“¿Qué te llevarías a una isla desierta?” es probablemente la pregunta lúdica más típica y tópica de la calle, relegada a la etiqueta de juego absurdo pero apadrinada con una genuina curiosidad por comprender las preferencias del otro. Porque a veces lo evidente no necesariamente está manido o es aburrido, sencillamente conecta con nuestros impulsos más preciados, que en la mayoría de ocasiones replica un simplísimo cóctel de deseos inconscientes. Encajar en un grupo de amigos. Estudiar lo que queremos. Conocer a alguien. Que descuelguen el teléfono para conocernos, tomarnos un vino y enamorarnos, planear nuestra vida con esa persona, parir un par de críos. Ser felices. Lo irremediable del amor romántico y la visión heterosexual del mundo se conjuran en L’illa deserta, la nueva comedia amorosa de Marc Artigau, que sin dejar de ser una historia de chico conoce a chica le da un meneo mental al espectador para convencerle de que ni lo bueno es tan bueno ni lo malo es tan malo.
Podría resumirse todo el argumento de la obra en la forma que toma el devenir de una pareja en las dos direcciones que puede tomar una relación. El sí y el no, la dualidad especificada entre decisiones mal (o bien) tomadas y algún error fortuito que decanta la balanza hacia un lado u otro. Todo llevado con maestría por Maria Rodríguez y Miki Esparbé, dos animales escénicos que se conjuran al amor y al desamor con una empatía cómplice insumergible: ella es la ingenuidad personificada y la perseverancia de aceptar la contradicción (es fan de la La Polla Records, Eskorbuto y Britney Spears, todo en una), y él es es un buscavidas bohemio que intenta huir del conformismo ilusionándose con las pequeñas cosas. Juntos son una explosión de purpurina y color de rosa que a ratos impulsa el vómito de unicornios.
Artigau, que además les dirige en La Villarroel hasta el 2 de julio, también tira de cliché en el inicio del espectáculo —dos desconocidos que se encuentran en un ascensor— para conseguir que el público conecte de inmediato con la escena y se la haga suya: Él y Ella, dos personajes sin nombre que podríamos ser cualquiera, cumplen con el ritual del apareamiento y consiguen proyectar la historia de amor que todos queremos tener, saldada con innumerables suspiros silenciosos entre el gentío. Y cuando el autor ya ha secuestrado todas las esencias del lugar, se propone desmontar el romanticismo correspondido y analizar la otra cara de la moneda. ¿Cómo un mísero segundo puede cambiar radicalmente todo nuestro futuro?
Marc Artigau es un destripador de emociones con el ojo clínico puesto en el comportamiento humano, además de un narrador que pisa el suelo sin perderse en la intelectualidad del concepto
Se nota que Marc Artigau es un destripador de emociones con el ojo clínico puesto en el comportamiento humano, además de un narrador que pisa el suelo sin perderse en la intelectualidad del concepto. Un tipo que imagina historias y las cuenta llanamente. Así consigue que cada uno de los miembros del público recuerde el amor que pudo ser y no fue, resquebraje sus recuerdos y se arrepienta de algo, o no pueda parar de imaginar una vida distinta con la nostalgia clavándose en su estómago. Esparbé y Rodríguez están espléndidos y lo ponen demasiado fácil en este alegato a las casualidades y el azar que tan bien define el personaje masculino cuando sugiere que el romanticismo es algo así como dar con la persona con quien compartes disponibilidad y nada más, sin tanta floritura y confabulación del destino. Una sacudida en las butacas del palco para los que tienen el amor romántico totalmente idealizado.
Sin embargo, lejos de conformarse, el autor y director retoma el hilo de la escena para reconducirla e infundir un atisbo de esperanza. Que si algo no funciona, otra cosa llegará. Que confiar en una única carta es hacerse trampas al solitario, más aún en esta vida catastrófica en la que nada está escrito y todo es posible. L’illa deserta es un impulso a dejar de planear para empezar a vivir. O a planear pero sin cuadricular el mañana ni hacer previsiones vacuas. El futuro, como el amor, es líquido y refugiarse en el “y si” es una guerra perdida; lamentarse por lo vivido, un tremendo pozo sin fondo. La felicidad siempre estará levantando la cabeza y mirando al frente, que es lo único que, como mínimo, podemos intentar cambiar.