Lo primero que la escritora estadounidense M.F.K. Fisher (Michigan, 1908-Glen Ellen, 1992) recuerda haber probado es la espuma de una olla llena de mermelada de fresas que preparaba su abuela. Tendría unos cuatro años. En perspectiva, aquella experiencia gastronómica cotidiana e inocente se convirtió en el primer paso de una trayectoria literaria y un interés sobre la cocina más que destacables. Por ello, la publicación en catalán de El meu jo gastronòmic (L'Altra Editorial), con traducción de Alba Dedeu, es poco más que un acontecimiento para los amantes de la comida, de la buena literatura y para aquellos, que no son pocos, que coinciden en la intersección. M.K Fisher, escritora pionera y revolucionaria en el arte de escribir sobre lo que nos alimenta, es la primera autora gastronómica moderna o autora de más de veinticinco libros sobre la materia. En el libro, nos ofrece unas memorias que, entre platos y comidas, evocan su diletante y apasionante vida y toda una geografía culinaria del continente europeo.

La comida y el amor

"¿Por qué escribo sobre la comida? Porque, como la mayoría de los seres humanos, tengo hambre". Fisher es clara al justificar sus razones. No resulta difícil entender que se sintiera, sin embargo, obligada a dar argumentos. Los libros sobre cocina eran considerados, durante gran parte del siglo XX (y todavía hoy), un género menor, sin valor literario y solo dirigido a las amas de casa, sujetos que se asumía que estaban faltos de cualquier valía intelectual. Quizás lo más destacable de la escritora es que consigue cambiar el prejuicio, no solo con una prosa brillante, sino también con un golpe de efecto intelectual, respecto a la cocina y la comida. "La gente me pregunta [...] por qué no escribes sobre la lucha por el poder y sobre el amor, como hace los demás", confesa en el prólogo. Y responde: "nuestras tres necesidades, de alimento, de seguridad y de amor, están tan mezcladas y entrelazadas que no podemos pensar directamente en una sin las otras".

Hablar de comida, pues, es hablar de amor, porque cuando recordamos alguna comida memorable y sus ingredientes, en realidad también estamos hablando de las personas con las que la compartíamos. Porque cuando hablamos de lo que nos gustaba desayunar durante nuestra infancia, también estamos hablando de nuestras abuelas o madres, que nos lo preparaban en la mesa de la cocina y que quizás nos explicaban historias sobre otra época. Fisher lo resume mejor: "cuando se parte el pan y se bebe el vino, hay una comunión que va más allá de nuestros cuerpos".

Confesiones e intimidad culinaria

Los 'fanáticos adventistas catalanes' de la escritora, escribe la cocinera Maria Nicolau en el prólogo del libro, "nos estrechábamos las manos sabedores de lo que el universo catalán tenía por descubrir cuando llegara este día". Y resulta difícil no ver el encaje de la obra en la cultura y tradición literaria catalanas. Si Lo que hemos comido de Josep Pla y sus disertaciones sobre sardinas a la brasa, sonsos, caracoles o bacalao han sido consideradas literatura en mayúsculas, las opiniones de Fisher sobre la cocina de la Borgoña también lo deberían ser.

La escritora, que nació en la primera década del siglo XX, se divorció dos veces y enviudó una. Y El meu jo gastronòmic lo escribió cuando estaba encerrada en una pensión de California, mientras esperaba el hijo de un hombre al que nunca quiso identificar. Era una personalidad fuerte, alguien que siempre decía que su mayor consecución en la vida había sido aprender a entrar en los restaurantes como si fuera su invitada de honor, ignorando las miradas hostiles de los hombres resentidos por su independencia. No es extraño, pues, que el carácter de la autora se filtre en todas las páginas. Fisher clasifica, analiza, categoriza y valora desde el pedestal de quien ha vivido y comido lo suficiente como para dos vidas. Reparte opiniones y rememora platos con una autoridad característica, pero también con un sentido del humor y una capacidad de reírse de sí misma destacables. Y por el camino, expone su intimidad culinaria y personal sin pesares.

Fisher: "¿Por qué escribo sobre comida? Porque, como la mayoría de los ser humanos, tengo hambre"

"La primera cosa que cociné fue veneno puro", confiesa en uno de los primeros capítulos del libro. Rememora un pudin lechoso que cocinó para su madre cuando era una niña y que acabó envenenando sin querer con lo que creía que eran moras. Como esta anécdota, el libro está lleno de confesiones culinarias que se entrelazan con su vida y su familia y que, a veces, resultan hilarantes. "La abuela había recibido instrucciones de sus médicos de eructar siempre que quisiera y ella lo hacía... Unos eructos largos, voluptuosos y colosales", recuerda también. Son ejemplos del carácter autobiográfico d'El meu jo gastronòmic, en el que la discusión sobre la comida siempre va acompañada de las experiencias personales que la autora asocia a ellas. Por sus páginas desfilan una retahíla de familiares, maridos y conocidos varios que enriquecen el paisaje formado por los manjares. La mayoría de ellos con una misma sede: Europa.

Francia y la Borgoña, patrias de los fogones

Resulta evidente, leyendo a Fisher, que gastronómicamente su vida tiene un antes y un después. Este punto lo marca su traslado en 1929 desde los Estados Unidos hasta Dijon, capital de la Borgoña y, según la opinión nada humilde de los propios franceses, "la capital gastronómica del mundo". Fisher fue a estudiar a la universidad, pero descubrió una nueva manera tanto de comer como de beber y de vivir. En Dijon, explica la escritora, "íbamos tan a menudo como nos lo podíamos permitir a todos los restaurando de la ciudad y por la Côte d'Or" [...] comíamos terrinas de paté de diez años. Nos atábamos las servilletas bajo la barbilla y nos zampábamos aromáticos boles de écrevisses à la nage. Nos desconcertábamos el paladar con agachadizas colgadas, asadas sobre cojines de tostada". En compañía de Al, su primer marido, se entregó a una existencia bon vivant, una sucesión de comidas opíparas y vida diletante, en la que descubrir lo que la región francesa les podía ofrecer culinariamente era una prioridad.

La cocina, nos enseña la autora, no solo es un refugio para los tiempos oscuros de la historia, sino también para las tragedias personales

Por el camino, no solo desfilan mesas suntuosas, sino también sus viajes a uno y otro lado del Atlántico y por otros países del Viejo Continente, como Suiza, y, claro está, el impacto de las dos guerras mundiales y el fin de los "días de libertad" de su juventud. La cocina, nos enseña la autora, no solo es un refugio para los tiempos oscuros de la historia, sino también para las tragedias personales. Ella es, de hecho, prueba de ello o un testigo directo. El suicidio de su segundo marido, Dillwyn Parrish (a quien ella se refería con el seudónimo de 'Chexbres') y que estaba afectado por la enfermedad de Buerger, la sumió aún más en la materia. "No eran las personas, sino la oportunidad de alimentarlas lo que me ayudaba", escribe. "Les planifiqué y cociné comidas maravillosas, y cuando estaba sola hacía lo mismo para mí". La lección es, pues, que hasta en las circunstancias más difíciles, la cocina es un refugio, enaltecido por una ley inamovible que certifican las palabras de Nicolau en el prólogo: aunque todo vaya mal, "tenemos que comer".