El tren se detiene en Plaçaa Catalunya, se abren las puertas y nos lanzamos hacia la salida. Esquivamos la avalancha de gente que se ha abalanzado sobre el andén y, desde lejos, ya visualizo a un imbécil parado en el lado izquierdo de las escaleras mecánicas. Resoplo. Me estoy meando desde la parada de Sant Cugat Centre. Caminamos por la acera derecha de la Rambla, repleta de captadores que nos interpelan anunciando paellas de un sospechoso color amarillo chillón. Tengo la vejiga a punto de estallar. Percibo cómo se acerca la resolución de mi tormento, pero una multitud de gente con el cigarro en la mano bloquea la puerta del Teatre Poliorama. Me zambullo en el vestíbulo, aparto a unas señoras engalanadas y, cuando parece que mi objetivo está al alcance, una cinta roja me corta el paso. Mierda. Salgo del teatro, corro calle arriba otra vez y veo un cartel blanco, una luz brillante, mi salvación: Pans & Company. Sin buscar la aprobación de ningún trabajador, entro y asalto la puerta de los baños. Por fin.
El periplo del héroe
El protagonista de Tot el que passarà a partir d’ara, el espectáculo que se ha reestrenado en el Teatre Poliorama y que podrá verse hasta el 16 de marzo, también vive un periplo en una ciudad de ritmos frenéticos, una carrera desesperada para llegar a su destino (absolutamente más trascendental que mi anécdota). Èric, un chico de dieciséis años interpretado por Nil Cardoner, sale de casa para dirigirse al hospital y despedirse para siempre de su padre, enfermo de cáncer.
El público hemos emergido del lugar más masificado y sobreestimulado de Barcelona, pero un espléndido texto escrito por Joan Yago y un fantástico y convincente Cardoner, bajo la dirección de Glòria Balañà, consiguen que dejemos atrás ruidos y turistas y nos sumerjamos por completo en esta historia
El público hemos emergido del lugar más masificado y sobreestimulado de Barcelona, pero un espléndido texto escrito por Joan Yago y un fantástico y convincente Cardoner, bajo la dirección de Glòria Balañà, consiguen que dejemos atrás ruidos y turistas y nos sumerjamos por completo en esta historia. Lo logran construyendo una ficción muy bien documentada y utilizando, sobre todo, el formato del monólogo, que nos permite empatizar. Nos agarran del corazón, lo aprietan y ya no lo sueltan hasta el final.
El protagonista describe el entorno y los sucesos de su camino al hospital, escenifica algunas acciones y teatraliza diálogos en un viaje que se presenta lleno de interferencias, repleto de banalidades que se entremezclan con sus pensamientos, reflexiones y emociones. Un equilibrio entre profundidad y trivialidad que resulta muy acertado porque expresa cómo, después de la muerte, y a pesar del dolor de quienes quedan, la cotidianidad material persiste.
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Además, toda la estructura nos evoca el viaje arquetípico del héroe, donde los bosques, dragones y mentores son sustituidos por una ciudad delirante que todavía conserva rastros de humanidad. Los obstáculos físicos y tentaciones también pueden hacer referencia a la crueldad del mundo que el adolescente descubre demasiado pronto y a los desafíos psicológicos que debe superar (o que tendrá que seguir superando a partir de ahora). La construcción narrativa del camino y la aventura, por lo tanto, dan valor al tema del espectáculo: el proceso del luto y el paso de la infancia a la madurez adulta.
Una historia dura, una propuesta artística y luminosa
Sin embarrarse en el melodrama, pero con respeto y ternura, la obra nos acerca al tema de la muerte. Además, se llena de destellos de luz y píldoras de humor, como el propio proceso de luto, donde el llanto y la risa pueden convivir. Son esos momentos de distensión los que permiten a los espectadores no quedar atrapados en un mar de lágrimas y, por lo tanto, transitar de la experiencia estética a la reflexión crítica. La verdad es que el hecho artístico está presente en todo momento. Con su interpretación y con los cambios de ritmo verbales y corporales, Cardoner es capaz de trasladarnos, con una voz incluso algo quebrada, a los grises de la adolescencia, entre la apatía y la excitación, entre la pretensión de fortaleza y la vulnerabilidad, recorriendo las diferentes emociones del luto (la rabia, el abismo, la culpa, el alivio…).
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Precisamente, el movimiento corporal, ideado por Ariadna Monfort y casi montado como una coreografía, nutre la dimensión artística de la obra. Al igual que la escenografía de Ona Grau, que, con solo un sofá, un micrófono y unos paneles translúcidos, evoca múltiples espacios, a la vez que abre un sinfín de posibilidades interpretativas y encaja perfectamente con el cromatismo del vestuario de Adriana Parra. Este equilibrio entre realismo y abstracción también se enriquece con la videocreación de Alfonso Ferri, con unas proyecciones que no sabemos si muestran los cráteres de la luna o las cicatrices de una piel. Juntos, construyen imágenes hermosas que ilustran metáforas, ni demasiado complejas ni demasiado obvias.
Tot el que passarà a partir d’ara es una propuesta muy lúcida que consigue emocionarnos y, al mismo tiempo, acercarnos a la comprensión de un tema que, por poco tratado, resulta necesario
La propuesta escénica se complementa con un buen trabajo de luces (a cargo de Sylvia Kuchinow), del espacio sonoro (diseñado por Àlex Polls) y con la presencia puntual de tres músicos (Juan Carlos Riaño, Andrés Vanegas Molina y Norberto Esteban Hoyos Múnera), que con sus canciones edulcoradas crean contrastes, pero, sorprendentemente, también logran tocarnos la fibra en los momentos más oportunos.
En definitiva, Tot el que passarà a partir d’ara es una propuesta muy lúcida que consigue emocionarnos y, al mismo tiempo, acercarnos a la comprensión de un tema que, por poco tratado, resulta necesario. Y todo ello a través de una experiencia estética que permite la reflexión autónoma y el disfrute artístico. Ahora que el espectáculo ha vuelto a nuestros escenarios, aprovechad esta segunda oportunidad. Os recomiendo llevar algún Kleenex por si acaso los ojos se os humedecen (o por si faltara papel en el Pans & Company).