Lleida, primavera del 714. Las autoridades hispanovisigóticas locales pactaban la capitulación de la ciudad y el ejército árabe de Al-Hurr (sobrino del gobernador Musa ibn Nussayr) incorporaba el territorio del valle bajo del Segre al dominio de Al-Ándalus. Al-Hurr entró en Lleida sin disparar ni una flecha. Pero no en todas partes fue así. Las grandes diferencias entre las ciudades que capitularon (Lleida, Tortosa, Barcelona, Girona) y las que resistieron (Tarragona, Badalona, Mataró, Empúries) delatan la existencia de un paisaje social, político, económico y cultural que guarda muy poca relación con la idea de una Hispania visigótica homogénea, singular y ordenada.
La investigación historiográfica moderna ha puesto de relieve una realidad desconocida: el islam llegó a la península Ibérica mucho antes de que los ejércitos árabes de Táriq derrotaran a los visigodos de Rodrigo en la batalla del río Guadalete (711); es decir, mucho antes de la conquista militar (711-726). El falso mito de una Hispania confesionalmente homogénea, uniformemente cristiana, se desenmascara en el momento en que sabemos que, a finales de la centuria del 600, el islam había conseguido captar miles de seguidores (naturalmente, de forma clandestina) entre la población autóctona peninsular, es decir, la población de cultura hispanorromana gobernada por la monarquía visigótica.
Efectivamente, el islam había corrido como la pólvora. Especialmente, entre los sectores más humildes de la población y en las zonas, en aquel momento, más pobladas de la Península: los valles de los ríos Guadalquivir, Guadiana, Tajo, Segura, Túria y Ebro. Desde que el cristianismo había sido convertido en religión oficial del Imperio romano (380) y, sobre todo, desde que la monarquía visigótica había renunciado al arrianismo (586), la Iglesia se había convertido en una de las tres patas del poder. Los obispos y los abades actuaban como auténticos barones territoriales, que participaban plenamente de un sistema fundamentado en las profundas y trágicas desigualdades entre las clases privilegiadas y las clases populares.
Esta es una de las causas que explican la rápida progresión del islam en la península Ibérica, antes y durante la conquista: el papel que había asumido la Iglesia no guardaba ninguna relación con su mensaje evangélico. En cambio, en aquel momento, el islam se presentaba como una religión —como un sistema, en definitiva— muy innovadora y más igualitaria. La otra causa, la que impulsaría ciertas clases privilegiadas a transitar hacia el islam, tenía, también, un componente terrenal: a medida que avanzaba la conquista del territorio, los árabes ofrecían a las oligarquías autóctonas la posibilidad de conservar el estatus social y económico a cambio de transitar de la basílica a la mezquita.
Y eso es lo que pasó en Lleida y en Tortosa, hasta entonces Ilerda y Dertosa, y a partir del hecho, Lérida y Turtusha. Cuando Al-Hurr tomó Zaragoza, los valles bajos del Ebro y del Segre ya estaban relativamente islamizados. Y el papel de los Cassius (la gran familia oligárquica de la región) resultó decisivo: no tan sólo abrazaron entusiásticamente el islam, sino que empujaron al resto de oligarquías del territorio a hacer lo mismo. Los Cassius se convirtieron en Banu Qasi, los Llop pasaron a ser Ibn Llop y los Fortuny se rebautizaron Ibn Fortun. Un detalle que revela que aquellas oligarquías eran tan asquerosamente ricas que, difícilmente, se podían plantear otra cosa.
En cambio, en Tarragona, en Badalona, en Mataró o en Empúries las cosas fueron radicalmente diferentes. En Tarragona (entonces Tarracona), el año 716, el arzobispo Próspero ordenó el abandono total de la ciudad, antes que capitular la rendición. A pesar del inmenso poder que ostentaba (era la máxima autoridad política, judicial y religiosa), por razones obvias, no siguió o no pudo emular el ejemplo de los Cassius. Próspero y sus oligarquías (las civiles y las religiosas) se fueron precipitadamente y se exiliaron a los dominios pontificios de Italia; y Tarragona (la gran urbe del cuadrante nordoriental peninsular) quedó convertida en una ciudad fantasmal durante cuatro siglos (716-1116).
En esta línea, es importante recordar que no todo fue blanco o negro. Las fuentes nos revelan que la paleta de colores tuvo una variedad extensísima. Barcelona o Girona no capitularon en los mismos términos que Lleida o Tortosa, porque sus respectivas oligarquías no respondían al mismo perfil. En los valles del Ebro y del Segre predominaba el gran latifundio de herencia romana, mientras que en la costa la riqueza procedía, en buena parte, de la actividad comercial. Este dibujo relativamente diferenciado revelaría que las desigualdades eran más marcadas en Lleida que en Girona, por poner dos ejemplos; y, por lo tanto, explicaría que el islam se hubiera propagado con mucha fuerza en la orilla del Segre.
Sin embargo, en aquel paisaje, aparecería un tercer elemento que —de una forma definitiva— explicaría por qué, a partir de la invasión árabe, Lérida y Turtusha vivieron una etapa de crecimiento y plenitud, en contraste con la crisis —sobre todo demográfica— que afectó a Barcelona, Girona, Empúries y, sobra decir, Tarragona. Este tercer factor era el elemento invasor. Los árabes y los bereberes se establecieron, principalmente, en los valles del Ebro y del Segre (en Barcelona o en Girona, eran poca cosa más que la guarnición militar local). Y si bien es cierto que representaban un contingente muy minoritario (se estima que nunca fueron más del 10% de la población), también lo es que tuvieron mucho peso en aquellas sociedades.
Así pues, las fuentes documentales, de nuevo, nos dibujan paisajes muy diversos sobre el solar de la futura Catalunya. Durante la centuria del 700, Lleida y Tortosa (como Zaragoza o como València) se revelan como unas ciudades progresivamente —y profundamente— arabizadas. En cambio, la traza de Barcelona o de Girona (la sociológica, la cultural y la urbanística) no parece especialmente afectada por aquel nuevo escenario. Incluso algunas fuentes revelan que entre el 717 y el 801 (la etapa de teórica dominación árabe), Barcelona se gobernó como una especie de república patricia municipal, federada al poder andalusí. Y que estos gobernantes no eran ni árabes ni musulmanes.
Durante los tres siglos largos de dominación árabe (714-1149), Lleida recuperó la condición de gran ciudad del territorio que había ostentado durante la época noribérica (siglos V en II a.C.). Los arqueólogos estiman que podría haber reunido unos 10.000 habitantes, quintuplicando demográficamente Barcelona, Girona, Elna o Urgell, que en ningún caso pasaban de los 2.000. Pero aquella Lérida era muy diversa. Los descendientes de árabes y de bereberes (mestizados con las familias oligárquicas autóctonas) no pasaron nunca de la categoría de minoría que ostentaba el poder. Ni el islam fue la religión mayoritaria: persistieron minorías —relativamente numerosas— de judíos y de cristianos.
Ni el árabe pasó de la categoría de lengua de cultura y de poder: se estima que en las calles y en las plazas de Lérida y de Turtusha triunfó plenamente un pintoresco sistema lingüístico que era un sincretismo basado en el latín vulgar anterior a la invasión (un precatalán muy primigenio) con importantes influencias y aportaciones del amazig y del árabe. Eso no quiere decir, en ningún caso, que el actual dialecto occidental del catalán (llamado leridano y tortosino, en sus respectivas zonas) tenga el origen en esta lengua castiza de Lérida y de Turtusha. Porque entre 1148 (conquista de Tortosa) y 1149 (conquista de Lleida) todo aquel mundo se hundió repentinamente.
Efectivamente, la mal llamada Reconquista no fue otra cosa que una formidable y trágica limpieza étnica. Por toda la península Ibérica. Y los valles bajos del Segre y del Ebro, ocupados por las fuerzas de Ramón Berenguer IV, conde independiente de Barcelona, no fueron una excepción. Después de la conquista, las oligarquías de Lérida y Turtusha, y una buena parte de aquellas sociedades (se puede bien decir que la parte mayoritaria) fueron forzadas al exilio, hacia el sur de la Península y hacia el norte de África. Y todos los vestigios culturales y religiosos (los tangibles y los intangibles) fueron radicalmente extirpados y furiosamente eliminados.
Sólo quedaron pequeñas bolsas de familias campesinas (los llamados moriscos, descendientes de la población hispanorromana islamizada durante los siglos VII y VIII y dispersos por los pueblos del Segre y del Ebro) que progresivamente (entre los siglos XII y XVII) fueron cristianizados y asimilados. A la fuerza, naturalmente.