Recuerdo que de adolescente solía pensar a menudo en la muerte. Quizás no es extraño. Pensaba en ello como un miedo y como una posibilidad entre muchas desgracias que proyectaba encadenadas las unas con las otras. No sé quién tiene recuerdos de una adolescencia plácida. Yo no. Tampoco traumática. Pero es cierto que es una época con muchos elementos que hacen una combinación atroz: que te empiece a pasar todo y que no sepas calibrar nada, la necesidad de reafirmarte, la rebeldía contra unos límites que, justamente por eso último que decía, tienes que intentar romper. Suma, además, el submundo que es un universo entero, oscuro y opaco, de las redes. Las posibilidades de un engaño silencioso, de un acoso silencioso, de un acceso silencioso a todo el sexo y toda la violencia. La adolescencia va de empezar a ser fuera de la mirada aprobatoria de los padres. Pero quizás nunca como ahora ha existido un pozo tan inmenso donde el yo adolescente se hunda y se desfigure, sin que lo puedan reconocer aquellos que intentan educarlo al otro lado de la puerta de la habitación por donde filtra luz a la una de la madrugada. La adolescencia es una guerra, decían Harlan Coben. Y nadie sale ileso de ella.

Ya sé que sabéis que hablo de esto porque ha habido el fenómeno de Adolescencia, en Netflix, estrenada hace justo una semana. Una serie que es cruda como una detención policial al alba, en una habitación de paredes con papel dibujado. Una serie que es dura como preguntarte qué has hecho o qué no has podido ver de tu hijo. No quiero repetir los elogios de las interpretaciones, del guion, de la cámara que los sigue, incluso donde no quieres mirar, incluso cuando ya no puedes más y necesitas aire o salir un momento del interrogatorio a buscar una taza de té.

Pero sí que pienso que hay una decisión bonita, que es clave cuando te pones a narrar una historia: el punto de vista. Quién me lo explica, desde qué prisma. Porque la gracia de la focalización está también allí donde limita. Es decir, todo lo que no vemos, pero donde inevitablemente te lleva el relato. Porque mientras te aplasta el dolor de los protagonistas y te aplasta todavía más darte cuenta de que no hay más opción que intentar superarlo, no puedes no ir al reverso, al lado mudo de la historia. A la casa de la otra familia, donde la cámara no se pone nunca. Digo que es una decisión bonita, pero es, sobre todo, una decisión valiente.

Una serie que es dura como preguntarte qué has hecho o qué no has podido ver de tu hijo

Quizás recordáis la metáfora de Holden Caulfield en El guardián entre el centeno, aquel adolescente malhablado que lo único que quiere es dedicarse a evitar que los críos se caigan por el precipicio altísimo que hay al lado del campo. El personaje de Salinger está herido y enfadado a partes iguales y es él que necesita a alguien que lo frene de despeñarse. En Adolescencia, el chico de trece años encapsula los extremos: de lo infantil a lo monstruoso, con todos los matices posibles. Quizás aparentemente no hay nada que haya fallado tanto. Ni la familia, ni el entorno del instituto con fotocopias de vidas donde también hay desencajes y bullyings soterrados. ¿Y qué ha pasado, pues? ¿Qué se nos escapa? Que todo sea normal y corriente lo hace todavía más aberrante. La tenéis que ver, ya lo ha dicho todo el mundo en todas partes. Ahora, preparaos para la herida irreversible y un niño de cara angelical. A veces nadie puede evitar que te caigas por el abismo inmenso del campo de centeno.