Si este artículo pudiera llevar la firma de Robert Louis Stevensson, es bien probable que el novelista escocés se atreviera a decir que Món Sant Benet es el Dr. Jekyll y Mr.Hyde de los monasterios catalanes, aunque le tendríamos que corregir y explicarle que en el caso del monumental edificio del Bages, por suerte, el desdoblamiento de personalidad no implica una oposición entre el bien y el mal. Al contrario, de hecho: las dos vidas de Món Sant Benet​, más que una oposición, son una continuación la una de la otra, quizás porque el monasterio nunca dejó de ser un refugio dirigido a la fe. La religiosa, en una primera etapa, y la artística, en una segunda.

Este artículo, sin embargo, no está escrito por el autor de La isla del tesoro, sino por un humilde servidor que hace pocos días visitó Món Sant Benet al lado de unos cuantos suscriptores de este diario. Por lo tanto, más que una crónica, este texto es un cuaderno de bitácora de aquella jornada. El cuaderno de bitácora de un viaje milenario.

Una pareja haciendo la visita exclusiva a Món Sant Benet. (Món Sant Benet)

Un viaje de mil años de historia

Si Món Sant Benet es más que un monasterio, tal como indica el nombre, es por el eclecticismo que se respira en este rincón escondido de Sant Fruitós de Bages, junto a Navarcles. Un hotel, el espacio de la Fundación Alícia, tres restaurantes, una antigua fábrica convertida en tienda de souvenirs, una casa imponente denominada "La casa del amo" y, evidentemente, un monasterio que desde fuera tiene todo el aire medieval y desde dentro, en cambio, esconde rincones que supuran más modernismo que la cubierta de la revista Pèl&Ploma.

Precisamente por eso acercarse a Món Sant Benet significa, más que una simple visita a un espacio sagrado, un viaje que empieza en el s.X y nos lleva hasta la actualidad. O dos, mejor dicho, ya que son dos las experiencias que se pueden vivir allí: la medieval y la modernista. La primera contiene más de mil años de historia, empieza el año 960, cuando los nobles Sal·la y Ricardis fundan el monasterio con monjes benedictinos, sigue con la anexión al s.XVI en el Monasterio de Montserrat y acaba en el s.XIX con la "Desamortización de Mendizábal" y el abandono del monasterio después de nueve siglos de vida religiosa.

Suscriptores de ElNacional.cat dentro de la iglesia románica del Monasterio, durante la Experiencia Medieval. (@quadern_tactil)

Las piedras que nunca mueren

La huida de los últimos monjes, el año 1835, podría haber significado la muerte absoluta del monasterio, que durante unas cuantas décadas estuvo absolutamente abandonado, convirtiéndose en poca cosa más que un decorado de estilo románico en una comarca que se industrializaba a un ritmo vertiginoso. Pero entre aquellas paredes milenarias había las reliquias de Sant Valentí, una virgen del s.XII y de proporciones inhumanas encontrada debajo una capa de tiza, un retablo barroco, una bodega inmensa edificada a partir de los muros de la antigua muralla o un claustro con 64 capiteles que hoy todavía enamora de la misma forma que enamoró, hace casi cien años, a Puig y Cadafalch.

Precisamente la familia de uno de los amigos de Puig y Cadafalch, el pintor Ramon Casas, fue la responsable de resucitar al principio del s.XX todo este patrimonio monumental que llevaba décadas desterrado, levitando en un coma profundo. Después de que Antoni Blahà comprara el monasterio y se arruinara, este quedó en manos de un grupo de acreedores que acabaron vendiéndolo a la familia Casas, que después de hacer fortuna en América se habían convertido en miembros de la burguesía catalana. ¿Qué pintan unos señoritos de casa buena en un monasterio medio derruido en medio del Bages, sin embargo? Este es el punto de partida de la segunda experiencia que propone Món Sant Benet, la modernista: un día en la vida de los Casas, concretamente una jornada del año 1924.

El porche modernista y el jardín, encima del antiguo claustro, fue una de las reformas más especiales llevada a cabo por los Casas. (@quadern_tactil)

Una catarsis de sentidos

Dicen que Ramon Casas era un dibujante de almas capaz de pintar encima de un lienzo los aspectos más imperceptibles de las personas que retrataba. Pasearse por su residencia familiar de veraneo, ubicada sobre el claustro del monasterio, es hacer el mismo ejercicio pero en persona, ya que en este caso es la casa quien nos transmite de forma sensorial todo aquello que no se percibe a simple vista. A partir de vídeos y proyecciones audiovisuales que nos transportan a una mañana de verano de 1924, el trayecto permite revivir un día en la vida de los Casas a través de un recorrido lleno de sugestión y sensibilidad.

La experiencia modernista permite adentrarse en el mundo artístico de Ramon Casas. (Imagen de archivo, Mon Sant Benet)

La música que suena en el salón con el piano, el olor de café en la sala donde el pintor hacía tertulias después de comer, la pulcritud del cuarto de baño o la luz brillante de un porche más propio de Sitges que de un pueblo de Manresa nos permiten, como visitantes, acercarnos a la catarsis y sentirnos de lleno en aquella otra vida, casi como si hubiéramos caído dentro de un cuadro del gran pintor. Es por eso que al acabar la visita, cuando volvemos a la realidad, las alertas del móvil vuelven a hablar de coronavirus y el ruido lejano de un tractor nos reanima al presente, tenemos la sensación de haber conectado con una realidad intangible pero placentera. O sea, exactamente lo mismo que el pintor decía sentir cada vez que cogía un pincel o, seguramente, lo mismo que un monje del s.XII confesaba notar en su interior cada vez que cantaba unas laudes. Por eso Món Sant Benet, que en castellano sería Mundo San Benetse llama como se llama: porque no hay que ser Ramon Casas ni un monje benedictino con coronilla para tener la sensación, al estar allí, de haber puesto durante un rato un pie en otro mundo.