Morad El Khattouti El Horami y yo aprendimos a andar en la misma ciudad. Hasta aquí las coincidencias. No es grande l'Hospitalet, pero hay muchas formas de entenderlo. Para él, "el barrio" (la Florida) es uno de los pilares de su existencia, para mí, la Torrassa, un lugar gris del cual mis padres decidieron que era oportuno largarse en el momento en que empecé la educación primaria. Más que unir a las personas –cómo afirmaba mi libro de Ciencias Sociales– la globalización se ha encargado de crear realidades paralelas, donde gente como el Morad y como yo nos hemos pasado veinticuatro años viviendo en universos totalmente ajenos. Servidor no ha estado nunca en un centro de menores ni sabe qué es pasar hambre y, el día en el cual el término M.D.L.R. (Mec de la rue / Chico de la calle) se incorpore en el diccionario de antónimos, estoy bastante convencido de que aparecerá la foto de un individuo lo bastante parecido a mí.
Esta incompatibilidad mayúscula entre mi persona y el segundo artista de nuestro país más escuchado en Spotify se me hizo todavía más evidente cuando, ayer, bajo una lluvia de resonancias atlánticas, me planté a la cola del Sant Jordi Club. Delante de mí, resistiendo un frío inmisericorde, miles de chicos escandalosamente jóvenes esperaban pacientes a que los dejaran ver a su ídolo. Iban todos de negro, como de luto, y sus gestos, sus palabras, su forma compulsiva de mirar el móvil –fuente inagotable de vídeos de 15 segundos– se me dibujaron como una frontera intraspasable, una puerta cerrada que tampoco tenía muchas ganas de abrir. No tenía claro que hacía allí y del concierto no esperaba nada destacable, nada que se me permitiera empatizar con el autor de Pelele, Motorola y demás poemas dedicados a "los mundos de ilegales" y escritos "fumando uno de verdura".
Morad no es un cínico
El nombre de la gira, Reinsertado Tour, tampoco me generaba muchas expectativas. De hecho, siempre que oigo la palabra "reinserción", se me activan las alarmas, unas alarmas que tienen una voz áspera, de quinqui de los ochenta. "Soy Juan José Moreno Cuenca (...), ya lo ven, nací, aquí en este otro lado de la sociedad y nunca pude o nunca supe pasar al otro". Otra vez la misma historia, el mismo victimismo irrisorio, antes publicitado por Eloy de la Iglesia y ahora por Jordi Évole, como si el tiempo no hubiera pasado, como si de los fracasos del buenismo no hubiéramos aprendido nada y Enrique Tierno Galván tuviera que emerger de la tumba mañana mismo al grito de "el que no esté colocado que se coloque". Pero no es el caso, porque a diferencia del Vaquilla o del Torete o de otros personajes del estilo, Morad tiene talento.
Del concierto no esperaba nada destacable, nada que se me permitiera empatizar con el autor de Pelele, Motorola y demás poemas dedicados a "los mundos de ilegales" y escritos "fumando uno de verdura".
Me doy cuenta enseguida, tan pronto como suenan los primeros compases de Niños pequeños, la canción con que se inicia el concierto. La letra no es nada del otro mundo –"los coches robados no tienen ni seguro ni périto"–, pero él la canta con una pasión capaz de cautivar a cualquiera, incluso a mí, que, sin haberla escuchado nunca, noto como la pierna me empieza a bailar. Dicen que lo que hace es una mezcla entre el drill y el tipo de hip-hop que producen individuos como Julien François Alain Mari (Jul), un corso de Marsella con quien el año pasado grabó un tema llamado Se Grita. Yo no sabría cómo definirlo, pero la verdad es que tiene gracia y permite a Morad moverse arriba y abajo del escenario, convirtiendo versos prácticamente ininteligibles -"y si no habla' si no abusa', y si habla' puede' usarla"– en himnos que pronuncia con la fuerza de los líderes de la primera intifada.
Tiene alguna cosa de eso, Morad, algo que trasciende la absoluta superficialidad que insinúan su chándal Lacoste y las referencias que hace a personajes como Mbappé, estrella del equipo con menos alma del fútbol contemporáneo. A riesgo de ponerme místico, me atrevería a decir que parte de esta gracia le viene del hecho de creer en Dios, cosa que lo diferencia de la mayoría de nihilistas que nos dio el trap de la década pasada. En Morad puede ser muchas cosas, pero no es un cínico y es capaz de combinar letras que hablan sobre el tráfico internacional de cocaína -"coche cargao' de farlopa, radio de hondo Estopa"– con odas al amor materno (Mama Me Dice) que acompaña con discursos sobre la importancia de amar a nuestros progenitores. Con cuatro palabras simples, que casi siempre son las mismas –"sé que me hago repetitivo"– el cantante de l'Hospitalet procura convencer a los que lo escuchan que intenten evitar la mala vida, la misma que lo llevó a ser desterrado de la Florida.
Buscándose a sí mismo
Alguien podría decir que busca la reinserción, pero visto el asco que siente hacia la policía –"odio a los azules y también a los picolos"–, creo que su único interés está en la redención, que es algo más interesante y difícil de alcanzar. Él lo hace como puede, quizás de forma errática, pero no por eso menos ambiciosa. Más que quererse convertir en una estrella del rock, parece aspirar a ser un líder, un caudillo que a veces recuerda al protagonista de Athena (la última cinta de Romain Gavras) y de otros a un profesor de Educación para la Ciudadanía. El público, demasiado joven o demasiado exaltado para indagar en las cuestiones existenciales que rondan por la cabeza del artista preferido, se limita a hacer gestos estrambóticos con las manos y a filmar, con afán documentalista, todo aquello que pasa sobre el escenario. Mientras tanto, Morad baila, moviendo su cuerpo delgaducho en una especie de dabke tímido, herencia de la tradición milenaria que le ha impedido convertirse en el delincuente que podría haber sido.
Alguien podría decir que busca la reinserción, pero visto el asco que siente hacia la policía, creo que su único interés está en la redención, que es algo más interesante y difícil de alcanzar
La redención, que todavía se le escapa, la seguirá buscando hasta el próximo domingo, en dos conciertos con las entradas agotadas y donde más gente como yo tendrá la oportunidad de descubrir a un artista que, sin saber muy bien qué pasos dar, tiene claro su objetivo. En Morad no es un héroe, pero tampoco alguien a quien haya que tratar con compasión, es un hombre en busca de sí mismo, que, ya de paso, anima los días de lluvia a las proximidades del estadio de Montjuïc, rodeado de banderas de Marruecos y de gente que llama a su nombre con el mismo entusiasmo con qué, sesenta años atrás, las chicas ye-yé invocaban el de los Beatles. Ellos también eran jóvenes y estaban perdidos y buscaban, como podían, alguna cosa que les hiciera trascender. Quién sabe si lo consiguieron.