El flechazo con Rufus es inmediato. Da igual cuándo y cómo le conozcas; enamorarse de él es inevitable. De su persona, de lo que emana y de la música que hace. Luego, es trabajo de cada cual seguirle la pista. Él, que huye de los convencionalismos y que, siempre, de una manera u otra se enfrenta a retos imposibles. En su día, y como prueba de fuego, abordó el famoso concierto de Judy Garland en 1961 en el Carnegie Hall de Nueva York. 45 años más tarde, en dos noches consecutivas y en el mismo lugar, junto a una orquesta de treinta y seis piezas, llevó ese repertorio a su terreno. Mientras, seguía grabando discos, unos con un carácter más extravagante, otros más pop y románticos. Incluso, pisó el terreno de lo barroco. Hasta que, en un ejercicio de intrusismo y atrevimiento, se metió a fondo en la ópera. “Desde que tengo memoria, siempre amé la ópera, me ha influido en todo", me explicaba en una entrevista de 2020. "Mi madre fue la causante, aprendí mucho con ella. Descubrí un área, una parcela de la música que quizás por edad no me correspondía. Por tanto, siempre está ahí presente, en mayor o menor grado. La educación de este género es intensa y muy dura, te exige. Y quizá por eso, por las normas, ¡ahora amo más al pop!”, decía Wainwright.

Siempre, de una manera u otra, Rufus Wainwright se enfrenta a retos imposibles

Un lujo en el Palau de la Música

En ese curso, 2020, volvió a la senda del pop con Unfollow the rules. Entretanto, había pasado una docena de años entregado a los musicales, a la ópera, a Shakespeare. El punto de inflexión para su vuelta al pop fue alcanzar la madurez, fruto de la paternidad y reflexionar acerca de la muerte de su madre. En lo meramente artístico, conocer a fondo a Joni Mitchell por la obsesión de su marido. Y como no todo puede ser tan serio y tan profundo, también se le podía ver por Nueva York junto al actor Jake Gyllenhaal haciendo canciones de The Everly Brothers. Por aquello de pasar un rato divertido. Por tanto, cuando se anunció que Dream requiem aterrizaría en Barcelona, la fecha quedaba marcada en color rojo. La obra escrita por Rufus Wainwright (la escribió durante la pandemia para rendir pleitesía a los muertos) contaba con un aliciente extra: la actriz Sharon Stone se iba a ocupar de narrar la misma. Una ocasión única e insólita, que finalmente no ha llegado a buen puerto. Los incendios en Los Angeles han impedido que ella pueda viajar y demostrar sus dotes como narradora (Meryl Streep también se metió en esa piel). Desde luego, una pequeña decepción a la que Rufus puso remedio: sería él quien hiciese la narración. Así que, ni tan mal. Lo que si seguía igual era la participación de la OBC y Orfeó Català. Por otro lado, la confirmación de la presencia del Cor Infantil, la soprano Anna Prohaska y la dirección de Ludovic Morlot. Con lo cual, y a pesar de la baja de Sharon Stone a última hora, una jugada redonda.

Una producción faraónica y la sensación que pocos músicos con una categoría similar a la de Rufus se permiten un capricho como este

Como en las óperas más clásicas, Rufus es canónico. Trata temas universales como la muerte, la guerra, el desespero, las luchas o la crueldad (las letras salían traducidas al catalán en una pantalla). Y en sí, la obra recuerda a los cuadros barrocos, un poema en que imaginas a la gente devorándose entre sí. Hay cadáveres y, junto a ellos, la fidelidad y conjura de las mascotas. Ese respeto está ahí, como el tema católico y cristiano; clamar al Dios y al cielo, un viaje en bucle en que él cambia el tono y la intención. En el recitado, Rufus le daba un enfoque u otro en función de lo que ocurría en escena. Una espiral en la que repetía versos y un coro muy potente en el que intervenían por partes, por un lado solo los hombres, luego solo las mujeres y, finalmente, niños cantando ubicados junto al órgano. Una imagen, cuanto menos, portentosa. Y Rufus, sentado en un taburete y vestido todo de negro, cerraba los ojos y movía levemente la cabeza. Solo en una ocasión se desató, preso por la pasión. Un nervio que, dicho sea de paso, también le faltaba a la soprano: su impacto en la obra es discreto. Todo lo contrario de esos coros que te llevaban de un aria a la otra (diecisiete en total) con furor. Más de cien personas sobre el escenario, una producción faraónica y la sensación que, pocos músicos con una categoría similar a la de Rufus se permiten un capricho como este. Que sí, hay una necesidad vital (y artística), pero esto para él es un lujo, una demostración de poder. A la salida, se vendían discos (el doble vinilo a 85 euros, madre de Dios), con un reclamo infalible: el protagonista de todo esto iba a estar firmando. Como el buen divo que es, no aceptó hacerse fotos. Eso sí, en contrapartida te regalaba una sonrisa.