El hijo se me presentó en casa bien entrada la noche. Olía a alcohol, tenía los ojos rojos y el gesto desencajado. Los dos sabíamos que llegaba tarde y que yo lo esperaría en el comedor, despierto y angustiado, con el teléfono en la mano y la mirada clavada en la puerta. Llegar tarde significaba un montón de cosas: la más importante, haber roto el pacto. Pero al colocar el primer pie en el recibidor, antes de que pudiera abrir la boca, se arrodilló delante de mí y me explicó exagerando los detalles que estaba en el acantilado, padre, ¿qué hacías allí?, paseaba, y juraba y perjuraba que había visto una luz, ¿qué dices?, una luz, ¿con quién has ido al acantilado?, a solas, padre, ¿y qué hacías ahí?

Mis preguntas lo asustaban, pero, entre sollozos y babas, pude comprender que como hacía buen tiempo había salido a pasear por el camino de tierra, y que se había echado a descansar entre unos matorrales, y a beber un sorbito de agua, y que entonces apareció una luz milagrosa. Una luz inefable que inundó el espacio y torció la realidad para transformarse en otra dimensión. El crío quedó boquiabierto. Ya era bien entrada la noche, padre, decía, y aquella iluminación digna de algún acontecimiento fue el preludio de la aparición de la Virgen.

¿La Virgen?

Me froté los ojos y me harté de reír.

Ahora lo entendía, todo aquel palique lo salvó del castigo. El teatrillo de los llantos y las súplicas había hecho efecto. "Entendidos. Esta es tu manera de decirme que estás arrepentido. De acuerdo. Hoy te salvas. Ahora a dormir."

Al día siguiente, el hijo, volvió al acantilado. La Virgen, según él, le prometió que aparecía tres veces más y le entregó un mensaje: su misión era hacer del pueblo un santuario, un lugar de peregrinación para los más necesitados.

Fue dos noches seguidas. Volvía a la misma hora, sucio, oliendo a alcohol, con estigmas en las manos y una mirada que escrutaba el infinito; una extraña línea entre el ungido y el loco.

Acompañame, padre.

La propuesta me hizo dudar. No por la luz, ni por la Virgen, sino porque pide cierto tiempo y mucho estómago comprender que tu hijo ha perdido la cabeza. Pero al tercer día, el último, fui. Nos quedamos plantados en el acantilado, observando la nada. Hacía frío. Esperamos horas. El atardecer se hizo noche, la noche se convirtió en madrugada y la madrugada creció hasta parecerse a una mañana nublada.

Ahí no había ninguna luz, ni ningún Virgen.

El alcalde encargó primero un altar, después un santuario. El hijo se marchó de casa, a vivir cerca del acantilado. Estamparon camisetas y tazas, cobrábamos entrada a los turistas, los forasteros empezaron a hacer cola, aparecíamos en las rutas de creyentes

Le pedí al hijo que se lo quitara de la cabeza, escúchame, que no lo explicara a nadie, hazme caso, que la gente es muy cruel, pero eso contradecía los deseos de la Virgen. Muy pronto lo supo todo el pueblo. En pocos días, lo difundieron en las redes sociales, yo temía que se rieran de él, todo lo contrario, antes de acabar el mes ya teníamos un grupo de curiosos en el acantilado. Dos mujeres también aseguraban que una luz hiriente las había sanado. El pueblo se llenó de curiosos. El alcalde encargó primero un altar, después un santuario. El hijo se marchó de casa, a vivir cerca del acantilado. Estamparon camisetas y tazas, cobrábamos entrada a los turistas, los forasteros empezaron a hacer cola, aparecíamos en las rutas de creyentes.

Incluso, abrieron un mesón en el pueblo, la gente está contenta, muy contenta.

Por fin, después de tanto esfuerzo, hemos construido nuestra vida, nuestra felicidad, a través de una mentira. Un hecho que, al fin y al cabo, nos convierte en una familia normal y corriente del país.