupación borbónica de Catalunya y la liquidación de sus instituciones de gobierno. A la conclusión de la Guerra de Sucesión (1705-1714), los mapas cartografiados por el aparato político y militar borbónico trazan una Catalunya con una distribución territorial radicalmente diferente.
Las históricas veguerías habían sido suplantadas por los corregimientos, que, únicamente, respondían a criterios militares y de dominación. La nueva administración borbónica prescindía totalmente del trazado histórico ―de la realidad del país― y el nuevo mapa de Catalunya ―el de Felipe V― es el dibujo de un país ocupado militarmente y sometido política y económicamente. El corregidor, máxima autoridad en el territorio, sería, siempre, un tentáculo ―de naturaleza castellana, naturalmente― del capitán general, la figura del régimen borbónico que reunía los poderes político, militar, fiscal y judicial. Y naturalmente, la facultad delegada ―en nombre del rey de España― de reprimir y de escarmentar. Catalunya fue dividida en nuevo corregimientos y la "subdelegación" de la Vall d'Aran.
Pero lo que resulta más curioso es que, hasta finales de la centuria de 1700, los mapas cartografiados en Centro Europa seguirían dibujando Catalunya en su integridad y en su realidad históricas. Como una especie de alegoría en un paisaje indestructible que, más temprano que tarde, la lógica, necesariamente, recuperaría de nuevo. En cambio, los mapas borbónicos, dibujan una España irreal y pintoresca, que trascendería en el tiempo hasta las aulas de la escuela franquista. El más revelador, sin embargo, es la deliberada ocultación de la soberanía británica de Gibraltar y de Menorca (cedidas por el primer Borbón español en 1713). Y en cambio, el dominio francés sobre los condados norcatalanes (cedidos por el penúltimo Habsburgo hispánico en 1659) queda fuera de cualquier duda.
Philippe de Pretot fue el primer cartógrafo que dibujó los Països Catalans (1770). La denominación no había sido creada (lo haría, cien años más tarde, la institución valenciana Lo Rat Penat); y aquel mapa no pasa de la categoría de corografía (territorios que comparten lengua, cultura e historia). Pero Pretot ―y la prestigiosa Academie des Sciences de París― pondrían en evidencia a Felipe V y su régimen. En la corografía de Pretot no estaban la Catalunya del Nord y el Alguer. Pero tenía el valor académico y científico que no tenían las corografías españolas, que, repetidamente, reunían sobre un mismo dibujo Catalunya, Aragón y Navarra. Como también, desde la ideología borbónica española, se consideraba el catalán, aragonés y euskera dialectos de gente rústica, iletrada y blasfema.