Ahora sí, Nick Cave ha alcanzado ese estatus. Primero, a estas alturas es un ser intocable y su figura va más allá del bien y del mal. Todo lo que toca o hace es noticiable. Y también lo que dice, cada entrevista que da, cada uno de los relatos que ofrece, van con esa marca de la excelencia. Algo, por otro lado, buscado. Y obviamente, conseguido. En algún momento, Nick Cave le dio la vuelta al personaje. Quizá el verdadero sea aquel que nos sorprendió en el documental 20.000 days on earth, aquel tan divo, tan poético, tan esquivo, tan mísero. Pasaba lo mismo con su otrora amante PJ Harvey, quien en A dog called money mostraba esa cara fría y distante. De hecho, en un ejercicio de honestidad, quizá de fragilidad, Cave desveló el misterio: ¿quién dejó a quién? Y claro, un hallazgo: cartas reveladoras y revelaciones sinceras y concretas.
Porque sí, ante esa fachada de hombre salvaje, de animal a quien nadie ha domesticado, se esconde otra persona que siente y padece. Aunque nada como el dolor de la pérdida de un hijo (en este caso dos). Todavía hoy, la imagen de Nick Cave sentado en su sofá de casa con sus vástagos comiendo pizza sobrecoge. Y ahora, tras limar ese sufrimiento, Cave explora que eso, al fin y al cabo, es un aprendizaje; cómo lidiar con la vida y, a pesar de esos acuerdos y desacuerdos, observar la belleza de esa vida que pasa inevitablemente por la muerte. Por esa razón, The wild god es tan importante. Más allá de si el disco suena ceremonioso, si el mensaje es o no espiritual, de si él todavía activa ese botón de la agitación. Desde luego, no importa si él se queda agazapado en su piano y su tristeza, como en el revelador Ghosteen de 2019 o en la crudeza de Skeleton tree tres años antes, o en el que para muchos es su disco más perfecto de esta tríada, el misterioso y jubiloso Push the sky away.
Si bien a Nick Cave no lo podemos evaluar únicamente desde la perspectiva de esta última década de existencia, la historia se remonta a mucho antes. A las diversas etapas por las que ha pasado este camaleón. La inicial en que para él y sus Bad Seeds (The Birthday Party o previamente de The Boy Next Door son harinas de otro costal) el límite no existía, iban a calzón quitado. Eran como esos Peaky Blinders a los luego hicieron honor con su música; peligrosos, deslenguados, avariciosos. En ese tramo, desde From her to eternity en 1984 hasta Let love in en 1994 (junto a Tender Prey, quizá esta sea su gema de esa época), una producción de ocho discos. Con Murder ballads, en 1996, entramos en otra etapa, más floreada y romántica. Con esos duetos famosos, uno previsible (con Polly Jean Harvey), el otro inesperado (con Kylie Minogue). A continuación, el piano es protagonista, explorando ese lado más íntimo, ese mismo que habla sobre el desamor, sobre corazones rotos. En particular, el suyo, preso también por las adicciones, por los excesos.
Entonces, ya sí, llegó el momento de elogiarle, de evaluar cada paso. A No more shall we part, sin ser su obra más extraordinaria, la abraza todo Cristo. La prensa es unánime: Nick Cave es uno de los nuestros. Con ese halo a leyenda, como la de Johnny Cash (brutal la versión que hacía el hombre de negro de Mercy Seat) o Tom Waits. Ya nadie le va a discutir nada. Licencia para todo. Incluso para discos regulares como Nocturama o Dig, Lazarus, Dig!!! Sin embargo, a Cave se le perdona un pequeño resbalón, en 2004 publica el disco en que agrupa todo su arsenal, todo su imaginario; la doble ofrenda de Abbatoir blues/The lyre of Orpheus. Todavía hoy, se discute si este es su disco más redondo, el más perfecto. Se puede escuchar una y mil veces y siempre se descubre algo nuevo. De elegir uno sería ese, es el colmo del delirio, el de la elegancia. Es Nick Cave en su umbral. A todo esto, su aventura en paralelo para exorcizar sus demonios. La banda Grinderman, con dos discos, tenía los ingredientes de sus primeras sopas: descontrol con gancho. Con su socio Warren Ellis, con quien ha perpetrado otro arte: el de las bandas sonoras (excepcionales las de The Proposition y The Assassination of Jesse James by the Coward of Robert Ford). Una escapatoria sana y serena, una manera de estar siempre conectado. Y la de permitirse caprichos sin la necesidad de exponerse demasiado ni la de dar muchas explicaciones.
La chispa saltará de nuevo sobre el escenario, o más concretamente, cuando se alce como un Dios entre la gente y ahí él se sienta como lo que es, esa figura mesiánica a la que adoramos y veneramos
Finalmente, está el todavía humeante The wild god. Un disco publicitado y recibido con ansia (la que merece). A él se le había acabado la anestesia, tocaba seguir sin medicina. El único chute iba a ser la música. Esa tabla única de salvación. Y sí, no es este un disco optimista (no tendría sentido considerarlo así), pero sí acude a aquello a lo que nos agarramos en los malos momentos: la esperanza. Por eso hay tantos coros; el australiano necesita auxilio, sentir ese aliento. En ese sentido puede estar tranquilo: le respaldan todos. Incluso los que pueden acusarle de inmovilismo, de seguir por sendas ya conocidas. Aunque sea con otro talante. Esto es rollo oración, misticismo mágico. De todas maneras, la chispa saltará de nuevo sobre el escenario o, más concretamente, cuando se alce como un Dios entre la gente y ahí, él se sienta como lo que es, esa figura mesiánica a la que adoramos y veneramos. En esa liturgia, en el llanto y en la euforia, abriéndose en canal o refugiado en ese piano (como olvidar Idiot Prayer en ese 2020 pandémico, él solo con las teclas en el Alexandra Palace de Londres). Por tanto, suerte a quien, por desgracia, ha visto (y vivido) la cara más amarga de la vida. Ahora, Nick está decidido a degustar cada segundo, cada momento, no hay tiempo que perder. The wild god tiene las coordenadas.