Explica Jaime Rosales que, tras el rotundo fracaso de Sueño y silencio (2012), sufrió una severa crisis de identidad profesional, y se sintió perdido respecto al lugar que un creador tan inclasificable y personal podía ocupar dentro de la industria del cine español. Tras dos propuestas tan relevantes como Las horas del día (2003) o La soledad (2007), sorprendente ganadora del Goya a Mejor Película, y de esa agotadora polémica que supuso retratar a un terrorista de ETA en Tiro en la cabeza (2008) cuando la banda criminal todavía mataba, Rosales firmó un film (aún más) extremo en el concepto y las formas que no conectó con casi nadie.
Morlaix es el retorno de Jaime Rosales a la radicalidad y a la experimentación, tanto en la narrativa como en la forma, mucho más rosalesiano que nunca
Sueño y silencio provocó, entonces, que el cineasta iniciara un firme intento de acercamiento al público con otros tres largometrajes que aumentaron su impacto en taquilla: Hermosa juventud (2014), Petra (2018) y Girasoles silvestres (2022). Pero, confiesa, en cierto modo entró en una deriva creativa que acabaría tocando pared. “Quizás lo he corregido pasándome siete pueblos”, dice ahora respecto a Morlaix, su retorno a la radicalidad y a la experimentación, tanto en la narrativa como en la forma, mucho más rosalesiano que nunca.
Historia de amor adolescente que no se asemeja a ninguna otra historia de amor adolescente, Morlaix se zambulle en un triángulo romántico que tiene su principal vértice en Gwen, una chica que acaba de enterrar a su madre y que, en medio del luto, vive una progresiva desconexión con su entorno. En el pequeño municipio de Morlaix, en la Bretaña francesa, no ocurre demasiado. Y a Gwen se le hace pequeño, sueña con acabar el instituto y marcharse a París. Tiene pareja, un compañero de clase, y siente una enorme atracción disfrazada de curiosidad hacia Jean-Luc, un sofisticado recién llegado, alma de poeta y rizos rubios. Los interpretan Amanthe Audiard (sobrina-nieta de Jacques, el de Emilia Pérez) y Samuel Kircher (hijo de la actriz Irène Jacob), elecciones absolutamente perfectas que ofrecen todo lo que Rosales demanda. La fascinación que sienten los protagonistas es mutua, pero las dudas propias de la adolescencia chocan con la pasión desbordante, también consustancial a ese momento vital.
Radical sí, nunca inaccesible
Hablábamos de radicalidad, que no es sinónimo de inaccesibilidad, en una película que se convierte en retrato de una etapa primordial para acabar siendo quienes somos, pero que también juega con las infinitas posibilidades que se pasean en una mente, la del director, que no se conforma con las convenciones: Morlaix huye de una estructura lineal, y juega con el concepto del paso del tiempo, sí, pero no solamente. Igualmente abre puertas insólitas, como cuando el grupo de amigos de instituto al que pertenecen los protagonistas acude al cine a ver una película que también se llama Morlaix y que también cuenta su propia historia, o una muy similar, con actores que son ellos mismos, pero con una conclusión que va más allá, y que muestra lo que todavía no han vivido. En la película dentro de la película, Gwen ya ha tomado una decisión sobre su futuro inmediato, y verán (y veremos) sus impactantes consecuencias. Un literal salto al vacío que nos desconcierta como espectadores, pero un contundente mecanismo narrativo que no extraña a los personajes de ficción convertidos en público de una platea. Ellos mismos, al salir de la sala, improvisan un cinefórum sobre lo que acaban de ver, y sobre la peripecia y el destino de unos personajes que no acaban de identificar como a sí mismos, pero probablemente sí como cercanos.
Morlaix es una película que se convierte en retrato de una etapa primordial para acabar siendo quienes somos, pero que también juega con las infinitas posibilidades que se pasean en una mente, la del director, que no se conforma con las convenciones
Eso forma parte de la juguetona propuesta con que Jaime Rosales interpela a los intérpretes de su película, pero también a todos nosotros: el director explica que esas escenas no estaban supeditadas a guion alguno, que los chicos-actores hablaron con absoluta libertad de todo aquello que les sugería la trama dentro de la trama, o la trama misma. Y aquí irrumpe una de las características más poderosas del filme: conocer de primera mano cómo un grupo de chicos y chicas que aún no han llegado a la mayoría de edad reflexionan sobre los grandes temas de las dos Morlaix, la nuestra y la suya. Asuntos como las ansias de libertad, la conciencia de una inevitable finitud (la sombra de la muerte está siempre presente, en un puente o en un cementerio) o cómo las decisiones de hoy impactan en quiénes seremos mañana, y cómo nos pueden arrastrar a la infelicidad.
Jaime Rosales cree firmemente en que la juventud no es unidimensional, en que sus inquietudes van más allá del hedonismo desatado (cuidado, que los personajes también salen de fiesta) o la adicción a las pantallas
Es curioso cómo Jaime Rosales cree firmemente en que la juventud no es unidimensional, en que sus inquietudes van más allá del hedonismo desatado (cuidado, que los personajes también salen de fiesta) o la adicción a las pantallas. Y sus actores así lo demuestran cuando improvisan las líneas de diálogo sobre temas de enorme y profundo calado, pero también cuando el cineasta confía en su propia hija Leonor para componer la música del film. O en la arriesgada pero exitosa decisión de acompañar Morlaix en proyecciones y coloquios en universidades y museos con un significativo interés de espectadores de corta edad.
Esta libertad temática y/o argumental es también estilística por parte de un Rosales que mezcla formatos, del scope al cuadrado 4:3, y que combina el blanco y negro, o más bien la escala de grises, con el color. El cineasta se divierte con todos estos dispositivos formales de una manera completamente arbitraria, sin relación con la narrativa, haciendo uso, como decíamos, de su libertad como artista, contribuyendo a la creación de una atmósfera que navega entre el realismo y el estado de ensueño, entre el ahora y el hoy, la proyección y la siempre caprichosa memoria. Y cuando, continuando con la utilización libre del concepto temporalidad, juega con dos etapas vitales diferentes: en el último tercio del film nos reencontraremos con una Gwen madura (a la que interpreta Mélanie Thierry, compartiendo algunas escenas con un Alex Brendemühl que ya es oficialmente el actor fetiche de Rosales). Quizás ha pasado un cuarto de siglo, aunque no hay nada en su entorno que nos haga pensarlo, porque las formas de vestir, los coches, los smartphones... son los mismos. Y reaparecerá la película dentro de la película para resignificarlo todo y plasmar que no siempre, por mucho que nos empeñemos, somos capaces de pasar página.