“¿Por qué debería pedir perdón? ¿Qué crimen he cometido?”, se reivindicaba en el documental Ich bin Enric Marco (2009). Hacía cuatro años que el engaño se había destapado, y quien fuera presidente de la Asociación AMICAL de Mauthausen seguía justificando lo injustificable. La relación entre Enric Marco y la mentira venía de lejos, de muy lejos. Quien más quien menos conoce el escándalo que supuso descubrir la falsedad de la biografía de quien ejercía de portavoz oficial de los deportados republicanos españoles en los campos de concentración y exterminio del nazismo. Víctimas dobles por el desprecio asesino de un gobierno franquista que no les reclamó como suyos ni les dio oportunidad de volver a empezar. El informe del historiador Benito Bermejo destapaba que Marco nunca fue enviado a Alemania por la dictadura cómplice de Hitler, sino que había viajado como voluntario para ser mano de obra en fábricas de arsenal militar. Un engaño que implicaba, como confesó finalmente, que tampoco había estado preso en el campo de Flossenbürg.

La suya fue una vida completamente (él decía que solo parcialmente) inventada, manipulada, alejada de toda certeza

Pero Enric Marco había mentido antes, mucho antes, cuando a finales de los 60 explicaba sus imaginadas peripecias antifascistas a jóvenes estudiantes universitarios. O cuando escondió a su segunda esposa que ya había estado casado años atrás, y tenía una hija a la que había abandonado. La suya fue una vida completamente (él decía que solo parcialmente) inventada, manipulada, alejada de toda certeza. Como víctima del Holocausto pero también de puertas adentro. Parece imposible que la bola que Marco empezó a arrastrar, vete a saber por qué extraña razón, se hiciera tan y tan grande. Y parece imposible que la mantuviera durante décadas, incluso cuando ya era un boxeador contra las cuerdas a minuto y medio del K.O.

Una inmoralidad extrema

Si lo llevamos hasta la más extrema de las inmoralidades, la figura de Enric Marco fue pionera de lo que hoy es moneda común: vivimos tiempos de posverdad y de noticias falsas que corren más rápido que un fórmula uno. Esta es una época en la que cualquiera busca dar su mejor versión, de eso viven las redes sociales, y maquillar la realidad es una opción mayoritaria. Él no tenía Instagram, pero sí todas las virtudes del embaucador, del charlatán, del vendedor de lociones milagrosas que hacen nacer pelo de las calvas más brillantes, y rápidamente se dio cuenta de que sus cuentos de terror y revolución provocaban la atención y la admiración negadas por una vida gris. Cuando hablaba, le escuchaban, fascinados por su facilidad narrativa, con ese hilo de voz y un carisma a prueba de bombas.

No tenía Instagram, pero sí todas las virtudes del embaucador, del charlatán, del vendedor de lociones milagrosas que hacen nacer pelo de las calvas más brillantes

Convendremos que no es lo mismo colgar una foto con filtros o simulando que has cocinado un caldo que te ha traído mamá con hacerse pasar por superviviente de la máquina genocida de Hitler. Marco diría que es cuestión de matices, de detalles sin importancia. Cuando le pillaron, se justificaba entre balbuceos y con argumentos delirantes. “Yo no he dicho ninguna mentira, en todo caso han sido palabras en boca de un mentiroso, pero ninguna de las cosas que contaba eran falsas”, se defendía, explicando a quien ya no quería escucharle que la importancia del mensaje estaba por encima de la integridad de quien lo pronunciara.

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Mañana llega a las salas de cine Marco

La vida no era bella

Hay un momento en Marco, la película que nos ocupa, probablemente fabulado por los guionistas, en el que nuestro hombre acusa a Roberto Benigni de empalagoso y critica con indignación que los jóvenes de la época sólo conozcan el exterminio nazi por La vida es bella. Es un sutil y muy fino golpe de humor que retrata muy bien al personaje: no es que Marco se hubiera olvidado de estar viviendo una tremenda farsa, pero sí lo había interiorizado de tal modo que se apropiaba de un sufrimiento que solo un superviviente de aquel horror podía comprender.

No es que Marco se hubiera olvidado de vivir una tremenda farsa, pero sí que lo había interiorizado de manera tal que hacía suyo un sufrimiento que solo un superviviente de aquel horror podía comprender

El film se inicia en 1999, con el protagonista viajando con su mujer hasta Flossenbürg, buscando un certificado oficial que demuestre su pasado como deportado republicano en el campo de concentración. No se lo dan, obviamente, no aporta pruebas suficientes porque, en realidad, no existen. Cinco años más tarde, Enric Marco da charlas en centros educativos de todo el país, preside la asociación que representa a las víctimas españolas del nazismo, ha conseguido fondos para financiarse y la atención de los medios de comunicación, y ha hablado de la su experiencia en el Congreso de los Diputados haciendo llorar a sus señorías. Su ambición, o su convencimiento de que el fin justifica los medios, no se detiene aquí: conseguirá que el presidente Zapatero haga acto de presencia en la conmemoración del 60 aniversario de la liberación de los campos, España presidirá los actos y él mismo ofrecerá el discurso de inauguración.

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Eduard Fernández protagoniza la interpretación del año dando vida a Enric Marco

La interpretación del año

Es en este contexto cuando se estrecha el cerco sobre Marco. Y la película, que hasta entonces ha transitado con aires narrativos más o menos convencionales, se transforma en un thriller que corta la respiración. La cámara empieza a hacerse notar, la atmósfera se oscurece, la música pone el dedo en la llaga, y, cuando termina la pantomima, pasamos a sufrir con un personaje cada vez más arrinconado y solo, incapaz de pedir perdón. Y esa insólita empatía es responsabilidad de la decisión de la película de no querer juzgar al personaje. Y del trabajo de un inmenso, descomunal, extraordinario, Eduard Fernández. La del actor barcelonés es la interpretación del año del cine español.

La del actor barcelonés es la interpretación del año del cine español

Más allá de su transformación física: 19 kilos ganó para abordar al personaje, rapándose la cabeza y dejando que el magnífico equipo de maquillaje lo convirtiera en un perfecto doble de Marco; Fernández asume el reto de interpretarlo, de imitarlo y clavar su vocecita, de domar sus complejidades y contradicciones, de construirlo: en una misma escena es capaz de mostrar su narcisismo, su perseverancia, su aislamiento, su empeño, su frivolidad, su solidaridad, su cinismo, su fragilidad, su inmoralidad.

Fernández asume el reto de interpretarlo, de imitarlo y clavar su vocecita, de domar sus complejidades y contradicciones, de construirlo

La intrahistoria de Marco, la película que nos ocupa, también merece su propia atención: en 2006, cuando ya sabíamos de qué pie calzaba, Aitor Arregi y Jon Garaño (miembros de la productora Moriarti, responsable de éxitos como La trinchera infinita, Loreak o la serie Cristóbal Balenciaga) acordaron acompañar al hombre del escándalo hasta el penal de Kiel, donde sí había sido internado, y filmarlo como protagonista de un documental. En su enésimo engaño, les dio gato por liebre e dio un salto de proyecto para después aparecer en la ya citada Ich bin Marco. Desencantado por el retrato que hacían de él, contactó de nuevo con Arregi y Garaño, acordando evolucionar el proyecto y hacer un híbrido entre ficción y documental. Una vez fallecido Marco, la cosa acabó en la ficción que nos ocupa.

Pero, en realidad, la sombra híbrida no se marchó del todo: con acierto y poniendo el foco en la idea que planea durante toda la película, este constante juego de espejos  entre realidad y mentira (¿cuántas veces vemos al protagonista observando su reflejo, ya sea ​​tiñéndose el bigote, ya sea en el escaparate de una confitería?), los cineastas se sacan de la manga dos escenas sensacionales: por un lado, la ya citada al principio, con Marco-Fernández viendo en un cine el documental Ich bin Marco, y gritando que el hombre de la pantalla, el Marco real, no es él. Y, por otro, con Marco-Fernández yendo a un acto de presentación del libro El impostor, en el que Javier Cercas contaba su historia. "Mentiroso, no has hecho nada bueno desde Soldados de Salamina", le espeta al escritor, mezclando, una vez más, falsedad y realidad, haciendo interactuar la ficción de una película con las imágenes de archivo. En algunas entrevistas promocionando su libro, Cercas definía a Marco como “una rock star de la Memoria Histórica”, y seguramente su adicción a llamar la atención le hizo llegar tan lejos. Las lágrimas, al saber que nunca pisó una fábrica de la muerte nazi, del añorado Fermí Reixach, que interpreta al superviviente real que sospechaba la impostura de Marco, determina la altura del listón a los efectos devastadores de una mentira que, durante años, ayudó a no olvidar.