Nam es uno de los mejores libros sobre la intervención militar más desastrosa y monstruosa de la historia de los Estados Unidos: la guerra de Vietnam. Historia oral que recoge el testimonio de decenas de los hombres y mujeres que participaron de aquella contienda, fue publicado originalmente el año 1981. Cuatro décadas más tarde, pero conservándose como un texto rabiosamente actual, la barcelonesa editorial Contra ha publicado Nam por primera vez en castellano. Coincidiendo que este jueves, 15 de julio, su autor, el escritor norteamericano Mark Baker, estará en Barcelona presentado su obra en la librería Finestres a partir de las 19h, os ofrecemos un extracto de este clásico de la literatura bélica.
Nam
Nuestra rutina diaria era una tontería como la copa de un pino. El día a día consistía en ir a la entrada y esperar a que llegara el convoy. Allí, sentados en la polvareda, comprobábamos los números de los camiones y cuántos cargamentos llegaban de cada cosa: cuántos de munición, cuántos de gas, cuántos de combustible, cuántos con artículos para el economato… Solo eran categorías de suministros. Luego dábamos el parte a través del sistema telefónico del Ejército, que era un despropósito, un galimatías de voces agudas de mujeres vietnamitas. No se entendía nada, pero al final te las arreglabas.
Me pasaba el día entero en la base, yendo de un sitio a otro para ver a quién se le había entregado qué. Hacía cosas como convencer al oficial del centro de suministros de artillería de que nos prestase una carretilla elevadora y un conductor para pasarme la tarde montando tráileres averiados encima de otros tráileres para que se los pudieran llevar en el siguiente convoy. Ese trabajo me llevaba tres o cuatro horas al día. El resto del tiempo podíamos hacer lo que nos diera la gana, aunque la mayor parte nos lo pasábamos esquivando misiles y morteros.
Cuando llegué, nos bombardeaban tres o cuatro veces al día. Era bastante predecible, había una cierta regularidad. En aquella época, Quan Loi era una zona caliente. Estábamos muy cerca de una de las principales salidas de la ruta Ho Chi Minh, así que había muchas unidades activas del EVN desplegadas en la zona, que además estaba plagada de LZ a las que teníamos que prestar apoyo. También teníamos dos o tres baterías de artillería. En resumidas cuentas, Quan Loi era un punto de suministro para las unidades que operaban en el terreno.
Además de la brigada de caballería, había una unidad de fuerzas especiales y algunos Lurps90. Y también estaban los desconocidos habituales que entraban y salían del país en aviones no registrados. De vez en cuando aparecía un grupo de mercenarios montagnards para montarse en un avión rumbo a Camboya con un tío vestido de civil. No era ningún secreto que los Estados Unidos estaban detrás de aquello.
Los barracones estaban construidos en fila y entre cada uno de ellos había un búnker, cavado tierra abajo. Los soldados dormían ahí. También había quien dormía en los barracones, pero yo no tardé en decidir que dormiría bajo tierra. No se me ocurría ninguna buena razón para tentar a la suerte. Había espacio disponible en el búnker, así que me lo agencié. En cada uno dormían siete personas. Los barracones y los búnkeres estaban conectados.
Se podía entrar en el búnker sin salir del barracón, pero no se podía entrar en el búnker desde fuera sin pasar por el barracón. El barracón en el que vivía yo estaba en el peor sitio posible, teniendo en cuenta las circunstancias. Tenía detrás la pista de aterrizaje, donde la caballería acorazada tenía sus impresionantes helicópteros. Al otro lado estaban los puntos de repostaje para las aeronaves y los helicópteros. Al cruzar la carretera estaba el depósito principal de diésel y gasolina de la base y, no mucho más lejos, el polvorín, en el tercer cuadrante. En el cuarto se guardaban las armas de gran calibre.
El polvorín, los depósitos de combustible, la pista de aterrizaje y la artillería pesada eran siempre objetivos prioritarios en un ataque. Estábamos en la trayectoria de cualquier proyectil que se dirigiera a ellos y no llegara o los sobrepasara. Teníamos que programar cuándo íbamos a ducharnos o a cagar en función de los horarios de los bombardeos. Enseguida me acostumbré a organizarme la vida así; no quería que los misiles me pillaran con los pantalones bajados. Pero no tardé en darme cuenta de que prefería estar allí antes que en Long Binh, que era relativamente seguro. Eso me sorprendió bastante: yo, que era una persona apacible, había optado por el peligro. Era una especie de intercambio: más peligro a cambio de aguantar menos gilipolleces.
Allí no tenías que aguantar gilipolleces. No había ningún oficial al mando de la pequeña unidad de transporte. El pelotón de intendencia al que estaba asignado sí que tenía un oficial que tenía autoridad sobre mí. Me llamaba para varios asuntos; estaba en la lista de turnos de guardia, por ejemplo. Pero no era así todo el tiempo. Al fin y al cabo, allí solo éramos tres, así que teníamos que encargarnos del trabajo todos los días.
No podíamos montar guardia veinticuatro horas y además cumplir con nuestro cometido, por lo que la mayoría de las veces no teníamos que montar guardia. He de confesar que era un alivio: sabía que el perímetro no era nada seguro. Los putos búnkeres de vigilancia ni siquiera estaban colocados de forma que pudiesen prestarse apoyo entre ellos, simplemente estaban construidos en una línea alrededor de la base. No estaban escalonados para que los campos de tiro se cruzaran. Y eso no me lo habían enseñado durante el adiestramiento militar, pero lo sabía. Seguro que los arqueros de Alejandro Magno también lo sabían. Pero, por supuesto, eso formaba parte de la insensatez generalizada de todo el asunto. ¿A quién se le ocurriría realizar un ataque por tierra contra esa base?
La potencia de fuego que había dentro de aquellos búnkeres era inmensa, aunque no pudieran cubrirse los unos a los otros. No sé cómo aquellos pequeños vietnamitas eran capaces de hacerlo, pero lo hacían a menudo y rematadamente bien. Algunos puestos eran muy bonitos. La pista de aterrizaje estaba rodeada de plantaciones francesas con casas preciosas. La mayoría estaban deshabitadas, pero tenían sus cuidadores. Durante el día iban algunos vietnamitas. Los cristales todavía estaban limpios y, a veces, se veía ropa tendida.
Sufrimos muchos bombardeos, pero todos aquellos edificios quedaron intactos. Nosotros nunca lo vimos, pero el franchute dueño de aquellas tierras, o encargado de explotarlas, tenía el control del suministro de agua. Le pagábamos por el agua y por los árboles de caucho que talábamos. Alquilábamos el terreno en el que estaba la base a los dueños de la plantación. Ellos, a su vez, pagaban al Vietcong, al EVN, o a los dos, para proteger sus intereses. La plantación seguía funcionando en mitad de toda aquella mierda. Quizá operase solo a un tercio de su capacidad, pero no había cerrado.
Dentro del perímetro —y esto también era una locura— había una pequeña aldea vietnamita. Todos sus habitantes trabajaban en la plantación, pero creo que al menos la mitad era del Vietcong. Había túneles para entrar y salir de la aldea; todo el mundo lo sabía. Pero estaban detrás de la alambrada de púas. Allí es donde iba a que me hicieran la colada. Se la tiraba por encima de la alambrada a Linn, la chica que me lavaba la ropa, que vivía cerca del cuartel de la Policía militar. Al día siguiente, volvía y ella me la devolvía del mismo modo, lanzándola por encima de la alambrada. Yo enrollaba unos billetes y se los lanzaba también. Aquella pequeña transacción económica era ilegal, pero la llevábamos a cabo en las narices de la policía militar.
He pasado mucho tiempo pensando en Vietnam y en los distintos grados que podía tener esa experiencia, en qué medida afectaba estar cerca del verdadero epicentro de la locura, del verdadero horror. Me di cuenta de que yo estuve lejos de ese epicentro durante casi todo mi tiempo allí. Mi experiencia no tuvo la misma intensidad que la de alguien que operase en el terreno, subiendo y bajando montañas todos los días. Pero también sé que yo estuve más cerca que los hombres que se quedaron en Long Binh, tecleando en sus máquinas de escribir. Estuve a medio camino, en una posición extraña. Era un entorno nocivo, sí, pero relativamente seguro.
Más allá del encuentro en la librería Finestres, el viernes 16 de julio, a las 21 h, puedes apuntarte a un piscolabis donde podrás charlar con el autor, a puerta cerrada y en un círculo íntimo y reducido a 10 asistentes/comensales. Alrededor de una selección de vinos y quesos proporcionado por Monvínic Store, Baker nos hablará de sus influencias y métodos de trabajo, y responderá a vuestras preguntas en un ambiente cercano e informal.