¿Es normal querer ponerse un par de tetas con ocho años? ¿Es legítimo que, si la menor lo ansía con todas sus fuerzas, ese sueño de muchas noches de verano se convierta en realidad? ¿Cuándo podemos considerar que los pequeños son suficientemente mayores para poder decidir sobre su cuerpo? Y si creemos que es a partir de la adolescencia, ¿por qué los padres preguntan a los niños si pueden enjabonarles las partes íntimas? Los interrogantes no dejan de amontonarse mirando Bèsties, espectáculo con autoría de la británica Monica Nolan y protagonizado por una sublime Marta Marco que se estrenó anoche en La Muriel, por primera vez colaboradora del Festival Grec —y disponible hasta el 13 de julio—.
Su particular campaña de publicidad fue promocionar un ficticio concurso de belleza para niñas en el barrio de Gracia con imágenes de criaturas creadas con inteligencia artificial. Pueden imaginarse las reacciones de los padres antes de abrir el QR informativo, con los grupos de Whatsapp comprensiblemente revolucionados y consternados, y sin ningunas ganas de soportar las consecuencias de un debate poco agradable. Dirigido por Pau Roca, el proyecto pone en jaque la hipersexualización y la pornificación de nuestros críos en un mundo hiperconectado y sobre digitalizado, pero también es un llamamiento a la búsqueda pausada y justa de los culpables que permeabilizan los tremendos efectos que la presión estética tiene en nuestra cultura del ser.

Bèsties no parte de un caso real, pero sin ninguna duda podría serlo. El relato embriaga, pero, lamentablemente, no sorprende: de verlo en los noticieros nos lo creeríamos a pies juntillas. La consistencia de la historia es tan creíble que se encalla en la garganta y hace bola, causa reflexión y pavor y hasta vergüenza. Su planteamiento, por momentos de rauda crudeza, visibiliza la lacra social de tener que estar siempre normativamente guapas y sexys para que las mujeres reciban atención pública, y cuestiona también qué papel tienen los pechos en el mundo, como ya empezó a inocular meses atrás el famoso Ay mamá de Rigoberta Bandini. Es revelador darse cuenta de cómo una parte del cuerpo ligada a la maternidad se ha pervertido por las industrias hasta convertirse en el símbolo supremo de la sexualidad femenina. Y angustiante reconocer que la mayoría de nosotros y nosotras lo reproducimos por inercia, sin pestañear.
Como si tener un par de tetas grandes ya le blindara a una de soportar las vilezas de un mundo cruel
El objeto de debate de la pieza es un caso llevado al extremo. El peso radica en la voluntad de Lila, una niña de 8 años que, ya con 3 y de manera totalmente prematura, se encapricha con tener pecho. El personaje de Marco es la terapeuta que sobrelleva el caso y lo analiza en un monólogo maravilloso de casi hora y media mientras interactúa con un público cabizbajo que, con la mirada perdida, va desgranando sus propios prejuicios. Los de culpar a la tutora sin tener en cuenta los márgenes. Los de responsabilizar a la cría de ser madura para unas cosas y no tanto para otras. Como si tener un par de tetas grandes ya le blindara a una de soportar las vilezas de un mundo cruel.

La propuesta escénica hace de contrapeso a la espectacularización y al sensacionalismo de los poderes mediáticos que buscan el titular morboso. Indaga en los motivos probables por los que la pequeña vive amorrada a ese particular deseo enmarcando su limitada experiencia en un paréntesis concreto, como la relación con la figura paterna o los pasatiempos que la han distraído en su corta existencia, a la par que busca ampliar las miras para huir de la firmeza del relato único. Marco y Roca nos ponen frente al espejo. Lo dice también la psicóloga protagonista cuando apela a la pregunta filosófica más antigua de todos los tiempos —¿quién soy?— y advierte de los riesgo que tienen las redes sociales en la construcción de nuestro yo, poniendo en peligro el conocimiento propio. De esta manera, bajo la imperante dictadura del like y el culto al cuerpo, construimos nuestra identidad de puertas a fuera. Niños y adultos. Y así nos va.
Particularmente interesante es la figura de la madre, Carol, y sus motivos para apoyar la ocurrencia de su hija. También aquí la obra, con la ayuda inexorable de la especialista, ofrece un juego de muñecas rusas en el que nada es tan sencillo como parece. La empatía y la comprensión son claves para abordar todo lo que tiene que decir Bèsties, incluso en aquello que consideramos una aberración o un error tajante. Sin duda es una obra que invita a pensar y que evidencia que si tiran más dos tetas que dos carretas es por algo. Y ese algo es lo primero que hay que señalar.