Solo hay dos tipos de personas que beben agua en los festivales. Las que hacen trampas. Y las que no beben alcohol y han visto cómo se acababa la 0.0 en la barra y están hasta las narices de tragar refrescos e ir casi tan drogados —bendito azúcar— como los que hacen trampas. Pero, ¿a quién coño le importa que se acabe la cerveza sin alcohol?
Enfermedades cardiovasculares, embarazos y otros temas clínicos aparte, les importa a los abstemios. Porque ser abstemio no siempre es una consecuencia, puede ser una opción. Así lo han venido demostrando diferentes colectivos durante la historia que, lejos de pensar –como lo han hecho otros– que las drogas y los espirituosos eran liberadores, veían lo contrario en ellos. Te hacían esclavo. Un buen ejemplo es la cultura Straight edge. El término fue adoptado de una canción de Minor Threat, banda de hardcore de Washington DC. La idea causó furor en colectivos alternativos en los ochenta y noventa.
No era nada nuevo: ya a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX se formaron en Estados Unidos ligas o asociaciones por la templanza que promovían la abstinencia total y que forzaron la Ley seca. Fuera como fuese, la idea Straight edge fue revolucionaria en la contracultura moderna: estilo de vida y ramificación del hardcore punk, sus devotos del estilo hacían un compromiso ad eternum para abstenerse de beber alcohol, fumar tabaco y consumir drogas. Aunque ese compromiso se fue flexibilizando, fueron opciones de conciencia que acabaron colindando con otros movimientos como el veganismo e incluso la promiscuidad. El Straight edge fue una reacción directa a la brutalidad del abuso de sustancias y el hedonismo del punk.
¿La pandemia me hizo abstemio?
Cuando vago por el recinto del Cruïlla buscando alguna barra que todavía tenga 0.0, me pregunto si haber visto tanto MDMA, porros y otras sustancias a mi alrededor en festivales, paradigma de consumo en nuestros días, me ha hecho abstemio. Cuando tropiezo con algún borracho, pienso que es la tristeza furibunda de las resacas lo que me ha alejado del alcohol. Rápido me sacudo la responsabilidad —bien posmoderno siempre— de estar en algún movimiento mayor y pienso que simplemente les tengo miedo.
No, no. Cuando ya le he dado la vuelta al recinto, doy con la clave: la pandemia. La pandemia me hizo abstemio. Conecté conmigo mismo en esos duros meses. No me iba demasiado bien para mi resentida salud mental ese puntito down de las cervezas de más. Cuando ya doy con una barra donde queda una, solo una, 0.0, recuerdo la primera vez que la probé. La sin. Fue en el encierro. Joder, ¡está buena! Así de heroico: me gustaba el sabor, el paladar nunca fue mi fuerte, y además no dejaba resaca. No puedo estar más lejos de Ian MacKaye, líder de Minor Threat. Al final era sólo comodidad. En muchas entrevistas, MacKaye dijo no sentirse abanderado de nada. Debía estar hasta las pelotas de que le preguntaran porqué no bebía. En eso empatizo con él.
No conozco a nadie que no beba que vete la cultura del alcohol, de la que probablemente muchas veces han participado anteriormente. Pero sí conozco la sensación de tener que repetir una y otra vez cuál es la fórmula secreta para aguantar toda una noche de festival sin más magia que la cafeína. O tener que, el patriarcado siempre sorprende, decir siempre que la sin alcohol es la mía y no la de mi pareja. Que no tengo ninguna enfermedad. Que ningún médico me lo ha prohibido. Y, por supuesto, que yo también estoy en la ecuación cuando se pregunta: ¿Vamos a echar una birra?
Ser abstemio no es sinónimo de ser aburrido. Ni de —por desgracia— tener todo un decálogo de principios inexpugnables. Lo es, simplemente, de no beber alcohol
No mentiré. Me apetece mucho menos. Igual que trasnochar. Lo de los ritmos circadianos y hacerme mayor, que comentaba en la primera parte de esta serie, pero he cerrado festivales igualmente. Ser abstemio no es sinónimo de ser aburrido. Ni de —por desgracia— tener todo un decálogo de principios inexpugnables. Lo es, simplemente, de no beber alcohol. De la misma forma que beber o drogarse no son rebeldía ni liberación. En la misma medida que lo es no beber en este, nuestro mundo de compromisos fugaces.
Cada vez hay más personajes públicos que dicen no beber. Residente a veces; no le va bien, cuenta, para darlo todo luego en directo, aunque en René confesaba problemas graves con la bebida. David Broncano nunca la probó. Esttik la dejó de joven. Hay ejemplos a patadas: desde Hayley Williams a Tyler, the Creator. Ninguno es paradigma de un liderazgo claro de un nuevo despertar consciente. No proponen una opción que machacará la alienación y nos hará libres y combativos. Pero tal vez, ser más, sirva para que se replanteen los pedidos de barriles en fiestas, ¡igual hasta llega el Ginger ale a los festivales!