Era el primer Sant Jordi laboral en años, pero Barcelona se ha levantado igual de abarrotada que en fiestas mayores y con la sensación de ahogo ya desde primeras horas de la mañana, sin dar tregua. Pese a no llegar a los límites infernales del año pasado, y permitir un cierto paseo distendido en según qué franjas y zonas, ni un martes suelto ha podido contra una jornada popular que cada vez se parece más a un tinglado gubernamental demasiado bien montado y contra la masificación de una ciudad destinada a morir de éxito. Pese a la indignación primigenia, diversos resoplidos escuchados en las últimas horas y algún que otro choque de cuerpos involuntario, en el día más bonito del año han prevalecido las sonrisas y los abrazos, los besos a todas horas, las rosas rojas que no tienen rival y los libros recién comprados, incluso para aquellos que solo se llevan uno a casa los 23 de abril y siguen alimentando el sueño de una tarde de primavera. O al menos es lo que nos repetimos, ilusos, para no acatar lo evidente: que nada hace pensar que el modelo sobremasificado de la supermanzana literaria y de la hipermercantilización tenga intención de marcharse, y que vamos viendo que cada Sant Jordi puede ser peor que el anterior.
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Que la jornada podía ser algo tranquila era una corazonada plausible, tirando a disfrutable, a primera hora, recordando quizás a esa década en la que el gentío era más curioso y excepcional que molesto. A partir de las 10 h de la mañana, solo una hora más tarde de la apertura de las paradas ubicadas en el centro de la ciudad, la creencia se ha evaporado con la rapidez de una nube de vapor, dando la auténtica sensación de día festivo y con la marabunta llenando las calles, como si trabajar o ir a clase fuera cosa de pocos. Con la temperatura tan cambiante como pronostica la emergencia climática, moviéndose entre el frío casi polar y el sol agradable de primavera, el Sant Jordi barcelonés se ha celebrado indistintamente entre todas las edades, uniendo en un solo paseo tanto a personajes con rebequita y bastón como a adolescentes excitados. La Casa Batlló ha vuelto a ser epicentro de las fotografías más cotizadas del día, con centenares de empujones y todavía más selfies hechos con el brazo a medio torcer, faltos de aire y espacio. Y la polémica del copago no se ha percibido en ningún espacio del centro, como si la mayoría del mundo librero fuera totalmente ajeno a un modelo que también les va a la contra.
La Rambla vuelve al ruedo en una táctica nostálgica
También, y quizás sobre todo, ha sido el primer Sant Jordi pospandémico con la Rambla a todo gas, después de que el espacio fuera puesto en cuarentena en 2020 por no poder respetar las consecutivas medidas sanitarias. El icono más emblemático de la jornada histórica ha vuelto pisando fuerte y transmitiendo un aire nostálgico que, por momentos, hacía retroceder a algunos en el tiempo, como si los últimos años hubieran pesado un poco menos. Pero el retorno ha llegado con más holgura entre puesto y puesto para facilitar las caminatas de los transeúntes —meta conseguida durante algunos picos horarios del día— y con el objetivo simbólico de hacer llegar al paseante desde la montaña hasta el mar, alegoría de una ciudad 360º que, digo yo, los autóctonos desearían poder disfrutar un poco más.
Si algo ha demostrado este 23 de abril es que la jerarquización solo beneficia a los que están más arriba y que las migajas no sientan bien cuando lo que está en juego es el pan de cada día
La lluvia se ha mantenido a raya y el espesor de los nubarrones incluso ha permitido que algún rayo de sol chocara felizmente contra los adoquines, sacando sonrisas a todo el mundo, también a los escritores ansiosos de afilar el bolígrafo y estampar sus firmas en sus ejemplares. Se han visto colas largas esperando a Albert Espinosa o hileras eternas de adolescentes deleitosas de conocer a Alice Kellen otra vez —el año pasado ya fue una de las firmantes más exitosas del Sant Jordi—, también otras esperando a Ramon Gener, Paz Padilla, Santiago Posteguillo, Henar Álvarez o Ángel Martín, y muchas más de los escritores que se han colado en las listas de los más vendidos en las últimas semanas. Al cambiar de foco hacia las calles colindantes y perpendiculares del paseo de Gràcia, el ambiente estaba estructuralmente mucho más tranquilo, con espacio para caminar sin temor a pisar talones, y teniendo en cuenta que el número de puestos y actividades era mucho menor.
Este Sant Jordi ha sido el más grande de todos, superando los kilómetros cuadrados y el número de puestos de la edición pasada, y el más descentralizado, con presencia de puestos gestionados por la Cambra del Llibre en siete distritos por primera vez. Pero también ha sido el que más ha puesto en duda un modelo que se ha vendido a las lógicas neoliberales sin mirar de frente a los ojos de los currelas del mundo del libro, una forma de hacer que muchos llevan años criticando. Si algo ha demostrado el 23 de abril de este 2024 es que la jerarquización solo beneficia a los que están más arriba y que las migajas no sientan bien cuando lo que está en juego es el pan de cada día. Por eso esta diada plantea varias dudas sobre lo que es el éxito o sobre la insuficiencia de apostarlo todo a un día para promocionar la literatura y visibilizar la cultura que hay en los libros, teniendo en cuenta las malas cifras de la comprensión lectora en adolescentes y la peligrosa polarización de la sociedad, por no hablar de un sistema literario precarizado que se desangra mucho más de lo que parece. Nadie quiere llamar al mal tiempo, pero quizás estamos a dos pasos de que el mejor día del año se convierta en el peor.