Barcelona, 5 de agosto de 1391. Una masa incontrolada de gente destrozaba la puerta de entrada al Call y se libraba al saqueo de las casas, de los obradores, de los comercios y de las sinagogas del barrio; y al asesinato de las personas que no se habían podido refugiar en el castillo y que se habían resistido a ser conducidas a los templos cristianos con el propósito de bautizarlas a la fuerza. En el transcurso de aquella trágica jornada más de 300 personas murieron asesinadas, y más de 3.000 fueron brutalmente agredidas y forzadas a bautizarse en la fe cristiana. Las fuentes documentales revelan que los atacantes obturaron los pozos y las cisternas de la judería con los cadáveres de las víctimas. Y que el barrio quedó absolutamente devastado. El asalto y destrucción del Call de Barcelona, perpetrado por los sectores más desfavorecidos de las clases populares, se articuló como una revuelta urbana. Pero la investigación historiográfica revela que la ideología de los que ―desde la sombra― atizaron el conflicto no respondía a ningún tipo de reivindicación social.
La Barcelona del pogromo
La Europa del año 1391 estaba inmersa en un paisaje devastado por las terribles crisis que, desde las décadas centrales del siglo, habían puesto en cuestión tanto el sistema político como el modelo económico. Una auténtica crisis sistémica que se revelaba, también, en forma de episodios cíclicos de hambre y de pestes que arrasaban, sobre todo, los segmentos más humildes de la población y que, en conjunto, anunciaba el fin de la Edad Media. Barcelona no era una excepción, y si bien con sus 50.000 habitantes era una de las grandes ciudades del Mediterráneo, las mismas fuentes la dibujan como un cuadro de trazos dantescos. Un arco que transitaba desde una minoría instalada en el lujo hasta una mayoría masacrada por la infraalimentación, las enfermedades, la delincuencia y la muerte. La comunidad judía de Barcelona, y por extensión, la del resto de juderías catalanas, tampoco había conseguido escapar de los efectos de la crisis; y si bien las diferencias no eran tan marcadas, los barrios judíos catalanes y europeos no dejaban de ser una réplica a escala del conjunto de la sociedad.
La chispa del asalto
El asalto al Call de Barcelona se forjó en el barrio de la Ribera, que era donde se concentraban los segmentos más humildes de población. Según las fuentes documentales, a primera hora del día del pogromo, la tripulación de un barco mercante procedente de Mallorca hizo correr la voz de que, poco antes, la judería de Palma había sido asaltada y sus habitantes habían sido masacrados. En pocas horas se encendió, por toda la ciudad, un ambiente de revuelta social que culminaría con el asalto. En este punto, resulta sorprendente comprobar como las autoridades municipales, responsables del orden público, y el ejército real, responsable de la seguridad de la comunidad judía, con todos los recursos que tenían al alcance se mostraron impotentes para detener aquella explosión de violencia. Las mismas fuentes revelan que, hasta el día siguiente ―cuando la judería ya estaba devastada― no se practicaron las primeras detenciones; y que, posteriormente, las ejecuciones de los considerados culpables de asesinato quedarían en la categoría de tragicomedia: se ajusticiaron inocentes y se liberaron criminales.
¿Una revuelta social?
Los judíos medievales, generalmente, no estaban bien considerados por el conjunto de la sociedad. Pero el antijudaismo medieval no tenía un componente antropológico como el que tiene el antisemitismo contemporáneo. La propaganda antijudía medieval era estrictamente religiosa. Pero en una sociedad tan absolutamente dominada por el pensamiento espiritual este perverso mensaje tenía mucho peso y mucha fuerza. Y este detalle es el que explica la rocambolesca fusión de las reivindicaciones sociales y el antijudaismo: en aquel contexto crítico generalizado los sublevados postulaban la universalización del cristianismo como la vía que tenía que conducir a la desaparición de los poderes terrenales (sobre todo la Iglesia como intermediaria entre el pueblo y Dios) y al reparto equitativo de los recursos y de las riquezas. El asalto a las juderías ―y la conversión forzosa de la población judía― era, a ojos de los sublevados, el paso previo para desbaratar un modelo social, político y jurídico fundamentado en los privilegios de los poderosos.
El precedente de Sevilla y el arcediano de Écija
Esta ideología no era de fábrica barcelonesa. Había surgido en el sur peninsular y, nunca más bien dicho, corría como la pólvora. La cronología de los asaltos a las juderías arranca con el pogromo a la judería de Sevilla, una de las más potentes económicamente y demográficamente de la península Ibérica. El 6 de junio de 1391, dos meses antes del pogromo de Barcelona, un clérigo andaluz llamado Ferrand Martínez ―arcediano de la diócesis de Écija― lideraría el pogromo de Sevilla que, en aquel caso, se saldaría con un balance de 4.000 muertos. La corona castellana, garante de la seguridad de los judíos sevillanos, lo resolvería imponiendo una multa que la ciudad pagaría, naturalmente a las arcas reales, durante diez años. Estos detalles son muy significativos. Primero anticipan el papel que, por toda la península, jugaría el poder monárquico ―-garante de la seguridad de las comunidades judías― en aquella crisis. Y segundo, explicaría la existencia y la detención de agentes castellanos directamente implicados en la masacre de la judería de Barcelona que, sorprendentemente, no serían ajusticiados.
El eslabón más débil de la cadena
Una simple observación de los hechos sitúa los tres poderes del sistema (la monarquía, la nobleza y la Iglesia) directamente implicados, por comisión o por omisión, en los pogromos en general y en el asalto al Call de Barcelona, particularmente. Y entonces es cuando se plantea la cuestión: ¿los judíos fueron convertidos, a propósito, en una válvula de escape? La respuesta más que probable es que sí. El sistema hacía aguas por todas partes y los poderes ―al menos en la península Ibérica― se conjuraron para desviar el foco de contestación hacia la comunidad judía. Al margen de las ocultas maniobras gestadas en las cancillerías, resulta muy revelador un detalle que lo manifiesta manifiestamente: las fuentes documentales revelan que cuando las autoridades barcelonesas se disponían a colgar los agentes castellanos que habían atizado ―y probablemente guiado― la multitud contra la judería, se reprodujeron los actos violentos, sin embargo, en aquella ocasión, contra las casas particulares de personajes relevantes de la ciudad. El chantaje se resolvería con la liberación, sobre la madera del cadalso, de los condenados.
El fin del Call
El ataque y la destrucción del Call de Barcelona marcaría el inicio del fin de las comunidades judías catalanas. El Call barcelonés nunca más recuperaría la fuerza económica y demográfica que había tenido. En Barcelona ―y en el Principado, por extensión― se produciría una progresiva conversión, naturalmente forzada por las circunstancias, a la fe cristiana; que algunos cálculos estiman que afectaría a las tres cuartas partes de la comunidad judía catalana. En cambio, después del pogromo, los mismos poderes implicados en la destrucción del Call soterrarían con el uso de la fuerza las reivindicaciones sociales que habían sido la bandera de los asaltantes.