Hace un par de semanas hablaba aquí del inicio de septiembre y de aquella sensación de orden de antes de empezar la operación, cuando el cirujano acumula los de utensilios lacerantes a punto para destripar. Dos semanas han sido suficiente para que septiembre haya hecho caer el peso de los días. Las aulas ya son las de siempre y el inicio empieza a quedar difuminado. Últimamente, la enseñanza ha estado en el centro del debate público a raíz del libro de Damià Bardera Incompetències bàsiques, que ha sido como una sacudida a un sistema que parece que no se pueda cambiar, ni cuestionar, ni criticar. No sé si las tendencias en el mundo de la educación hacen un poco la ley del péndulo o de si vamos adelante (o corremos adelante) porque el mundo cambia y también tiene que cambiar cómo enseñamos. Lo simplificaré mucho, pero hace unos años fue tener la certeza de que había pasado el tiempo de memorizar y copiar, que ya no servía de nada. Y que había que ver qué funcionaba. Todos los que antes de chocar con los treinta pares de ojos llenos de expectativas hicimos másters de formación de profesorado, estamos entrenados en una docencia competencial, transversal y vivencial. Nos aseguraron que funcionaba. Después están las decisiones, que tienen un fundamento más político que pedagógico, de estirar arriba y de dar títulos. Hacerlo fácil, especialmente a los que no les ayuda nada, y pensar que les haces un favor, que acabarán madurando, que con el graduado de la ESO no les cierras más puertas de las que seguramente ya tienen cerradas.
Dos semanas han sido suficiente para que septiembre haya hecho caer el peso de los días. Las aulas ya son las de siempre y el inicio empieza a quedar difuminado
En las aulas luchamos contra un enemigo inagotable: el aburrimiento. Todo se hace aburrido. Si hay demasiado texto para leer, aburridísimo. Si hay muchos pasos hasta llegar al final de la actividad, profundamente aburrido. Y cuando intentas que no sea aburrido, puedes perder la cabeza o diluir tanto lo que enseñas, que se acaba convirtiendo en una anécdota. Explica el admirado Mark Fisher en su Realismo capitalista, que las generaciones posliterarias se aburren a la mínima que se tienen que alejar de la narrativa comunicativa de estímulos inmediatos como Whatsapp, TikTok y Youtube, que viven tan conectados que les es imposible concentrarse. Un texto cualquiera, literario, científico, histórico, de cierta dificultad, es aburrido porque no les da la gratificación momentánea, la sensación inmediata de la recompensa. Nos afrontamos a unas generaciones para las cuales, dice Fisher, "el tiempo siempre ha llegado descuartizado en microporciones digitales". Y los docentes, medio frustrados y medio perdidos, estamos "atrapados entre el rol de facilitadores-animadores y el de disciplinadores-autoritarios". Y todavía más, cuando la lógica capitalista obliga a las familias a unas jornadas de trabajo larguísimas, se pide a los docentes, no solo que transmitan unos conocimientos relacionados con la materia de la cual son expertos, sino que inculquen "los patrones de comportamiento más elementales, hagan de guía espiritual y proporcionen apoyo emocional". Y son generaciones para quienes se ha dado un papel central a las emociones. Y no quiero que se me malinterprete, porque es realmente importante: que sepan reconocer qué sienten, que lo sepan comunicar de forma asertiva, pero conviene que eso no derive en un sobreanálisis y un exceso de ombligo.
En las aulas luchamos contra un enemigo inagotable: el aburrimiento. Todo se hace aburrido. Si hay demasiado texto para leer, aburridísimo. Si hay muchos pasos hasta llegar al final de la actividad, profundamente aburrido. Y cuando intentas que no sea aburrido, puedes perder la cabeza o diluir tanto lo que enseñas, que se acaba convirtiendo en una anécdota
No sé cuál es la solución ni qué dosis hace falta de cada cosa en este cóctel tan complejo que, recordémoslo, no han escogido a los adolescentes. Como tampoco escogieron a los jóvenes que crecían justo después de la crisis del 2008, que en el mundo reinara la idea acaparadora que hicieran lo que hicieran, no les serviría de nada. A veces comentamos con los compañeros cuán diferentes eran los exámenes que hacíamos hace unos cuantos años en las mismas materias que impartimos ahora. Hemos ido reduciendo contenidos y exigencia, como si eso no fuera una manera de subestimarlos. Incluso se llegó a plantear si había que hacer exámenes. Y lo escribo y parece muy obvio, pero no pasa nada porque escuchen, tomen apuntes, tengan deberes, hagan trabajos individualmente y tengan tardes en que tienen que estudiar, y eso no es incompatible con el trabajo por proyectos (que quizás nos tendríamos que plantear si sabemos hacer lo bastante bien). Y tampoco pasa nada porque se aburran un poco, a veces aprender también va de eso. Ahora tengo un grupo de alumnos aficionados a la filosofía. No tienen nunca suficiente, son críticos, son inquietos. Quiero decir que hay una esencia, inherente al momento vital en que se encuentran, que tenemos que saber aprovechar. Y repensar lo que haga falta, evidentemente, desde las aulas hacia arriba, que al final es donde se cuece todo. Pero no nos podemos permitir que se nos coma, maliciosa, la rejodida inercia.