Los del año pasado estaban destinados a ser los últimos conciertos del jefe en Barcelona. En aquel momento, tras siete años sin verle en directo, el público se pispó definitivamente de los movimientos seniles de Bruce Springsteen y comenzó a verle las orejas al lobo de la retirada. Los más pesimistas incluso le dieron ya por muerto. Pero lo que no se dice no sucede, y con los labios bien sellados, introspectivos, ahí también fue cuando los fans se congregaron a un único deseo: volver a verle una última vez, por favor, por favor, con los ojitos bien apretados. Y cuatrocientos seis días después se obró el milagro en el Estadio Olímpico.

Cuando Bruce (como le llaman los más devotos del springsteeanismo) pisó el escenario por fin se disipó el sufrimiento de su fiel cuadrilla. Después de una úlcera y cuatro conciertos cancelados por afonía, fueron muchos los que llevaban días atormentados por el estado de salud de alguien que consideran su familia. Y tras el suspiro de tranquilidad, la constatación de respirar el mismo aire, llegó el entusiasmo. El Boss resucitó y acalló las bocas de los descreídos, y las primeras notas de Lonesome day confirmaron que sería otro concierto de leyenda. Está claro que los mejores tiempos de Springsteen ya pasaron a mejor vida, pero el empeño inconmensurable de este septuagenario hacia sus seguidores merece un apéndice a parte en la historia de la música. Por eso seguramente las primigenias My love will not let you down, Radio Nowhere —tema debut en esta gira, en cada concierto elige alguno y este no lo tocaba desde 2017— o No surrender sonaron mejor que nunca, porque retumban a infinito, a lo que nunca termina del todo y está destinado a perpetuarse para siempre.

Foto: Montse Giralt

Bona nit Barcelona, com esteu?”, chilló en un catalán con acento a Freehold, guiño adorable para la manada nacional. Con pinta de predicador del rock, ojos cerrados y un auténtico magnetismo, surgió de entre las bambalinas vestido con clase, chaleco y pantalones negros, corbata del mismo color, y camisa blanca arremangada. Bruce ahora es un señor galán que controla perfectamente las reglas del juego del tiempo pero que sigue llevando la guitarra eléctrica en las venas y el corazón, pegada a la carne como un marcapasos. Acompañado de su querida E Street Band no ha dejado de ser el joven de Nueva Jersey que enamoró a América con su rebeldía chulesca y su característica voz rasgada. Subido a ese escenario casi parece que vaya a ser eterno.

Unas 60.000 personas llenaron el Estadio Olímpico, pero era tanta la sincronización de sus almas que parecía una sola, mastodóntica

Unas 60.000 personas hicieron lleno en el Estadio Olímpico, pero era tanta la sincronización de sus almas que parecía una sola, mastodóntica. Darkness on the Edge of town se consolidó como la primera balada de la noche, en un bloque de salida atípico, con grandes temas estrenados ya en la primera parte del show, como Hungry heart, que fue la banda sonora con la que cogió una camiseta del público y se volcó a pegarse a las primeras filas con una humanidad fuera de lo común en alguien de su trayectoria. “Us estimem”, dijo, en catalán de nuevo, y alguna lágrima debió de escaparse entre el gentío, encandilado y emocionado. Fue una plegaria conjunta de tres horas invocando a una especie de mesías terrenal. Un flautista de Hamelín cargado con una armónica. Como siempre, los fieles de Springsteen tienen algo que los hace especiales y generan un huracán que va más allá de un fenómeno fan al uso, y es que muchos le darían un riñón a este viejo entrañable que les ha ayudado a superarlo todo. 

El repertorio se llenó de temas de antaño con pequeñas pinceladas de novedad, como Ghosts o The power of prayer, que fueron residuales comparadas con el resto del viaje al pasado. Waitin’ on a sunny day, The River o She's the one hicieron retumbar un estadio intergeneracional que también ha enseñado a los más noveles a rendirse a los clásicos de Bruce. Y con Because the night o la versión Nightshift, de Commodores, dio una lección musical de campeonato, porque por encima de todo Springsteen es un músico excepcional. "La muerte otorga una cierta perspectiva", dijo, antes de enfundarse a cantar Last man standing, dedicada a su amigo George Theiss, ya fallecido y con quien tocó en The Castiles, su primer grupo de rock. Porque "la aflicción no es sino el precio que pagamos por querer bien". 

Foto: Montse Giralt

La misma camaradería se respiró en todo el concierto junto a sus inseparables. Max Weinberg, Garry Tallent, Roy Bittan, Steve Van Zandt, Nils Lofgren, Soozie Tyrell o Jake Clemons —sobrino del desaparecido Clarence Clemons, Big Man, ambos prodigiosos del saxo— estuvieron a la altura de la mejor orquesta, una banda que suena como un reloj suizo y cuyos integrantes son los mejores en el arte de demostrar que la experiencia tiene un grado difícil de superar. La afonía inicial se fue sobrellevando con dignidad y Springsteen se lanzó a unos solos de voz para demostrar que solo se bajará de los escenarios con los pies por delante. No en vano ha cambiado los correteos por los movimientos leves de caderas, consciente de una realidad cada vez más cercana: y hay que dosificarse porque tiene clarísimo que quiere morir tocando.

Algunos vivieron la cita como si fuera otra despedida, pero sin la nostalgia que el año pasado hacía presagiar que el cantante no volvería ya a esta ciudad. Ese posible adiós permaneció compactado y sustituido por un halo de esperanza que quiere creer que si con casi 75 años puede actuar, por qué no con 76. Esa fe en no sé qué que todos necesitamos para echar otro paso adelante. El epílogo fue épico, portentoso, un prodigio musical y vivencial pese a que ya se venía oliendo. Badlands dio el pistoletazo a la soberbia y Thunder Road la siguió para hacernos soñar despiertos, con el saxo de Clemons haciéndonos cosquillas en las orejas y no pudiendo sonar más que perfecto. Born in the USA, apoteósico Born to run, Bobby Jean, Dancing in the dark, qué más podía decirse. Un Twist and Shout (Beatles) y otro Rockin' on all over the world (John Fogerty) sonando en una enorme pista de baile. Todo fue mejor de lo previsto, otra noche imperecedera, otro sueño cumplido. Todas las luces se encendieron para que todo el mundo fuera testigo y difundiera el mensaje. Bruce Springsteen se despidió solo en escena reafirmando que nos verá en sus sueños porque sabe de sobras que no hay finitud en esta comunión universal. Y así se obró el milagro, otro milagro para seguir confiando en su eternidad.
 

Foto: Montse Giralt