A principios de marzo, Lisburn Co, una centenaria empresa norirlandesa, importó de Inglaterra cuatro palets de mermelada, confitura y chutney. Esta transacción, para la que antes bastaba con disponer el transporte, requiere ahora rellenar 19 formularios diferentes para pasar aduana. Por cada pedido hay que repetir el mismo proceso. Y todavía se añadirá más papeleo cuando entren en vigor todos los requisitos del acuerdo del Brexit entre el Reino Unido y la Unión Europea. Ahora mismo, importar un paquete de Inglaterra a Irlanda del Norte tiene un trámite parecido al de importar un contenedor de China. La gracia/desgracia es que Inglaterra e Irlanda del Norte son parte del mismo estado, el Reino Unido.
Hechos como este son la causa de que el momento en Irlanda del Norte sea más combustible que nunca. No a causa de la violencia política, extinguida por los Acuerdos de Paz del Viernes Santo de 1998. La culpa es del Brexit —al que, por cierto, se opusieron el 56% de los norirlandeses. El pacto con la UE obliga a respetar aquellos acuerdos de paz, entre ellos evitar una frontera dura entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda. De hecho, hoy, la frontera es invisible, todo un contraste con los estrictos controles militares del pasado. La frontera dura, sin embargo, está... entre Irlanda del Norte y Gran Bretaña. Son el mismo país pero, a efectos aduaneros, el Norte sigue en la UE. De alguna manera, pues, Irlanda del Norte es parte de la República sin haber abandonado la soberanía británica. El Brexit ha añadido una nueva capa de identidad —otra— a los seis condados del Ulster que quedaron bajo gobierno británico en 1922, año de la partición de la isla.
Es una gran ironía histórica. Ninguna de las campañas armadas del difunto el Ejército Republicano Irlandés (IRA) se ha acercado tanto al objetivo de unificar la isla como el puñado de políticos y burócratas británicos y europeos que redactaron el acuerdo del Brexit —con los políticos de la República entre bastidores. El IRA no ha intervenido en nada. Todo lo han hecho instituciones que ha combatido a sangre y fuego y por vías políticas inesperadas. Imprevistos de la historia, como el funcionario de la Alemania Oriental que, por error, hizo abrir el Muro de Berlín en octubre de 1989. Ya no se cerraría nunca más.
Say Nothing: A True Story of Murder and Memory in Northern Ireland (en español lo edita Reservoir Books con el título No digas nada), del periodista norteamericano Patrick Radden Keefe, no explica nada de todo eso pero si lo lees entenderás cómo se ha llegado a ello o, más exactamente, cómo acabó una guerra civil, que, entre 1969 y en 1998, causó unas 3.600 muertes en un país un poco mayor que Lleida provincia y con una población como la de la ciudad de Barcelona. Keefe lo describe como un último conflicto colonial, una guerra entre el IRA provisional (los Provos, mayoritariamente católicos), que quería la unificación del Norte y la República, y los defensores del statu quo, una mezcla de paramilitares protestantes, policía y ejército británico. Se mataban y morían en tiroteos, disturbios y atentados, en venganzas internas, en huelgas de hambre en las prisiones, en ataques a cuarteles y patrullas o mientras hacían vida en Belfast o [London]Derry. Veinticinco años de guerra civil, continua y total, de baja intensidad —si existe tal cosa— que ha sido la manifestación más salvaje de la discordia centenaria entre irlandeses y sus ocupantes británicos, dueños y señores de vidas y haciendas. Para tener una idea vaga del momento, hay que recordar que al inicio del conflicto, la política del gobierno británico era mantener "un nivel aceptable de violencia".
Leer o releer ahora el libro de Keefe es, pues, oportunísimo. También porque se pueden encontrar algunas chispas que dan un poco de luz sobre la cosa nuestra. Como cuando explica la actitud de las familias republicanas del IRA: "[Parecía que] 'la derrota les convenía más que la victoria', según un historiador, 'pues tenían la idea de que el republicanismo irlandés prosperaba en la opresión y el aislamiento exclusivo que comportaba". O cuando describe los debates sobre el conflicto armado entre republicanos y unionistas como un intercambio infinito de reproches. "Di el nombre de Jean McConville y alguien dirá: ¿Y qué pasa con el Domingo Sangriento? Puedes replicar: ¿Y qué pasa con el Viernes Sangriento? Y te dirán: ¿Y qué pasa con Pat Finucane? ¿Qué pasa con el bombardeo de Le Mon? ¿Qué pasa con la matanza de Ballymurphy? ¿Qué pasa con Enniskillen? ¿Qué pasa con el bar de McGurk? Y qué pasa con. Y qué pasa con. Y qué pasa con". Todo eso, y otros detalles, suena familiar, mutatis mutandis, claro.
Todo lo que ya se ha dicho de No digas nada es mucho y es muy justo. El libro es de 2019. Es un texto fenomenal, con una documentación formidable (72 páginas de notas y bibliografía), ritmo de noir escandinavo, con muchos cambios de rasante, curvas y sorpresas. Ciertamente, este reportaje disfrazado de true crime explica cómo se hace terrorista la gente normal. Muestra como la violencia política desfigura a la sociedad y la somete a la culpa, la tristeza y la ruptura, incluso años después de que se acabe. Examina el precio de la paz y el beneficio de la política, que quizá libera pueblos y estados pero no acaba de redimir a los contendientes ni a las víctimas. Te dejará como si te hubieran dado una paliza. Si no te dejas intimidar, sin embargo, te darás cuenta de que No digas nada muestra que el acuerdo político que resuelve formalmente un conflicto entre comunidades es sólo el inicio de un largo, problemático y caprichoso proceso de conciliación.
Las víctimas, en el aire
No digas nada lo protagonizan cinco nombres. Jean McConville, una viuda de 38 años "desaparecida" por el IRA, que la secuestró en Belfast en 1972 ante sus 10 hijos, acusada, sin pruebas, de delatora. Las hermanas Dolours y Marian Price, pacifistas que se convierten en terroristas del IRA. Brendan Hughes, uno de los míticos jefes militares del IRA en Belfast. Finalmente, Gerry Adams, que pasa de comandante del IRA en Irlanda del Norte, a preso y a promotor de la vía política para resolver el conflicto al frente de Sinn Féin. El hilo conductor del reportaje es el caso McConville, nunca resuelto —el cadáver apareció accidentalmente en el 2003. Keefe explica de manera imparcial y esmerada esta historia horrible y, para darle contexto y matices, amplía el perímetro de su investigación al IRA y las familias y la sociedad que lo amparan, el sectarismo de los políticos protestantes norirlandeses y su policía, los implacables gobierno y ejército británicos. Así crece No digas nada. Todos los que en un momento jugaban al mal serán quienes harán posibles los Acuerdos de Paz de 1998 con Gerry Adams como eje.
Adams surge del libro como un personaje increíble. Siempre ha negado su pertenencia al IRA, ficción que le ha servido a él para protegerse de la policía y los jueces, y a sus interlocutores unionistas y británicos como excusa para sentarse con él durante el proceso de paz. Al mismo tiempo, Adams guiñaba el ojo a los republicanos. En 1995, en un mitin, un hombre le grita "¡Devolvednos el IRA!" y Adams responde sonriendo: "Nunca se fue ¿sabes?". Estaba en una posición única para negociar la paz cuando llegara el momento. Reconocido como líder de los Provos, tenía autoridad dentro del IRA y, por lo tanto, credibilidad entre sus adversarios como actor capaz de cambiar la dinámica armada por el compromiso político. Esta combinación le ha permitido —se retiró el año pasado— añadirse a la lista de líderes defectuosos que han sido determinantes en acuerdos de paz trascendentales. Una cosa queda en el aire, sin resolver: las víctimas, como Jean McConville.