“Nos precipitamos de nuevo a un abismo soviético, a un vacío de información que anuncia la muerte por nuestra propia ignorancia”. Estas palabras las escribió en su libro La Rusia de Putin (2004) la periodista rusa Anna Politkovskaya, reconocida en el país por denunciar abiertamente la vulneración de derechos humanos sucedidos en Chechenia y criticar las políticas criminales del presidente ruso. Su compromiso por destapar las mentiras del régimen es intachable: fue arrestada y torturada por las fuerzas militares rusas, amenazada y envenenada, y aun así jamás dejó de escribir en el periódico Nóvaya Gazeta para contar las barbaridades que descubría a su alrededor. El 6 de octubre de 2006, el mismo día que Vladímir Putin cumplía 54 años, Anna recibió cuatro balazos en el ascensor de su casa mientras subía las bolsas de la compra.
El pasado 28 de febrero, amigos y compañeros de profesión llenaron Twitter de mensajes para saber dónde estaba Pablo González, periodista vasco que cubría la crisis migratoria de la guerra rusoucraniana, hasta que se supo que estaba detenido en Polonia acusado de espiar para Rusia. Lleva 11 días encerrado en la cárcel de Rzeswów, a unos 80 kilómetros de la frontera con Ucrania, y ni su familia ni su representante legal, el abogado Gonzalo Boye, han podido todavía comunicarse con él pese a no haber ninguna prueba que sostenga el delito. No es una noticia que se haya convertido en vox populi en la calle, como sí sucedió cuando en 2003 mataron a José Couso en Bagdad o cuando los yihadistas secuestraron a los reporteros Javier Espinosa y Ricard Garcia Vilanova en pleno auge de aquellas terroríficas decapitaciones televisadas. Ahora la detención de Pablo —repito, no hay pruebas concluyentes y, por lo tanto, es inocente— también ha llegado a los noticiarios, pero en menor medida, y ha pasado inadvertida por una sociedad que ya no se inmuta ante la escasez informativa.
Hoy se cumple una semana desde que la Duma de Moscú adoptó por unanimidad una ley que castigará —“con mucha dureza”, en propias palabras de su presidente Viacheslav Volodin— la difusión de lo que el Estado considere “noticias falsas” sobre el Ejército ruso y su papel en la guerra de Ucrania. El castigo para los que osen meter las narices en los asuntos de Rusia puede llegar a los 15 años de cárcel. Los medios occidentales se han marchado con la cola entre las piernas, claro, nadie está preparado para ser encerrado o sufrir un accidente o acabar en un agujero: saben que los rusos no se andan con chiquitas y me voy a los datos. El Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ) calcula que entre 1992 y 2018 fueron asesinados en Rusia 58 reporteros, aunque las cifras varían dependiendo de la fuente porque no existe un recuento oficial ni estatal; entre marzo del 2000 y junio del 2007, Reporteros Sin Fronteras contó 21 asesinatos en circunstancias violentas o sospechosas, muy parecido a las cifras que contempla el CPJ.
Según calcula el Comité para la Protección de los Periodistas, entre 1992 y 2018 fueron asesinados 58 periodistas en Rusia
En nuestra casa, la indignación popular por esta nueva ley rusa que vulnera el derecho a la información duró un día. Tres "qué fuerte" delante de la tele, un par de resoplidos en el bar, algún tuit progre ensalzando que las democracias deben luchar por un periodismo independiente, libre y sin influencias, y a otra cosa. Siete días después, ya no invertimos ni un momento en pensar que los corresponsales que se marcharon son exiliados de una persecución ideológica que pretende cargarse la pluralidad para imponer el relato único y que si eso pasa en un lugar, puede pasar en todos. Pero mientras lees esto, los artículos más consumidos son clickbaits de periodistas-monos que escriben una media de 8 artículos por día a 2 euros la hora. Allí los matan por hacer periodismo y aquí nos matamos por hacer clics.
No es lo que te enseñan cuando tienes 18 años y los ideales a flor de piel. En la facultad de Periodismo te dicen que el derecho a la libre información es uno de los pilares básicos de la democracia, que la razón del periodismo es mantener a la ciudadanía informada y a los poderes fácticos a raya, no vaya a ser que se monten un festín del autoritarismo con el dinero de todos. Te explican que hacerse periodista es comprender que hay que hablar de verdades incómodas y que cuando uno se achanta por una llamada, cuando asiente y agacha la mirada, no solo se está corrompiendo a sí mismo, sino que está contribuyendo al asesinato del que Gabriel García Márquez decía que era el mejor oficio del mundo. Lo que se callan es que ya hace años que esas llamadas son la norma y no la excepción, que los grandes medios están comprados por los intereses financieros y que existe una red de amiguismos que decide lo que se publica y lo que no. Esto es lo que consiguen los malos, que nos creamos que para ser buen periodista ya no hace falta ser buena persona, como siempre sostuvo Ryszard Kapuscinski, sino tener pocos principios.
Pero Manel Alías se tiró al suelo porque estaba en medio de un tiroteo y Lluís Caelles fue interrumpido por una milicia en pleno directo, jugándose la vida solo para que tú y yo hoy supiéramos un poco más sobre lo que está pasando a solo 3.000 kilómetros. Sin principios, David Beriain hubiera abandonado a Roberto Fraile a su suerte en aquella emboscada, o ambos habrían calentado la silla en una redacción en lugar de arriesgarse a investigar la caza furtiva en Burkina Faso, donde ambos fueron asesinados no hace ni un año. Sin conciencia ni amor periodístico ni una fortaleza insuperable, Mónica García Prieto habría colgado el lápiz del reporterismo internacional después de ver cómo su primer marido, Julio Fuentes, era asesinado en Afganistán y su pareja actual, Javier Espinosa, se convertía en cautivo del yihadismo. Si Margaryta Yakovenko, periodista de origen ucraniano que escribe en El País, no confiara en el periodismo, estos días no estaría haciendo una labor informativa brillante pese a tener a gran parte de su familia huyendo de las bombas de Mariúpol, al sur de Ucrania, donde hace dos días Putin masacró un hospital infantil. Y si estos destellos de vocación y optimismo mueren y la esencia del periodismo la hacen los contratos precarios, la censura y las bombas, ya no habrá periodistas para controlar a los malvados.