La primera vez que me dijeron que escribiera en este espacio me vinieron todas las inseguridades de golpe. El nudo en el estómago justo cuando te dan una buena oportunidad. Que si no sería capaz, que si no tenía nada que decir. El terror a que alguien te diga que no vales. La ansiedad por ser señalada y la resignación que te impones por lo mismo, porque tú has decidido exponerte y tienes que apechugar: y es lo que hay. Se dice que el síndrome de la impostora es la falta de autoestima y confianza que sufren las mujeres consigo mismas y la dificultad que tienen de valorar su potencial y su valía - sobre todo a la hora de desempeñar funciones tradicionalmente masculinas. Se supone que esa angustia se supera con terapia y revalorización individual, con sobre carga de trabajo y esfuerzo. Dicho rápido: que es un problema nuestro que tenemos que aprender a gestionar.
Ese pánico a hacer el ridículo crece exponencialmente en un mundo dominado por la mirada hegemónica masculina, claro, porque aunque ellos también pueden padecer el síndrome del impostor, siempre lo tienen más fácil por motivos obvios. Twitter es quizás el peor enemigo del síndrome de la impostora en ese sentido: impunidad y anonimato en una red social en el que más de un 68% de los usuarios son hombres. Personalmente, me he dado cuenta de ello cada vez que he escrito un artículo y me han caído comentarios de cuentas que me corrigen, censuran, critican o exponen para hacer escarnio público. Se me ha puesto frente al paredón de fusilamiento por una falta de más o una coma de menos. Me han llamado niñata, rebelde iconoplasta, ignorante o periodista poco consecuente. Han utilizado mis redes sociales para opinar sobre mi vida personal. La mayoría de las veces, por no decir todas, lo han hecho hombres. Con esas reglas del juego es difícil no sentarse delante de la pantalla con el tembleque de quien se sienta frente a una manada de leones hambrientos y espera ser salvajemente despellejada. ¿Y cómo gestionamos individualmente esa invasión violenta si viene de fuera?
El consejo del entorno ante un tuit hostil siempre es hacer como si nada y sobrevivir a esa anarquía emocional a base de valerianas y una serie tonta para dejar la mente en blanco. Porque en este experimento sociológico que es Twitter todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, que diría Machado: te dicen que los tuits de hoy llenarán la papelera de mañana y todo el mundo lo habrá olvidado. Pero tú te acordarás. Las impostoras entran en un bucle eterno y se repiten que podrían haberlo hecho mejor, que son profesionales patéticas y que no se merecen ni el espacio, ni el trabajo, ni la oportunidad; en su cabeza, en el de las impostoras, la semilla de la sospecha hacia ellas mismas ya está creciendo y es imparable. La ley moral en la red social es que el fin justifica los medios. Los haters buscan el aplauso intelectual a cualquier precio para poder lamerse el cerebro y creer que tienen influencia, creerse superiores. Si en Instagram se busca sentirse el más guapo, en Twitter se necesita ser el más culto e ingenioso, y lo único peor que un narcisista es un narcisista que no sabe que lo es.
Qué haces: ¿dejas que tu salud física y mental acabe hecha trizas por intentar posicionar tu trabajo o abandonas la partida sabiendo que será mucho más difícil escalar en tu profesión?
Y llega la dicotomía: la necesidad de ponerse el candado o quitarse las redes para paliar la angustia y la presión autoexigente de no eliminar un canal de difusión que puede brindar oportunidades futuras. En el mundo creativo o de las artes inmateriales, si no tienes presencia en las redes sociales, no existes. Y esa dualidad recurrente puede acabar contigo, porque qué haces: ¿dejas que tu salud física y mental acabe hecha trizas por intentar posicionar tu trabajo o abandonas la partida sabiendo que será mucho más difícil escalar en tu profesión? Dónde pones el foco: ¿en tu bienestar personal o en tu futuro laboral? Con el capitalismo devorándonos el culo y el alquiler subiendo y la gasolina por los aires, a menudo la decisión se toma antes por inercia que por consciencia.
Es también una metáfora social del mundo acotada en 280 caracteres. Twitter refleja esa obligatoriedad que nos hemos impuesto para opinar de todo y posicionarnos ante cualquier debate. Hoy en día solo eres alguien si tienes una opinión formada. Ni la equidistancia, ni la ignorancia, ni el pasotismo por un tema: eso no vale. La banalidad está tan prostituida y criminalizada que nos vemos obligados a maquinar argumentos inmediatos sin pensar, solo para alimentar el ego y no quedar como un cateto. Así crecen los síndromes impostores y las noticias sin contrastar y las opiniones de mierda, y también las personas que están en Twitter como un francotirador en un balcón, esperando el momento de disparar a matar y destripar a la presa sin miramientos ni empatía. Cazadores de mentes. Y qué pereza, qué hartura, qué asco: realmente hay personas que no tienen nada mejor que hacer.