Decía el guionista Rafael Azcona que los amantes son los seres más egoístas del mundo porque ya puede caer un meteorito en la Tierra que ellos solo piensan en ellos. Y nosotros solo pensábamos en nosotros, llevados por la euforia, contando los meses, las semanas y los días que faltaban para que en el 2032 un aerolito del tamaño de un campo de fútbol impactara contra una ciudad – da igual cuál- y cambiara el clima, los océanos se desbordaran y el aire fuera (todavía más) irrespirable. ¿Qué planes de futuro teníamos que hacer ahora que dormíamos juntos y pagábamos el alquiler a medias? La certeza de que todo lo que habíamos construido acabaría de aquí a siete años convertido en cenizas, nos angustiaba, es verdad, pero también nos liberaba de una responsabilidad que quizás no queríamos. ¿Hijos? De ninguna manera. ¿Salud? Siete años los podemos aguantar. ¿Problemas económicos? Nos meábamos de risa.

El final era la salvación

Y los días que creímos en nuestra fecha de caducidad fueron torrenciales, inmensos. Comíamos lo que queríamos cuando queríamos, nos lo bebíamos todo, hacíamos el amor en lugares públicos, escupíamos en el caparazón pelado de los cretinos, tú dejaste el trabajo, yo dejé de decir mentiras. El final era, al fin y al cabo, la salvación. Pero el meteorito cambió de rumbo, o eso dijeron, alguien en la NASA, o en un laboratorio, o la inteligencia artificial – da igual quién- se equivocó con los cálculos, y en el 2032 solo tendríamos, en nuestro cielo, las vistas crepusculares del asteroide 2024 YR4. No nos lo podíamos creer.

Comíamos lo que queríamos cuando queríamos, nos lo bebíamos todo, hacíamos el amor en lugares públicos, escupíamos en el caparazón pelado de los cretinos

En el 2032 nosotros seguiremos girando bajo las leyes de la gravedad en torno a una estrella, y no cambiará el clima, ni se desbordarán los océanos aunque el aire sea absolutamente irrespirable... Y eso nos estropeó el final. Fue una desilusión, de repente, saber que tendríamos toda la vida por delante. Quizás de aquí a unas décadas una enfermedad haría el trabajo adecuado, pero no era del todo seguro y tampoco lo podíamos rodear en rojo en el calendario. Era la incertidumbre. La incertidumbre de no saber qué hacer, de todos los planes finitos que habíamos trazado. Y también era la vergüenza. La vergüenza de volver al trabajo y pedir perdón al encargado, que evidentemente no te dejó entrar en el despacho mientras te insultaba hacia más allá del cristal. La vergüenza de nuestros cuerpos grabados en la vía pública moviéndose con más pena que gloria y la vergüenza de volver a mentir. Decidí que mentir era el camino más corto para llegar a la felicidad. Y ahora que ya no éramos tan finitos, aparecían de nuevo las dudas sobre los hijos, los quebraderos de cabeza por la cuota de los autónomos y nos dormíamos haciendo ver que quizás sí, quizás estábamos hechos el uno para el otro.