Elizabeth Strout (Portland, Maine, 1956) se dio a conocer en el 2009 con la novela Olive Kitteridge, que ganó el Premio Pulitzer y más tarde, en nuestro país, el Premio Llibreter. Ahora Duomo publica su última novela, Me llamo Lucy Barton (en catalán en Edicions de 1984). Estos días Strout está en Barcelona para presentar esta obra, una reflexión sobre la familia, sobre la comunicación y, en último término, sobre el amor.
El reencuentro
El grueso de la novela de Strout se sitúa en un hospital, donde está ingresada por una larga temporada una mujer joven, madre de familia, Lucy. Lucy recibe la visita de su madre, a quien hace muchos años que no ve. Madre e hija, que la vida ha separado, pasarán seis días solas en una habitación, y tendrán que ponerse al día de sus vidas. Mientras la madre ha seguido viviendo en un medio rural embrutecedor, en la pobreza más absoluta, la hija ha podido ir a la universidad, se ha casado con un hombre con cierto dinero y se ha integrado en las clases medias urbanas. La aproximación no será fácil: la distancia que las separaba cuando vivían juntas se ha incrementado todavía más.
La pobreza
Elizabeth Strout afirma, con cierto pudor, que todas sus obras tienen una cierta preocupación por la clase social, y que por eso su protagonista, que viene de orígenes muy humildes, traspasa "la frontera de clase". En realidad, la obra va más lejos: la protagonista vive en la América profunda, en una situación de verdadera miseria: una casa miserable, apestosa, sucia... Una infancia que acabará traumatizándola, aunque de forma bastante indeterminada: Lucy evita explicar detalladamente sus problemas de infancia. Pero queda bastante claro que, además de los traumas de la pobreza, Lucy ha quedado profundamente marcada por la estigmatización que ha sufrido como pobre. Al fin, Strout aborda la pobreza desde una perspectiva muy conservadora: lo principal no es luchar contra la pobreza, sino mantener la dignidad en la pobreza y, en cierta forma, aceptarla. Tan sólo hay una denuncia repetida: la de aquellos que humillan y acomplejan a los otros en razón de su pobreza, su origen, su forma de vestir...
La incomunicación
Las protagonistas de la obra son madre e hija. En principio, como tales, tendrían que compartir muchas cosas. Pero no las han compartido nunca. Solas, en la habitación del hospital, sin interferencias, tendrán que hacer un ejercicio de comunicación que no han hecho jamás. Evitan los temas espinosos, caen en largos silencios, hablan de cosas sin importancia, pero detrás siempre aparecen los fantasmas del pasado. Son seis días de lucha en que Lucy trata de comunicarse: seis días en que no consigue derribar las barreras que la separan de su madre, pero que abre alguna rendija que para ella es muy importante. Elizabeth Strout no cree que el caso de Lucy sea excepcional: "En realidad no conocemos a nuestras madres. Hablamos, hablamos, pero no las conocemos", declara muy seria. En realidad, cree que las posibilidades que tenemos de saber qué piensan los otros somos mucho reducidas, "porque estamos atrapados por nuestros propios ojos".
El amor
Lucy quiere ser escritora, y usa como inspiración a una escritora, Sarah Payne, que ha conocido por casualidad. Lucy va a un taller que imparte Sarah, y le enseña los textos que está escribiendo, sobre la visita de su madre en el hospital. Será Sarah la que da la clave de la obra al interpretar los textos de Lucy: "Es la historia de una madre que ama a su hija. De manera imperfecta. Porque todos, todos absolutamente, amamos de forma imperfecta". En algún momento Sarah también explica a sus alumnos que pueden escribir muchas novelas, pero que siempre acaban por narrar una sola historia, la suya. Strout reconoce que, probablemente, su historia es la del amor imperfecto, un tema recurrente en sus obras. Porque, de hecho, Lucy escribe sobre la relación entre ella y su madre, pero se está refiriendo, también, a la relación que tiene con sus propias hijas, ya que se siente culpable por haberse separado de su marido.
Peculiar técnica de escritura
Elizabeth Strout explica que cada día dedica unas horas a la escritura. Escoge un tema general que servirá de conductor para toda la novela y define a unos personajes, pero no predetermina una trama completa. En cada sesión de escritura elabora un corto episodio, de unas pocas páginas, sobre aquello que le preocupa especialmente aquel día, utilizando los personajes predefinidos. Cuando tiene un buen número de episodios se dedica a un trabajo de reconexión entre todos los capítulos, una especie de gran puzzle. Esta estrategia permite formular episodios de una gran potencia. La obra que resulta tiene un formato abierto: queda claro que no se pretende explicar todo, sino que se presentan tan sólo retazos de la realidad. El problema es que en Me digo Lucy Barton la reconexión entre los episodios parece demasiado superficial. Quedan demasiados temas abiertos, la trama pierde forma, los tiempos se descompensan, el final es poco definido...
De la autenticidad a la confusión
La historia explicada en el libro se superpone a la biografía de la autora. Como Lucy, Elizabeth Strout viene de un pueblecito de la América profunda, aunque no fue tan pobre como ella. Como Lucy, Strout es más bien tímida e introvertida; asegura que "no Salgo mucho a la calle". Como Lucy, Strout es escritora, no se siente excesivamente feliz... Por otra parte, otro personaje de la obra, Sarah Payne, también tiene mucho de Elizabeth Strout: piensa sobre la obra como ella, se cansa dando clases, le confunde el trato personal con los alumnos... Strout niega que ella sea Lucy o Sarah. Pero este juego de personajes, sin duda, es el que da autenticidad y fuerza a la obra. Y convierte Me llamo Lucy Barton en una obra tremendamente potente, a pesar de sus debilidades.