La ruta hedonista de hoy será desordenada, como las grandes rutas, y empieza con una confesión personal: hace exactamente un año intenté escribir un artículo sobre los vinos rosados, pero fui incapaz de ello. Quería titularlo "Rosé mon amour" y tenía claro que lo construiría de forma epistolar, como una carta amorosa dirigida a una amante imaginaria, pero olvidé una cosa importante: beberme un rosé antes de escribirlo. Pensé en redactar la carta desde la añoranza, que es la mejor manera de escribir en esta vida, pero entre el alcohol y el amor hay una diferencia importante: echar de menos al segundo es añorar un antídoto; echar de menos al primero, en cambio, significa añorar un veneno. Las ausencias siempre han sido un gran combustible para tumbar la página en blanco, pero el vino reclama presencia si quiere convertirse en poesía. Por lo tanto, para escribir a Madame Rosé, primero, había que ir en busca de un vino que consiguiera aquello que sólo los grandes vinos saben hacer: elevarte y hacerte flotar. Por lo tanto, era necesario ir a Le Clos de les Paulilles, la bodega donde hacen el mejor rosé del Rosellón. Y por lo tanto, había que ir a Banyuls de la Marenda, pero primero hacía falta esperar a tener vacaciones.
Cuando días después tiré N-260 arriba y llegué allí, sin embargo, cambié de idea. El pueblo, las playas del pueblo, la carretera para llegar al pueblo y evidentemente los restaurantes del pueblo hicieron darme cuenta de que, en realidad, aquello que quería hacer era escribir un artículo titulado "Banyuls mon amour", aunque no lo pudiera publicar hasta el próximo verano. No contaba con una agradable sorpresa, sin embargo: meses después, en el marco de una entrevista sobre Josep Pla i la vitalitat, el escritor Xavier Febrés me confesaría en una conversación de Zoom que pronto la editorial Vibop le publicaría Banyuls, mon amour. "Yo también amo Banyuls", recuerdo haberle confesado mientras pensaba por dentro que ya nunca podría hacer mi artículo bañulense. Por suerte, sin embargo, el libro de Febrés –hedonista de piedra picada y gran conocedor de la Catalunya Nord- me ha permitido volver a Banyuls de la Marenda sin ir físicamente allí, de la misma manera que yo, ahora, te invito también a ti a subir al Rosellón para entender una obviedad: amar Banyuls es una cosa tan lógica como ser incapaz de escribir un artículo sobre vinos bebiendo agua.
Un universo clitorial
Por decisión de la prefectura de Perpinyà, la carretera transfronteriza del Coll de Banyuls está cerrada a cal y canto desde el mes de enero. Si la única manera actual de ir a la Catalunya Nord atravesando el coll fronterizo entre Rabós (Alt Empordà) y Banyuls de la Marenda (Roselló) es leyendo el libro de Febrés, pues, me siento capaz de afirmar que la única manera de bebernos una copa del mejor rosé de los Països Catalans será leyendo este artículo. Recuerda Febrés al inicio de su nuevo libro que hace años, en Maillol, escultor carnal, escribió que el Coll de Banyuls es un lugar clitorial. Dice que lo hizo con absoluta conciencia, es decir, sin ningún indicio de estar cometiendo una errata. Sin duda, también las viñas de la bodega Domaine Les Clos de Paulilles son, aparte de litorales, brutalmente clitoriales. Las más clitoriales de un terruño, el de la AOC Banyuls, lleno de viñas en terrazas y pendientes que dibujan un anfiteatro de cepas que miran fijamente al Mediterráneo y dibujan un gran teatro en el cual la única obra es el inefable paso del tiempo.
Para ser espectador privilegiado, ni que sea sólo un día, no hace falta tener ningún pase VIP. Aquí nos gustan los placeres low cost, sencillos y auténticos, por lo tanto sólo hace falta enfilar la carretera nacional con el paso fronterizo entre Portbou y Cervera de la Marenda, atravesar todo el pueblo de Banyuls y coger un desvío a mano derecha que lleva directo al mar. Allí, aparte del restaurante Sole Mio, una playa felliniana en la cual de un momento en la otra parece tener que aparecer de la nada el personaje de Marcello Mastroianni a La dolce vita y unas viñas de garnacha cansadas del soliloquio permanente de la tramontana, está la bodega: el edificio del domaine, la tienda del domaine y, por si no fuera suficiente, el bar del domaine, un pequeño restaurante que permite cenar y creerse en la tercera copa que estamos muy lejos de allí. Quizás en Italia yendo detrás de Anita Ekberg, realmente. O quizás más lejos, en Grecia. O quizás todavía más lejos, a hace cien años, cuando en una playa de Banyuls el escultor Arístides Maillol se inspiró para esculpir Mediterrànea, su obra más conocida.
La belleza de lo que no es ideal
Dicen que Maillol, bañulense de cuajo como el monsieur Bernat del Cafè de la Marina, consideraba que Banyuls tenía un aire estético apasionadamente griego. También dicen, los que saben, que el artista catalán fue realmente el gran renovador de la escultura europea del siglo XX y lo hizo queriendo ir más allá de lo que la escultura clásica nos ha enseñado, por lo tanto, dejando de coger como modelo los cuerpos esbeltos y perfectos inspirados en ninfas, hadas, diosas o princesas. Las modelos de Maillol eran personas de carne y hueso, vecinas suyas, bañulensas de belleza natural, es decir, imperfecta. Personas más reales que ideales, que iban a comprar en mercado, que cocinaban el pescado que cada día los pescadores recogían o que quizás decían "hola, bon dia" al mismísimo Josep Maria de Sagarra cuando el escritor barcelonés se instaló en Banyuls en plena Guerra Civil, dedicando sus días a traducir la Divina Comedia de Dante al catalán y a fer el cafè amb monsieurs que después decidiría no casar con la siempre querida Caterina.
Como las esculturas de Maillol, Banyuls de la Marenda es un pueblo imperfecto que aprovecha la imperfección para abrazar la belleza. Un pueblo imperfecto que cautiva con callejones, letreros comerciales y casitas antiguas de otros tiempos perfectamente bonitas pero imperfectamente conservadas. Un pueblo imperfecto en el cual, en medio de decenas de restaurantes turísticos infectos a primera línea de mar, se puede cenar en tabernas gastronómicamente perfectas, con vinos perfectos y un servicio perfecto, como por ejemplo en el restaurante El xadic del mar. Un pueblo imperfecto donde la gente dice hablar un catalán imperfecto, cuando todos sabemos que oír hablar catalán septentrional es una de las cosas más perfectas que pueden existir. Un pueblo tan imperfecto, en definitiva, que incluso Google, cuándo escribes su nombre original, te lo cambia, lo considera un error y te dice que aquello que estás buscando se llama Banyuls-sur-Mer, a pesar que en realidad lo que estás buscando no es un pueblo imperfecto, sino un universo perfecto del cual es perfectamente posible enamorarse.