Querido Jaime,
Hace un año te envié unas cuantas fotos de mi último paseo barcelonés antes no acabara la Fase 3 de la primera desescalada, pero no me respondiste. Te las había enviado porque mi caminata fue también un "paseo solitario en primavera", como aquel célebre paseo tuyo inmortalizado en uno de los mejores poemas de Moralidades, "Barcelona ja no és bona". Un año después, ahora que el ruído provocado por las maletas con ruedas es nuevamente la banda sonora del centro de la ciudad y la nueva normalidad se ha convertido en la vieja normalidad de siempre, he tenido ganas de volver a escribirte, pero esta vez con palabras y para inmortalizar los casi quince meses en los que tu anhelo se hizo realidad: sí, durante un lapso de tiempo, la ciudad nos perteneció.
En las plazas donde hoy ya vuelven a haber ilustres visitantes suecos, japoneses o mexicanos pagando 3 euros por un café o comiendo paella congelada que para ellos es very tipical spanish food, hace pocos meses sólo había ciudadanos barceloneses que descubríamos Barcelona de nuevo, absolutamente maravillados, casi como quién vuelve a escuchar veinte años después una canción de la cual creía no recordar nada y sorprendentemente tararea punto por punto la letra. Créeme, las fotos que te envié hace un año no eran ciencia-ficción: es verdad que las altas palmeras y el aroma siciliano de la plaza del Duque de Medinaceli han visto cómo una decena de abuelos jugaban a petanca sin que ninguna hilera de turistas con sandalias y calcetines les estropeara la partida. Pero no sólo eso. Cuando volvieron las escuelas, en Sant Felip Neri un buen grupo de niñas y niños han vuelto a jugar cada tarde a pelota intentando marcar goles a aquella fachada herida, disfrutando de la plaza como si fuera un patio. O que en el Born, delante del portal más popular de Barcelona en Instagram, los únicos ojos que han acariciado las plantas de aquella casa tan próxima al monumento de Rusiñol en la plaça Puntual han sido los de su propietaria, que cubo en mano sigue regando todavía cada día las flores que convierten aquella fachada en un punto anclado en otra época.
En una ciudad con un modelo identitario basado en hacer más esfuerzos para acomodar aquellos que la beben que los que viven en ella, comprenderás que estas escenas más propias de tu época que de la mía tienen alguna cosa encantadora, aunque no todo han sido alegrías, sino más bien lo contrario. Supongo que desde allí donde descanses, estés donde estés, ya habrás sabido sobradamente que un virus invisible pero mortífero obligó a parar casi en seco el mundo durante un buen tiempo. El coronavirus no ha afectado a los alimentos o los animales, como tampoco ha afectado a las máquinas, pero ha golpeado durante un año y medio la materia prima del motor económico de esta metrópoli que abandonaste dos años antes de volverse olímpica: las personas. Mientras todo se detenía, los campesinos siguieron sobreviviendo y algunas fábricas o pequeños talleres siguieron produciendo, es evidente, pero el turismo, el ocio, la restauración y la cultura entraron en una letargia imperativa que ha llegado a convertir plazas y calles de Barcelona en escenarios desérticos, con estampas más dignas de un pueblo francés de provincias a las dos del mediodía o de una ciudad minutos antes de un aviso de bombardeo.
Tú decías que "yo busco en mis paseos los tristes edificios,/ las estatuas manchadas con lápiz de labios,/ los rincones del parque pasados de moda/ en donde, por la noche, se hace el amor…/ y la nostalgia de una edad feliz/ y de dinero fácil, tal como la contaban", por eso pasear por Barcelona antes de que volvieran los turistas ha sido como repasar las cicatrices de los centenares de comercios que han debido cerrar o de los millares de trabajadores que han perdido el trabajo, sí, pero también recuperar los escenarios de una edad pretérita y redescubrir rincones de la ciudad con la emoción de cuando se abre un vino de gran crianza que lleva más de treinta años descansando en la oscuridad, saboreando la identidad soterrada que durante tantos años la nostalgia se ha negado a dejar morir. De repente, inexplicablemente, sentarse a tomar un café en la plaza Sant Agustí Vell sin problemas para encontrar sitio en una terraza o ver que la estatua de Guimerà en la plaza Sant Josep Oriol está rodeada de gente que sabe quién es Àngel Guimerà ha permitido dejar de entender el centro de Barcelona como un circuito temático para pasar a comprenderlo como lo que es: el meollo de la que, posiblemente, sea la ciudad del mundo a quien más veces algún poeta ha escrito una oda.
Nunca he creído que Barcelona tenga su gran novela, ya que honestamente pienso que la gran novela de Barcelona son todas sus odas. Y de todas ellas, la tuya, nacida en Montjuïc -como la de Verdaguer- y con una mala leche de narices -como la de Pere Quart-, es la metonimia de esta metrópoli bella pero imperfecta y que acoge con un abrazo a quien llega pagando y escupe haciendo la vida imposible a quien quiere ser acogido sin recursos. "Cadascú és esclau de la seva sang i la seva història; jo sóc esclau de les pedres, dels renecs i dels rams de farigola d'una vella ciutat mediterrània", decía Josep M. de Sagarra, y posiblemente Barcelona también es esclava de sus errores, como todos. Como escribió en su oda Joan Maragall, "tal com ets, tal te vull, ciutat mala", con los defectos y los aciertos, con las ilusiones por cumplir y las decepciones consumadas. Por eso te he escrito, añorado Jaime, para explicarte el resentimiento de los que, como te pasó a ti, muchas veces no entendemos donde se han desvanecido las promesas sobre esta ciudad de los prodigios que nos habían hecho nuestros padres: las promesas que hablaban de una Barcelona en la que vivir dignamente sin hacer malabarismos, en la que pagar un alquiler no significara destinar tres cuartos del sueldo o en la que pedir un café amb gel en tu lengua propia y acabar bebiéndose un café amb llet no sea el pan de cada día. Ahora que esta ciudad parece volver a desvivirse por los que la visitan mientras se olvida de vivir para los que la habitan, me ha resultado imposible no volver a mirar aquel reportaje fotográfico casero de hace un año, cuando creíamos que la Barcelona de excepción tenía los días contados y no imaginábamos que a finales de verano todo volvería a ser excepcional.
En efecto, el toque de queda o las diversas medidas restrictivas de los últimos meses han hecho que aquella ciudad que habíamos dejado de sentir nuestra nos siguiera perteneciendo. Ni que fuera en detrimento de nuestra libertad. Ni que fuera de forma evanescente. Ni que fuera con calles más vacías, pero genuinamente más llenas de vida. Ni que fuera como una ilusión fugaz e imperfecta, como todas las cosas reales de la vida que acabamos añorando. De todas las fotos que hice hace un año, hay una que decidí repetir hace pocas semanas, el día antes del fin definitivo del estado de alarma y, por lo tanto, del hecho que la calle del Bisbe se volviera a convertir en una rambla llena de grupos organizados con un guía levantando un paraguas y decenas de móviles fotografiando la calavera del Pont del Bisbe. Casi un año después de la primera imagen, volví a disparar la cámara con el afán de hacer una fotografía que capturara un momento inédito, casi condenado a muerte, por eso creo que más que apretar el obturador con voluntad de hacer una foto, lo hice con la intención íntima de dar un beso, o quizás más bien de un adiós con pañuelo blanco ondeando en el muelle delante de un barco que zarpa, como un último despido en la ciudad antes no vuelva a ser un filme extranjero sin subtítulos.
Atentamente,
P.