Del Masnou a La Pobla de Segur hay casi tres horas de carretera, pero desde hace semanas es posible ir del Maresme al Pallars Jussà en menos de un minuto y, además, pasando también por Sitges. El mérito de eso es de Miquel Villà (Barcelona, 1901 - El Masnou, 1988) , que si estuviera vivo no querría saber que un artículo sobre su pintura empieza con este tono digno de un anuncio de Halcón Viajes y hablando de tiempo, cronómetros o velocidad. Todavía le gustaría menos saber, sin embargo, que las otras dos ciudades más dibujadas a lo largo de su vida han acabado siendo famosas precisamente por el turismo y la automoción: Altea, por un lado, e Ibiza, por el otro. Quién sabe si este pintor traspasado hace treinta y dos años conduciría hoy un SEAT Altea o un SEAT Ibiza, pero lo que se puede descubrir visitando La pintura sense atzar en el Museo Maricel de Sitges es que sus cuadros no son precisamente fruto de ninguna creación con la quinta marcha puesta, ya que si alguna cosa define la obra de Villà es la apología permanente de todo el contrario: de la lentitud, de la calma y de la paciencia para crear "a poc a poc i bona lletra". Poco a poco y con buen trazo, mejor dicho.
París no era una fiesta: era un currazo
Por desgracia, al 99% de la población no le suena de nada el nombre de Miquel Villà. Podría ser el vecino del 4.º 2a, un traumatólogo de guardia en las urgencias de un hospital o la joven promesa del Barça que despunta con el Infantil A en un torneo de Semana Santa. Dicen que, en las facultades de periodismo, los profesores siempre aseguran que si un personaje es lo bastante notable dentro de su contexto, se puede escribir su nombre sólo con el apellido. Messi, Rodoreda o Casas son quienes son sin necesitar escribir cada vez Leo, Mercè o Ramon, pero con Villà es evidente que eso no pasa. De hecho, el problema es que incluso escribiendo Miquel Villà, su notoriedad no se corresponde todavía a la calidad desbordante de su obra, una de las más personales, inclasificables e importantes de la pintura catalana del siglo XX.
Después de nacer en el Maresme y vivir unos años en Colombia, donde su padre tenía un negocio comercial en el mundo del vino, Villà llegó a París a los veinte años con la voluntad de aprender y pintar, pero sin ninguna necesidad de agrandar su ego. De historias de pintores catalanes viviendo la bohemia en París hay para dar y para vender, pero aunque ahora sus cuadros se expongan bien cerca de los de Rusiñol, Casas o Utrillo, la vida parisina de Villà no se pareció a la de los modernistas catalanes que le habían precedido en la capital francesa treinta años antes. "De todos los pintores que estábamos en París, quizás los únicos que pintábamos realmente éramos Togores y yo; los otros se pasaban el día en el café, ocupados en encontrar el dinero que hacía falta para seguir haciendo lo mismo. Yo vivía con quinientos francos en el mes y, como era ordenado, salí adelante", le confesaba Villà a Gabriel Ferrater en una conversación que el poeta transcribió Sobre pintura.
Cuando un marchante le ofreció un contrato fijo a cambio de cuatro telas al mes, Villà lo rechazó, ya que veía imposible acabar más de dos. Esta lentitud pulcrísima a la hora de crear, sin embargo, no tenía nada que ver con la holgazanería ni la mala vida en los bares, sino justamente lo contrario: a una obsesión enfermiza por trabajar incansablemente, tan incansablemente que en la misma conversación el pintor confiesa a Ferrater que se pasa todo el día en el taller y, a pesar de eso, todavía no tiene tiempo suficiente para pintar. La única distracción de Villà era un ejercicio donde la lentitud y la paciencia también son un dogma: el ajedrez. Aunque su concepción del arte se pareciera a la de los dadaístas igual que un huevo se parece en una castaña, uno de los mejores amigos de Villà en París fue Duchamp –de quien no es necesario escribir el nombre Marcel-, con quien nunca hablaban de arte, pero con quien se pasó horas y horas delante de un mostrador de ajedrez, seguramente el único objeto monocromático que Villà apreciaba del mundo.
Entre Sunyer y Tapias
Los cuadros de Miquel Villà son según la Wikipedia dignos del fauvismo, pero es difícil encasillarlos dentro de un solo paraguas. No son abstractos, pero en la gran mayoría de ellos no existe nada figurativo. Tampoco son cubistas, pero en casi ninguno de ellos la realidad se muestra de forma ovalada. Hablando de la realidad, seguramente tampoco se trate de una pintura realista en un sentido ortodoxo de la palabra, pero sin duda todos sus paisajes, interiores o naturalezas muertas hacen referencia a una mirada cien por cien verosímil de lo que es real, ahora bien, traspasando en la tela el caos y el desorden de aquello que ven los ojos. Posiblemente este sería el resumen más adecuado para describir todo lo que se puede descubrir a la exposición retrospectiva del Museo Maricel: la pintura de Villà entendida como una codificación de la realidad más pura, traduciendo a partir de una estructura de colores y texturas todas aquellas sensaciones que cualquier ser humano, también tú, puede sentir delante de un paisaje concreto. En su caso, son cuatro los paisajes más recurrentes: el de su Masnou natal, el de Ibiza, el de Altea y el de La Pobla de Segur, refugio interior del pintor desde el cual expresar con un pincel toda la fuerza telúrica del exterior.
Entre las dos salas de la exposición, al lado de la escultura de El Greco, hay un breve paréntesis de Miquel Villà para escaparse a Grecia. O al Olimpo, directamente, quizás. Tras tres esculturas, unos grandes ventanales permiten abrazarse al mar. Todo el interior de la sala se llena del azul marino, e incluso el chasquido de las olas parece tener que salpicarnos en la piel, de un momento a otro. Después, saliendo de la sala griega y volviendo a La pintura sense atzar, se entiende perfectamente el nombre de la exposición y de la lentitud creativa de la cual tan orgulloso estaba Villà, ya que quizás dibujar la realidad es una cosa rápida y mecánica, pero transmitir las emociones de observarla o de sentirla reclama su tiempo. ¿Cómo se pinta la sensación de una ola rompiendo en el rompeolas? ¿Cómo se dibuja la inmensidad del azul del mar? ¿Cómo se traslada a una tela el olor de salitre? Pues posiblemente no dejando nada al azar, cuidando cada detalle del cuatro hasta la extenuación y dando toda la fuerza al color, pero también a la textura y al volumen, recreando con relieve encima de la tela aquello que el cuerpo siente hacia el mundo.
Tener que reivindicar la figura de Miquel Villà es decepcionante, por eso sin embargo es necesario. Nadie pone en duda que Sunyer es el pintor catalán más reconocido después de los modernistas, como tampoco nadie olvida que Tàpies lo es después de los surrealistas. Los dos beben de la tradición que los precede para transformarla, cada uno a su manera, por eso Villà pasa de puntillas y desapercibido entre los dos, porque la tradición de la cual bebe viene de muy lejos y, a la vez, es un batiburrillo de muchos referentes, desde Rembrandt hasta Gauguin pasando por Pietro della Francesca o Cézanne. Hay una pizca de todos ellos en la obra de Villà, que como mejor se entiende es tratándola así, en singular, como si toda ella fuera sólo una sola cosa. Es la mejor manera de comprender la creación de un pintor que habría querido pintar únicamente un solo cuadro en toda su vida, tal como él mismo afirmaba. Una sola obra, sin ningun -ismo en la cual poder incluirla, sin ninguna prisa para terminarla. Sin la necesidad, incluso, de no tener que firmarla. Una obra por la cual levantarse cada mañana, dedicar la vida entera a pintar y el día siguiente -y el día siguiente del día siguiente- volver a pintarla encima, ya que la pintura quizás sólo es una herramienta de expresión y quizás es finita, pero aquello que hace realmente un artista es no parar nunca de crear, infinitamente. Eso es el miquelvillanismo: el único -ismo posible en el cual meter a Miquel Villà.