Todos hemos cometido pecados de juventud, pero pocos me han perseguido tanto como no haber conectado con Mercè Rodoreda durante buena parte de mi vida. Para hacer frente a esta culpa, siempre he utilizado el Método Günter Grass Per Argumentar Calamidades™: cuando el escritor alemán ganó el Nobel y le preguntaron por qué en los años treinta se alistó a las Juventudes Hitlerianas y las SS, respondió argumentando que "éramos jóvenes" y todo el mundo pareció comprenderlo. Es una respuesta simplísima y que nunca falla, por lo visto, por eso cuando confieso que de joven flirteé con camellos que suministran cosas llegadas de Marruecos, respondo diciendo que "era joven". Cuando confieso que celebré el gol de Jonatas en aquella final de la UEFA que el Español palmó en los penaltis, respondo diciendo que "era joven". Y sin duda, cuando explico que de los catorce a los veintipocos me aburría soberanamente leyendo los libros de Rodoreda, respondo diciendo que "era joven".
Simplemente pasaba que un cap de suro, en mi casa, era un tonto, un chorlito o un memo, por eso cuando alguna vez había oído que "aquesta persona és de suro", reaccionaba como Natàlia de La plaza del Diamante: yo tampoco sabía qué querían decir. No era porque Rodoreda me pareciera "cursi, hortera y con aura de tieta convergente", como decía el otro día un cap de suro en un artículo infumable y simplista publicado en un digital español, sino porque sencillamente el simbolismo de Rodoreda me resultaba precisamente poco realista en aquel momento vital en el cual caminaba porla vida con las gafas del realismo histórico puestas, como si Joaquim Molas me hubiera sodomizado. Era joven y entonces conectaba con la poesía realista de Vicent Andrés Estellés, disfrutaba leyendo el realista Ramona, adiós de Montserrat Roig y disfrutaba con las descripciones realistas de El cuaderno gris de Pla, a pesar de mantenerlo en secreto, como quien sufre almorranas. De haberlo confesado en voz alta a las asambleas del SEPC de la UAB, habría sido acusado de machista, colaboracionista, franquista, misógino y mil adjetivos más por los cuales hubiera acabado lapidado en público.
Los catalanes no somos mayores de edad el día que cumplimos dieciocho años, sino el día que entendemos que nuestra forma de hacer realismo es imperativamente simbolista
Con Rodoreda no había manera, sin embargo, por eso el único examen de literatura que suspendí en Filología Catalana fue el de un cuento suyo, El helado rosa. Que yo suspendiera asignaturas de sintaxis degenerativa en la carrera era una cosa normalísima, pero sacar a un 3 en un examen de narrativa catalana contemporánea fue como si Mercè Rodoreda me escupiera en toda la cara, por eso cuando me preguntan qué día dejé de ser joven pienso en aquel suspenso en el mes de junio y en lo que me comportó después: aquel verano, mientras esperaba la convocatoria de recuperación de septiembre, me puse a trabajar en un bar cerca de la plaza del Pi vendiendo helados para guiris. Fue allí donde me hice mayor de verdad, ya que los catalanes no somos mayores de edad el día que cumplimos dieciocho años, sino el día que entendemos que nuestra forma de hacer realismo es imperativamente simbolista, por motivos historiconacionales. Así fue aquella mañana de septiembre en la cual llovía y un hombre entró en el bar para pedir una terrina grande de tres sabores. Nada parecía predecir, en ese momento, que aquel cliente estuviera a punto de cambiarme la vida.
No lo he olvidado. Yo estaba ajetreado detrás del mostrador y, al verlo entrar, me disponía a saludarlo con aquel "Bon dia! Good morning"! que tan buenos resultados me había dado durante aquellos meses. De repente, sin embargo, me quedé mudo al subir la vista y verlo allí, plantado con pantalones de seda beige, camisa desabrochada en el penúltimo botón, americana oscura y gafas de sol de marca. El hecho de que las llevara puestas también dentro del bar me permitió no dudarlo: o estaba de luto, o era italiano. O las dos cosas. Me la jugué, por lo tanto, saludándolo en italiano, y como un gentil uomo me respondió con una voz que parecía sacada de una película de Antonioni. Seguía lloviendo y ahora quedaría cinematográficamente bien decir que en aquel momento sonaba alguna melodía de Chet Baker o una canción romántica de Francesco Guccini en el hilo musical, pero nunca me ha gustado mentir, y la verdad es que en la lista de Spotify con orden aleatorio sonaba una triste canción de Txarango. Pecados de juventud, aquello que decíamos. En fin, volvamos.
El señor, de nombre ignoto como Cecília Ce del Carrer de las Camelias, pidió un helado de fresa, ciruela y frambuesas. Un helado rosa. ¿Quién carajo pide un helado en un día de lluvia?, pensaba yo mientras le servía la terrina con el maldito cuento de Mi Cristina y otros cuentos rondándome por la cabeza. Sin motivo aparente, aquel hombre empezó a explicarme que este "quartiere" antes estaba lleno de librerías de viejo, anticuarios, traperos, tabernas que vendían vino a granel y tiendas de interiorismo. Sorprendido, le pregunté cómo es que conocía tan bien el Gótico y su pasado, y me explicó que, a pesar de ser de Roma, en estas calles estrechas y antiguamente vacías de turistas había vivido los mejores días de su vida. Con el helado servido y preparado encima de la barra, se acercó ligeramente hacia mí para decirme, casi como un secreto, que hacía cincuenta años, el año 1969, en un viaje de estudiantes a Barcelona, había conocido a una catalana de la cual se enamoró a primera vista. Sin darme detalles, añadió que sus amigos volvieron a Italia y él, en cambio, decidió quedarse unas semanas más aquí, explicándome que incluso acabó descubriendo la casita que los padres de la chica en cuestión tenían en Palamós. "Ogni giorno en el tramonto, davanti il madre della Costa Brava, mangiavamo insieme un gelato alla fragola", me dijo. Que de Palamós recordaba más los helados de color rosa que las gambas, vaya.
Con una sonrisa fina dibujada en el rostro, yo le miraba mientras no veía nada más que mis ojos reflejados en los cristales de sus RayBan y temía seriamente que aquello fuera una cámara oculta de algún programa sensacionalista de Telecinque. Para comprobarlo, después de haber pagado y antes de que cogiera el helado -que ya iba por el camino de deshacerse-, le pregunté qué era lo que le había llevado de nuevo a Barcelona y si había sabido algo más nada de aquella chica. Fue entonces cuando volvió a acercarse a mí, comió una cucharada de helado rosa, lo masticó como si fuera caviar iraní, hizo una pausa dramática, se bajó las gafas de sol con la elegancia de Marcello Mastroianni en 8 ½ y me dijo que que si había decidido volver ahora a Barcelona, justo aquel martes lluvioso de septiembre, era para ir hasta el cementerio de Les Corts. Que había venido a despedirse de aquella chica después de que una amiga en común le llamara hacía unos cuantos días para decirle que su antiguo amor estival había muerto de cáncer. Con la voz medio rota, habría querido decirle que los amores locos nunca mueren, pero fui prudente y me mordí la lengua. Cautivado, me limité a despedirlo diciendo "arrivederci!" mientras él se perdió calle Banys Nous arriba y yo, viendo cómo se esfumaba entre los paseantes, entendí que el helado rosa era mucho más que un helado y que si Rodoreda es inmensa es porque sabía describir con palabras aquellas cosas de la vida ante las cuales no sabemos encontrar palabras, de tan profundas como son. Por eso aquel día, vendiendo un helado rosa, por fin comprendí qué quería decir fer-se de suro.