Catalunya vive un momento excepcional de su historia que puede culminar con la proclamación de la República catalana. Un hito histórico que cuenta con cuatro réplicas anteriores. En la historia de Catalunya se ha proclamado la República en cuatro ocasiones. Pau Claris, en 1641; Francesc Macià, en 1931, y Lluís Companys, en 1934, la proclamaron en calidad de presidentes de la Generalitat. Y Baldomer Lostau, en 1873, lo haría en nombre de la Diputación de Barcelona. Con diferencias sustanciales. Lostau y Companys reivindicarían la adaptación del régimen foral catalán de 1714 a una modernidad republicana. En cambio, Claris y Macià proclamarían la independencia. Un Estado propio que en el caso del primero gravitaría —por la amenaza militar hispánica— hacia la órbita política francesa; y en el del segundo sería reconducido —por razones similares— hacia una República española que, fiel al atavismo castellano, se rebelaba contra la existencia de una Catalunya catalana.
1641: la República de Pau Claris
Las causas que provocaron la Revolución de 1640 tienen una sorprendente correspondencia con las actuales. Salvando las obligadas distancias, naturalmente, fue un estallido de indignación popular contra las políticas de la cancillería hispánica de Madrid y contra las clases colaboracionistas catalanas que las ejecutaban. La corrupción, divisa de las oligarquías latifundistas cortesanas, había sido convertida en el único propósito de hacer política. Lerma, Olivares —primeros ministros— y toda la hilera de secretarios que, como moscas, giraban a su alrededor, provocaron en Catalunya una crisis sin precedentes. La práctica más dramática de la corrupción se manifestaría a través de la especulación de alimentos que se perpetraba desde la oficina del virrey hispánico. Ruina generalizada, desahucios masivos y ocupación militar castellana perpetrada con el pretexto de resolver la condescendencia de las instituciones catalanas con el bandolerismo, completarían el cuadro.
Las élites intelectuales y mercantiles de Barcelona asumieron la responsabilidad de liderar el descontento popular y reconducir un movimiento antiseñorial y anticastellano hacia una revolución independentista. Emergía la figura de Pau Claris. Y el virrey hispánico —conde de Santa Coloma— un virtuoso de la antipolítica, un corrupto reputadísimo y el personaje más odiado del país, hizo con la justicia "de la capa un sayo", y contestó con una ofensiva represora, un estallido de testosterona, que llevaría a la prisión a los dirigentes del movimiento. La revolución estallaría cuando los soldados castellanos, por orden del virrey, dispararon contra las masas concentradas delante de las mazmorras para exigir la liberación de sus líderes. Santa Coloma, abandonado por la testosterona, moriría lanzado a las rocas de Montjuïc, y Claris, poco después, proclamaría la primera República catalana, que duraría lo que los enemigos de la independencia tardarían en envenenar al president.
1873: la República de Baldomer Lostau
A la Catalunya de Lostau le quedaban bien pocas cosas de la de Claris. Había pasado un mundo: dos guerras independentistas perdidas, cuatro guerras civiles mortíferas, una Revolución Industrial que había transformado la fisonomía del país y dos siglos de devastadora dominación española. De la España de fábrica castellana. Pero los catalanes somos de una pasta muy particular. Con toda el agua —y lo que no es agua— que, desde Claris, había caído del cielo; la clase dirigente del país —cuando menos, la parte más destacada— proponía otra arquitectura de España. Los liberales españoles, entusiastas del bricolaje político, habían cambiado la pintura y el tapizado del cortijo borbónico. Pero las vigas y las paredes conservaban la atávica estética castiza de los cuadros de Goya. La España liberal no era más que una réplica cañí de la Francia revolucionaria y jacobina. La oculta devoción —o el inconfesable complejo— que, históricamente, han sentido los españoles con respecto a los franceses.
La burguesía catalana —la que no estaba metida en el tráfico de esclavos— y las clases populares —el proletariado embrionario— abrazaron el republicanismo federalista para cambiar España. Para catalanizarla. Socialmente y económicamente. El proyecto Lostau no era independentista. Era radicalmente regeneracionista y en su ingenuidad política aspiraba a resolver el conflicto territorial y la lucha de clases con un golpe de culo. En Catalunya y en España. Naturalmente subestimaba las profundas raíces del poder ancestral, que a finales del siglo XIX había mutado hacia el curioso fenómeno del caciquismo, para abrir las puertas del cortijo a los hijos de los capataces. Lostau, en una maniobra de dudosa eficacia, proclamó la República catalana federada con el resto de repúblicas territoriales españolas; que, en el tiempo que España ya lideraba la clasificación del campeonato mundial de golpes de estado militares, duraría lo que el caciquismo tardaría en criminalizarla.
1931: la República de Francesc Macià
La Catalunya de la zarzuela —la de Lostau— tampoco tenía demasiados elementos en común con la del charlestón —la de Macià—. Las independencias de Cuba, de Puerto Rico y de Filipinas habían provocado, en la intelectualidad española, una curiosa reacción patrioterista —introvertida y mística— que se convertiría en el ideario del nacionalismo español y en la divisa de los partidos dinásticos —el equivalente a los actuales partidos constitucionalistas. Por razones obvias que ni hay que comentar, la sociedad catalana se giraría de espalda, para no decir de culo. El proyecto regeneracionista —la catalanización de España— quedó más colgado que un jamón por san Martín. Surgía, por primera vez desde 1713, una corriente política independentista que el régimen dictatorial de la castiza triada capitolina (Alfonso XIII, Primo de Rivera y Milans del Bosch), con el desguace de la preautonómica Mancomunitat y la persecución de la cultura catalana, alimentarían exponencialmente.
Macià lideraría la lucha contra la dictadura y alcanzaría la categoría de mito. Ganaría las elecciones municipales de 1931 —los primeros comicios después de la dictadura— con un programa político plenamente independentista. Tan claramente que la clase política española forzó el exilio del Borbón para evitar la autodeterminación de Catalunya. El 14 de abril proclamaba la República horas antes de que alguien se atreviera a hacer lo mismo en Madrid. La República catalana nacía independiente, pero comprometida con las otras repúblicas peninsulares. La hostilidad política y social que generó en España, comparando el autogobierno catalán con la autonomía, previa a la independencia de Cuba; delata definitivamente que, en el imaginario español, Catalunya era una colonia sometida al imperio del "justo derecho de conquista" borbónico. Y revela que la República se consideraba legítima heredera del imperio territorial español. Tres cuartos de lo mismo para el actual régimen constitucional.
1934: la República de Lluís Companys
Alfonso Guerra no inventó aquello de "cepillarse el Estatuto catalán". Lo hizo el republicanísimo Alcalá-Zamora. Companys heredó un cepillado que no había satisfecho la vorágine patriotera española. Y se encontró inmerso en un proceso de liquidación estatutaria —lo único del Estado español— que provocaría, a propósito, una tensión brutal entre Catalunya y España. Aznar tampoco inventaría aquello de "hay que corregir la deriva autonomista de la izquierda". Gil-Robles, el líder de los antirrepublicanos que, paradójicamente, se habían convertido en partido de gobierno, lo aplicó en pleno régimen republicano. Cosas de España. Companys se vio forzado a recuperar la República de Macià, aprobada por más de las tres cuartas partes de la ciudadanía; como una afirmación de dignidad colectiva. Su error sería responder con las armas a la provocación, que las clases políticas y militares españolas se cobrarían con la suspensión de la autonomía y el encarcelamiento del gobierno catalán.
El actual proceso independentista tiene una historia que se remonta al año 2006, cuando el Tribunal Constitucional se "cepilló" el Estatut refrendado por la ciudadanía catalana. Desde entonces asistimos a un tenebroso espectáculo que revela la auténtica naturaleza de la pseudo-democracia española; asilvestrada y dominada por la testosterona patrioterista de naturaleza místico-religiosa, que se pretende como la imagen idealizada de un pesebre del imaginario barroco Salzillo. De dinámicas estáticas y de figuras tradicionales. Con el inevitable protagonismo de san Mariano, la virgen Soraya y el niño Cristóbal. Paz y amor. Queda para el futuro inmediato revelar a quién se le reservaron los papeles del asno y del buey que completan la estampa. La de la España atávica y eterna. Y queda, también, para el futuro inmediato revelar el papel que, en este pesebre, juegan las izquierdas españolas pretendidamente progresistas y democráticas. ¿El de los Reyes Magos? ¿El de los pastorcillos? ¿O el del caganer?