Tú también tienes alguien próximo a quien alguna vez le han roto el corazón, seguro. No le diremos que nos lo has dicho, pero confiésanos que te ha pedido ayuda para superar el desamor y le has recordado que la clave es amarse más a uno mismo que a la persona que se añora. Explícanos en cuántas terrazas os habéis sentado para transformar los quintos de Estrella, el tabaco y la conversación sincera en el combustible óptimo para dejar atrás el mal trago. Detállanos, si quieres, cada vez que le has tenido que decir "pasa página, hazle block" cuando te ha enviado un pantallazo con alguna foto de Instagram donde salía la otra persona pasándoselo bien, rehaciendo su vida y sonriendo. Sonríe tú también de todas formas, le has propuesto. "Sourire quand même" le has dicho incluso en francés, igual que les decían a los soldados durante la I Guerra Mundial después de haberse malherido y haber perdido una mano, una pierna, una oreja o un ojo. Tú también sabes de sobra que, a pesar del dolor, en el combate contra el desamor la cosa más importante es aprender a vivir disimulando, ya que lo que se puede perder en él es un añico de vida, un pellizco de corazón. Es decir, la mutilación de una parte de uno mismo, como así detalla Gabriel Ferrater al poema en El mutilado (para leerlo, puedes cliquear aquí). No hagas esta cara por sorpresa, que seguro que sabes de qué hablo. No te engañes, pues, y no tengas vergüenza al confesar que si dices que tienes un amigo a quien le ha pasado eso es porque, como siempre que se dice "yo tengo un amigo que...", en realidad cuando hablas de él estás hablando de ti.
Si todavía estás aquí y no te has mareado leyendo el primer párrafo del artículo ni el poema de Gabriel Ferrater es porque tú también, en algún momento u otro, desgraciadamente has saboreado el desamor. Dijo Joaquín Sabina que las únicas canciones de amor que le interesan son las que hablan del amor cuando este acaba, las que tienen el verso corto y directo, las que hablan de instantes fugaces de un pasado que ya no volverá y las que emocionan porque transmiten el dolor de alguien que no somos nosotros, pero que sentimos como nosotros. Eso es lo que hace El mutilado, donde tras la apariencia de un triángulo amoroso convencional se esconde un triángulo amoroso extremadamente personal: el de alguien desdoblado en dos personas, en su yo del pasado [él] y su yo del presente [yo]. Aquí no hay, pues, un David Bustamante y un Àlex Casademunt luchando por una mujer y cantando Dos hombres y uno destino, sino más bien están los dos Jim Carrey de Eternal Sunshine of the Spotless Mind hablándose el uno al otro: la lucha, pues, es entre alguien que algún día estuvo enamorado y alguien que ahora, desde una pretendida serenidad llena de fragilidad, sabe que ya no puede disfrutar de aquel amor. Además, todo este discurso dirigido a la persona responsable de todo, alguien [tú] que podemos imaginarnos como una Kate Winslet que se lo mira sin decir ni pío ya que en realidad ella no es la culpable última de nada: a quien hace falta olvidar no es a ella, sino al deseo que el protagonista del poema tiene de ella.
El mutilado no ofrece ninguna duda al respecto: nunca superar un desamor es tan sencillo como vaciar el contenido en una papelera de reciclaje de Windows
Es bastante previsible que Michel Gondry, el director de la peli, no había leído nunca a Gabriel Ferrater, ya que en realidad los dos no hablan exactamente de lo mismo. En el film, una chica deja a su chico después de una discusión y decide olvidarlo, mientras que él pretende hacer lo mismo con el fin de no sufrir. Hasta aquí tenemos una historia tan universal como la que Ferrater detalla a El mutilado y como la que algún amigo tuyo, o incluso tú, algún día has conocido. El tema es que, en la peli, ella se va a una clínica para borrarse la memoria mediante un futurista programa médico: mientras duerme, en una sola noche, todos los recuerdos de su ex son eliminados, excepto el del día que se conocieron en Montauk. Él, vencido por el desamor, también se presta al mismo programa y también borra todos los recuerdos de ella excepto el primero, a pesar que nunca superar un desamor es tan rápido y sencillo como vaciar el contenido él en una papelera de reciclaje de Windows. En realidad, lo que hace falta no es borrar a aquella persona de la memoria, sino amputar el deseo que aquella historia de amor provoca. ¿Cómo se afrontan, sino, las mesas de los cafés en las cuales ya no está la compañía del otro? ¿Cómo se leen los poemas de amor cuando ahora, de repente, la única lectura puede ser de desamor? ¿Cómo se encaran los meses sin erre, que van de mayo a agosto y son los menos recomendados para comer ostras, cuando se echan de menos los moluscos de agua salada y el vino blanco pero ya no hay nadie con quién brindar? ¿En definitiva, cómo se planta cara a la vida cuando lo que te importa no es vivirla, sino superar la añoranza de la persona con quien querrías vivirla?
La respuesta es dura y cruda, pero eficaz: después de un no, en amor, si se quiere ser feliz hace falta hacerse fuerte y sacrificar una parte nuestra. Por algún motivo el poema contiene quince veces el adverbio de negación, y por algún motivo la figura del mutilado liga con la de una gueule cassee, es decir, la de la fotografía macabra de un soldado mutilado que ha perdido algún parto de él mismo a la guerra. ¿Qué pasaría si de repente en Tinder, el gran supermercado de primeras citas, todo cristo confesara en la primera cenar que está en disposición de encontrar el amor de su vida gracias a haberse mutilado? Que la persona de delante no entendería una pizca, quizás, pero sin embargo quien sabe si dos años después acabarían juntos en el altar, ya que si en algún lugar de este país existen bodas surgidas de Tinder es porque en la primera cita los dos futuros novios se confesaron mútuamente aquello que anteriormente habían perdido. Sí, un clavo saca otro clavo, pero antes hay que dejar morir el deseo por aquello que se añora, porque cuando una historia de amor acaba y nos pasamos meses rememorando los momentos vividos, reescuchando las canciones que bailábamos juntos o remirando los selfies que nos habíamos hecho felices, creemos a bote pronto que emocionalmente quien ha muerto es la persona a quien| tanto amábamos, pero eso que tiene que morir, en realidad, es aquella parte de nosotros que aún la ama de una forma imposible de amar. Eso es lo que siempre dice un amigo mío, cuando menos, aunque no me haría nada si confundes sus palabras con las mías, igual que a mí no me haría nada si confundes las mías con las tuyas. En realidad no las he escrito ni siquiera yo, sino alguien que a menudo, incluso yo mismo, confundo todavía conmigo.