"Hay palabras, como cicatrizar, que pueden llegar a sonar pomposas. En la obra hablamos del perdón, o del no perdón. El debate de Altsasu gira entorno a la reflexión, mucha gente llega al espectáculo con certezas y convicciones, con una mochila cargada de perjuicios sobre lo que pasó ahí, y en el espectáculo han tenido la oportunidad de ver la otra cara de la moneda". María Goiricelaya, directora de Altsasu, no anda equivocada: es imposible sentarse en el patio de butacas sin un sesgo ideológico determinado, sobretodo después de un caso hiper mediático que tambaleó (otra vez) los cimientos de la democracia, la censura y la persecución política. La propuesta de Goiricelaya intenta ser conciliadora, causar empatía en ambos bandos y trabajar en aras de la convivencia; sin embargo, da la sensación que uno sale todavía más convencido de lo suyo, si es que lo suyo es un sentimiento ahogado de desigualdad.

Porque la ley es igual para todos, menos para los ocho chavales que fueron detenidos y acusados de terrorismo después de pelearse con dos guardias civiles de paisano y sus parejas en un bar, aquel 15 de octubre de 2016. Lo que podía haberse saldado con una multa, incluso con una pena mínima de cárcel por altercado o agresión, acabó convirtiéndose en un castigo político orquestado por las autoridades mayores. Se insinúa en la obra, con testimonios y declaraciones sacadas del sumario del juicio, que confirman incongruencias en las diligencias y hechos sospechosos que sugieren premeditación y alevosía contra los muchachos. Querían que escarmentaran, reprimirles. No había pruebas firmes ni demasiadas certezas, de hecho la acusación se sostuvo, en muchos casos, de indicios y suposiciones sectarias. Y algunos ni estaban allí esta noche. 

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Goiricelaya intenta dirigir con moderación. Hay de todo. Están los agresores con su odio a los cuerpos de seguridad del Estado, gritándoles que se vayan. Hay insultos. Amenazas a la hija de un año de una de las parejas o desprecio hacia la novia del teniente por parte de sus amigos, cercanos a la izquierda abertzale, a quien ven como una traidora. Hay idealismo radical en esta panda de jóvenes que quieren comerse el mundo. También se acerca a la parte opuesta, los agredidos, cuya maldad llega un mes después en forma de testimonio tardío. Un "viva España" para nada inocente. El trato de favor y las investigaciones parciales que realizó la misma Guardia Civil y que decantaron la balanza de forma desproporcionada. Son ideas también radicales que magnificaron lo ocurrido en pro de una narrativa que se mimetizara con las posturas de la extinta ETA y que convirtió a los jóvenes de Altsasu en un chivo expiatorio de las cloacas del Estado. 

Todos los implicados en el proceso sufren porque son humanos. Los familiares de unos y otros lloran por el destino de sus respectivos hijos, sin embargo, no todos los relatos te amargan igual porque el contexto no es el mismo. Ahí se ve más que nunca la asimetría entre bandos, porque un tobillo roto no es equiparable a una pena de 15 años de cárcel. Incluso lo dice una de las madres de los detenidos, que no se trata de rechazar lo que pasó, sino de que se trate con imparcialidad y en su justa medida. Ni más, ni menos. El acento ideológico y partidista brilla más que nunca cuando los personajes enumeran cómo se han juzgado otros casos de agresión a guardias civiles, que además registran hasta 7.000 percances al año. El personaje de toma lacasitos tuvo que pagar una multa de mil y pico euros por agresión a la autoridad. Solo un par de años más que la condena más alta de Altsasu para el asesino de Nagore Laffage, que la mató en los Sanfermines del 2008. Le condenaron a 12 años y medio y cumplió casi 9. Es imposible no ver un sinsentido con estas comparativas.

Un tobillo roto no es equiparable a una pena de 10 años de cárcel

La obra indaga en el odio entre posiciones opuestas con una propuesta coral alejada de la neutralidad y con cuatro actores (Aitor Borobia, Nagore González, Egoitz Sánchez y Ane Pikaza) que se ponen en la piel de todos los protagonistas, también de abogados, periodistas, tuiteros, fiscales o políticos, y que con pocos intercambios de ropa y atrezzo consiguen emular cada espacio en el que se ubica la historia. Es alucinante lo bien que lo hacen. Sudaderas y capuchas para los detenidos, camisas y polos impolutos para los policías, con el sutil detalle conservador de la crencha al lado. El escenario es diáfano y minimalista, y aún así la mente del espectador es capaz de transportarte a cada secuencia, al principio con algo de despiste, pero después con una naturalidad abrumadora que a veces peca de frialdad. Hacen fácil una historia muy complicada de presentar, y qué mérito tiene eso. 

También hay en la obra espacio para recordar otros casos aberrantes de abuso de poder en el plano ideológico. Valtonyc, Pablo Hásel, los titiriteros acusados de terrorismo, muestra todos ellos de una persecución ideológica sistemática y estructural. Son prácticas que señalan a un Estado corrupto al que es vergonzoso pertenecer, y la directora lo muestra sin tapujos. Quiere que eso sea lo que quede. Y precisamente es la sensación que perdura cuando las luces se apagan. Más allá de todo raciocinio, a parte de la posterior reflexión sobre el papel que cada uno juega en la sociedad, uno sale del teatro con la corazonada de la injusticia pisándole los talones.
 

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