Los miserables, del dramaturgo y director mallorquín Miquel Mas Fiol, cierra la Trilogía de la Condición Millennial, después de Càndid o l’optimisme (2022) —sobre la tiranía de la felicidad— y Les penes del jove Werther (2023) —en torno al capitalismo de las emociones, el negocio de la tristeza y la estetización del dolor. Esta tercera pieza, que toma el título de la célebre novela de Víctor Hugo (1982) —y del fastuoso, longevo macromusical burgués que se derivó—, tiene como tema central la revuelta: los explotados actores de un musical de muy pequeño formado se rebelan contra el director, ególatra y abusador, y hacen saltar la revuelta de la ficción a la autoficción. La podéis ver en el Teatro Tantarantana hasta el 27 de octubre. Como curiosidad, os diré que el estreno tuvo lugar el día 1 de octubre —séptimo aniversario del referéndum del 1-O—, la misma noche, además, que se celebraba la entrega de los VII Premios Teatre Barcelona en una sala vecina, Paral·lel 62.
La propuesta empieza de una manera brillante, con el recital interpretativo de Gerard Franch. El resto de la compañía ha sido despedida y el actor, a solas, con una cómica y abrumadora alternancia de inflexiones y matices, hace todos los papeles de los aleluyas, asumiendo el paquete entero de personajes: el exrecluso Jean Valjean, el inspector, el obispo —con gestos de extremada bondad—, Fantine, la pequeña Cosette — dulce cosita"— y Marius Pontmercy. Resulta hilarante como transita, cada vez más rápido, del uno al otro, solo con un cambio de complemento o de tono. Con esta delirante y soberbia interpretación consigue trasladar la precariedad del sector teatral —y, quizás, también su megalomanía—. Hay que destacar igualmente el trabajo de composición y el espacio sonoro de Pablo Ruz, con guiños a otros musicales y artistas.
Los explotados actores de un musical de muy pequeño formado se rebelan contra el director, y hacen saltar la revuelta de la ficción a la autoficción
El número enloquecido, insostenible de Franch se restaña cuando sus compañeros Mel Salvatierra y Lluís Oliver irrumpen decididos a boicotear la función. El espectáculo coge entonces una dimensión autoficcional que les permite vehicular una crítica directa al sector teatral —la meritocracia es un mito; el teatro alternativo nunca da oportunidades; no se puede competir con el barco de Dagoll Dagom ni el helicóptero del Mago Pop— y animar la concurrencia a hacer la revolución. El espectáculo adopta un formato de neovarietés efímeras a la manera de un scroll enloquecido, con bidones en llamas y banderitas rojas. Mas Fiol se sirve de himnos obreristas, citas históricas y la desvirtuada —por sobreutilizada— consigna "tres voltes rebel" de Maria-Mercè Marçal. También hace una buena radiografía de los teatros del Paralelo: muchos han desaparecido; otros se dedican al monocultivo de la magia, y hay algunas salas que bien poca gente conoce.
La ira y la revuelta —frustrada— son los temas de la propuesta, que acaba en autoparodia y nos muestra algunas de las facetas más ridículas que puede adoptar el activismo cuando está concebido de cara a la galería. Cabe decir que estos jóvenes insurrectos —que se pierden en un recorrido infructuoso por webs institucionales, en busca de un formulario con que "pedir permiso" para hacer la revolución— no se saben la letra de La Internacional, ignoran qué fue la URSS, tienen sus dificultades para levantar una barricada y dicen "lombardas" en vez de "adoquines". Muy pronto se pone de manifiesto que su compromiso tiene mucho de campaña de marketing y autobombo. De farol, en definitiva.
El punto fuerte de la propuesta es la honestidad radical, ferozmente autoparódica, que interpela al público y lo involucra de lleno en la sátira
¿Estamos demasiado adiestrados? ¿Somos demasiado blandos y narcisistas para sublevarnos? Salvatierra, que quiere tener su "momento Andrea Ros", incurre en unos risibles delirios de grandeza; Oliver, el instigador, acaba abducido por el discurso de las sonrisas —"la rabia crea rechazo"—; y Franch, que parecía ajeno a las reivindicaciones, acaba enarbolándolas más que nadie, dispuesto a salir a quemar el Teatro Victoria, es decir, a encarnar el papel de revolucionario hasta el final. También el teatro crítico y pretendidamente político está fagocitado por el sistema, como evidencia el epílogo. Aunque resulta divertidísima y muy irreverente, la propuesta pierde un poco en el tramo final: a medida que se va haciendo evidente la dilapidación de la energía revolucionaria en discursos vacíos al servicio de los egos implicados —el capitalismo del yo nos ha chupado a todos—, se desactiva el sentido de todo. Al mismo tiempo, este es precisamente el punto fuerte de la propuesta: la honestidad radical, ferozmente autoparódica, que interpela al público y lo involucra de lleno en la sátira.