Hace unos días, en una entrevista en The Times, un desatado Ridley Scott aconsejaba "que se compraran una vida" a todos aquellos que se han puesto las manos en la cabeza ante las licencias histórico-narrativas que el cineasta se ha tomado en Napoleón. “Cuando tengo conflictos con los historiadores les pregunto si ellos estaban ahí. ¿Verdad que no? ¡Pues callaos la puta boca!”. Es más, el cineasta británico también repartía collejas a los medios de comunicación franceses, los más duros en sus críticas, que habían puesto el dedo en la llaga de la falta de rigor de su nueva película: ”Los franceses ni siquiera se gustan a sí mismos”. Scott, hombre de paz.
Las airadas, y divertidamente virales, reacciones cascarrabias del director de clásicos modernos como Alien o Blade Runner sirven para dar contexto a la aproximación que ha hecho a una figura como la de Bonaparte. Porque la mayor de las sorpresas que el espectador se encuentra con el retrato que han hecho Scott y su guionista David Scarpa es un sentido del humor que envuelve como papel de regalo cada uno de los comportamientos del protagonista fuera del campo de batalla. Porque más allá del Napoleón estratega, del Pep Guardiola de la guerra, del militar con una privilegiada capacidad para entender cómo situar a las tropas sobre el terreno para vencer sin despeinarse, la película nos muestra a un hombre acomplejado, lleno de inseguridades que contrastan con su megalomanía, con una insultante petulancia aturdida por sus rabietas infantiles de niño consentido y por su patético y ridículo comportamiento de marido cornudo.
La relación entre el protagonista y Joséphine, su primera mujer, el amor de su vida y el enemigo más difícil de batir, parece, a ratos y exagerando un poco, la de George y Mildred Roper, o la de esas matrimoniadas de Telecinco con Pepa y Avelino. Ese momento en el que la pareja se pelea en plena cena bajo la mirada de unos invitados que querrían ser tragados por la tierra, o los encuentros sexuales inspirados en los conejos en celo, buscando un heredero que nunca llega, la gran obsesión del general-emperador acostumbrado a ganar siempre, son elementos que abundan en la idea de comedia encubierta. Y en este sentido, una hipnótica Vanessa Kirby y un carismático Joaquin Phoenix, siempre cómodo en interpretaciones al límite y al que habitualmente hay que atar en corto para evitar su tendencia a la sobreactuación, parecen entender perfectamente el equilibrio que pide, y propone, el film.
Dinámicas insatisfactorias de un matrimonio tóxico
La estructura de Napoleón planteada por Ridney Scott y David Scarpa bascula entre las insatisfactorias dinámicas de este matrimonio tóxico, por un lado, y, por el otro, en la parte que sí podíamos esperar: la del retrato de la figura historia, la del ascenso político y las ansias de poder del personaje, la de las abundantes victorias bélicas y las escasas pero muy relevantes derrotas. Ciertamente, el choque entre lo público y lo privado funciona pero desconcierta (o desconcierta pero funciona). Si el hilo conductor de la trama pone el foco en el “ni contigo ni sin ti” de Napoleón y Joséphine, es en la particular, no especialmente rigurosa, recreación histórica en la que luce más la puesta en escena de un cineasta con el talento y el oficio de Ridley Scott. Desde los primeros minutos del film, que recrean algunas situaciones capitales de la Revolución Francesa (incluyendo el paso por la guillotina de la reina Marie Antoinette, o la caída en desgracia de Robespierre), el formidable sentido del espectáculo y la concepción visual del director de Gladiator se ponen en marcha, y encuentran sus mejores momentos en la reconstrucción de las batallas: es particularmente brillante la de Austerlitz, con esos planos bajo el hielo que, tras recibir los cañonazos franceses, engulle a los dos mil soldados rusos que huyen de la trampa napoleónica. También es magnífica la reconstrucción de la Batalla de Waterloo, o aquella campaña de Egipto que, según la particularísima, por no decir inventada por la ocasión, lectura de la película (y para escándalo de aquellos historiadores a los que, como decíamos al principio, Scott ha aconsejado aprovechar el black friday para comprarse una vida), incluye la voladura de las Pirámides a cañonazos, y un bizarro instante con un sarcófago abierto y una momia. ¡De nuevo, viva la comedia inesperada!
Con Napoleón nos encontramos con una concepción del cine espectáculo que pertenece a otros tiempos. Y esto siempre es una buena noticia
De alguna manera, la brutalidad de la guerra rodada por Ridley Scott y nubladamente fotografiada por Dariusz Wolski conecta con la nunca suficientemente reivindicada ópera prima del cineasta, Los duelistas (1977). El aparato visual de Napoleón es tan sensacional que se hace corto: los casi 160 minutos del montaje estrenado en las salas hace que todo ocurra a una acelerada velocidad de crucero que deja con ganas de más. Demasiado por contar, y una sensación de desaprovechar sus espectaculares secuencias bélicas. Parece que cuando la película llegue a AppleTV+, podremos ver una versión de cuatro horas que probablemente solucione sus problemas de fluidez. En cualquier caso, y más allá de la apuesta desmitificadora hacia el personaje y ese permanente aire de comedia, nunca sabremos si voluntaria, con Napoleón nos encontramos con una concepción del cine espectáculo, con más extras que CGI, que pertenece a otros tiempo. Y esto siempre es una buena noticia.