El día 7 de junio de 1926 era lunes y Joan Miró tenía, en aquel momento, treinta y seis años. Vivía en París, inmerso en plena etapa creativa de pinturas de sueños y paisajes imaginarios. Un año antes, el Carnaval d'Arlequí había sido la gran atracción de una exposición celebrada a la capital francesa que tuvo un éxito de público rotundo. Tanto, que Pablo Picasso, como un obsequio para Miró, contrató a una cobla de sardanas para amenizar la espera de la gente que hacía cola ante el número 13 de la rue Bonaparte. En Francia, pues, se empezaba a forjar un artista que se convertiría universal, mientras que en Catalunya moría por un accidente de tráfico el creador del edificio que se acabaría convirtiendo en el más universal de la ciudad, ya que aquel lunes 7 de junio de 1926, en un paso de la Gran Vía, un tranvía atropellaba a Antoni Gaudí. Tres días más tarde, el genio del modernismo moría a la edad setenta y tres años.
La historia de esta trágica muerte la sabemos todos de memoria, pero lo que no sabemos tanto es que los dos artistas, ni que fuera durante un breve tiempo, habían compartido clase en el Cercle Artístic de Sant Lluc, el año 1913: Miró, como alumno aprendiz; Gaudí, como veterano diseñador que quería seguir formándose. Nunca sabremos si coincidieron en alguna clase, ni tan sólo si se dirigieron la palabra en algún pasillo, pero sabemos muchos años más tarde de aquel 7 de junio de 1926 que el magisterio de Gaudí en Miró fue primordial por la obra del segundo, de forma directa o indirecta. De eso va, precisamente, Miró, Gaudí, Gomis. El sentit màgic de l'art, la exposición coorganizada por la Fundación Vila Casas y la Fundación Joan Miró en el Museo Can Mario, en Palafrugell.
Dos genios retratados por Joaquim Gomis
Mucho antes de que miles de turistas hicieran cola delante de la Casa Batlló o que decenas de restaurantes del barrio Gòtic tuvieran un Menú Gaudí con patatas bravas congeladas que harían llorar a Antoni Gaudí, durante casi los treinta años posteriores a su trágica muerte, la obra del arquitecto reusense no estaba nada de moda y cayó, de hecho, en el olvido. Si salió de la oscuridad, a mediados de los años cincuenta, fue gracias al trabajo continuado de difusión de una serie de personas vinculadas al mundo del arte, de la arquitectura y de la cultura en general. Entre estas personas, Joan Miró. Pero sobre todo, Joaquim Gomis, que mediante sus fotografías y sus fotoscops como La Sagrada Familia de Antonio Gaudí (1952), se convirtió en uno de los principales difusores de la obra de Gaudí. A través de su cámara, la obra de Gaudí no sólo parecía más moderna, más genuina y más seductora, sino que hacía aflorar las semejanzas con la de Joan Miró, de quien Gomis también hizo un fotoscop: Atmósfera Miró (1959).
Las fotografías que Joaquim Gomis dedicó respectivamente a Gaudí i Miró son el punto de partida de la exposición, comisariada por Teresa Montaner y Ester Ramos, que a través de imágenes, esculturas y cuadros hila las conexiones artísticas, filosóficas y conceptuales entre los dos creadores, siempre con la naturaleza entendida como principio generador de todo. Si Gaudí se inspiraba para crear tanto ornamentos como elementos estructurales, Miró amoldaba directamente objetos de su entorno cotidiano o bien elementos de la naturaleza con el fin de incorporarlos a sus esculturas, por ejemplo. "Pienso a Gaudí, que de una piedra hace salir un campo de cometas, con un crisantemo en el medio", dijo en una ocasión Miró, que también sentía predilección por la técnica del trencadís de Gaudí que él mismo adoptó en algunas obras monumentales emplazadas en el espacio público.
El arraigo a un paisaje
La primera exposición de Miró en Barcelona, en las Galerías Dalmau y con obras inspiradas en las corrientes artísticas francesas, no funcionó bien. Aquella decepción provocó en Miró un retorno a los orígenes, al campo, a su casa familiar de Mont-roig en la cual pintaría años más tarde La masía. El estudio del comportamiento de la naturaleza resultó esencial para la definición de la síntesis plástica de la obra de Miró, de la misma manera que descubrir las leyes estructurales y geométricas de la naturaleza fue primordial para Gaudí, capaz de trasladar aquellas leyes a la arquitectura. El paisaje natural, por lo tanto, es en los dos creadores inspiración, primero, y expresión, después. Carburante y camino. Memoria y proyección. Realidad y fantasía. En plena Guerra Civil y exiliado en París, el año 1936 Miró menciona Gaudí en una entrevista para Cahiers d'Art y reivindica la necesidad de arraigo de los artistas a la misma tierra, no en un sentido político, sino natural y cultural, como forma de autoafirmación artística y como medio para recuperar los atributos mágicos y sagrados del arte. Dos años después, angustiado por la inminente entrada del ejército franquista en Barcelona, dibuja un Autoretrat en el cual su rostro se funde en una metamorfosis con las montañas de Montserrat, las mismas montañas que Gaudí había trasladado de forma casi literal coronando una gran roca en el Portal de la Esperanza de la Sagrada Familia.
Tanto Gaudí como Miró entendían el arte como una expresión vinculada a la vida ciudadana. Si el primero se inspiró en la naturaleza para edificar y ornamentar obras como la Casa Milá, la Sagrada Familia o el Park Güell, el segundo se inspiró en la naturaleza, pero también en Gaudí, para crear obras públicas que se integraran en el paisaje, como por ejemplo los murales de la UNESCO en París (1956-1957) y las cerámicas y esculturas para el Laberinto de la Fondation Maeght en Sant Paul de Vence (1963). A finales de los años sesenta, en una carta escrita a Lluís Permanyer, Miró confiesa querer hacer una donación particular a la ciudad de Barcelona con cuatro obras que saluden a los recién llegados: "En el Aeropuerto, la bienvenida a la gente que llega por el aire; un monumento de 30 m de altura en los Jardines Cervantes, para la gente que viene por carretera; un mosaico en el Plan del Oso, en la Rambla, para la gente que llega por mar y que entra en la ciudad; para acabar, un Centro de Estudios Arte Contemporáneo (CEAC) Joan Miró, como puerta abierta hacia el futuro y de intercambio cultural internacional, con mi fe absoluta que Catalunya tiene un gran papel a jugar en el mundo de mañana". Codo a codo con su compañero Josep Llorenç Artigas, Miró cumple su propósito, dejando para siempre su huella en una ciudad de la cual nunca se le considera un símbolo, como en cambio sí que pasa con Gaudí, su compañero de clase que se convirtió en un maestro. Un referente. Un ejemplo. Alguien de quien Miró, aquel 7 de junio de 1926, se podría haber despedido bastándole una sola palabra sincera: gracias.